La dicotomía populista

La dicotomía populista

Desde la caída del Muro de Berlín y el imparable advenimiento de la globalización, hemos creído que nuestro conocimiento de la realidad era completo y no cabía esperar la aparición nuevos elementos. Nada más lejos de la realidad. Una palabra ha puesto patas arriba el escenario político europeo y español: populismo.

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Desde la caída del Muro de Berlín y el imparable advenimiento de la globalización, hemos creído que nuestro conocimiento de la realidad era completo y no cabía esperar la aparición nuevos elementos. Nada más lejos de la realidad. Una palabra ha puesto patas arriba el escenario político europeo y español: populismo. ¿Cómo explicarlo? ¿Es una teoría, un estilo de comunicación o una etiqueta? A nadie se le escapa el revuelo creado en torno a este concepto, empleado habitualmente como arma arrojadiza. No obstante, hay quienes han tratado de definirlo con mayor o menor acierto.

El más rotundo de los investigadores es Cass Mude, politólogo neerlandés y profesor en la Universidad de Georgia, para quien nos encontramos frente a "una ideología que considera que la sociedad debería separarse en dos grupos que son a la vez homogéneos y antagónicos: el pueblo, que se define como puro, y las élites, definidas como corruptas". En una línea parecida encontramos a Michael Kazin, profesor de Historia en la Universidad de Georgetown. Él lo describe como: "Un lenguaje cuyos hablantes conciben a la gente como un noble conjunto no adscrito a una clase (social), ven a sus opositores de la élite como egoístas y no democráticos; tratan de movilizar a los primeros contra los segundos".

A diferencia de Mude, Kazin lo considera un método sin connotaciones ideológicas concretas. Su enfoque nos ayuda a entender mejor las declaraciones de Pablo Iglesias: "El problema de este país no es la izquierda y la derecha, el problema de este país es que hay una minoría de privilegiados, una oligarquía de sinvergüenzas que está robando a la mayoría". Pero no cantemos victoria antes de tiempo, el periodista y escritor norteamericano John B. Judis aporta una visión diferente desde las páginas de The Guardian: "No hay un conjunto de características que definen exclusivamente movimientos, partidos y personas que se llaman populistas: las diferentes personas y partidos que se encuadran en esta categoría disfrutan de semejanzas de una u otra familia (política), pero no hay un conjunto universal de rasgos comunes a todos ellos". Entonces, ¿Existe o no el populismo? Aunque personalmente me inclino por la definición de Michael Kazin, no debemos perder de vista la complejidad de este fenómeno.

El modelo populista es esencialmente dicotómico, tendente por tanto al enfrentamiento. El choque de trenes entre el bien y el mal, entre la dignidad y la depravación, apenas deja resquicios para la convivencia.

La crisis de 2008 fue el punto de ebullición de este pensamiento rupturista, al menos en Occidente. Movimientos sociales como Occupy Wall Street supieron reorientar el eje dialéctico entre los de arriba y los de abajo con su célebre "we are the 99%". Sin embargo, esta disidencia ha formado sus propios partidos, haciendo del populismo una herramienta doblemente eficaz. No solo ha recogido el desencanto de amplias capas de la población, sino que ha logrado abrir, a modo de palanca, el abigarrado panorama político. En un escenario copado por ideologías clásicas, como el conservadurismo, el liberalismo, la socialdemocracia y el postcomunismo, cualquier tentativa estaba a priori condenada al fracaso. Cuestionar el marco izquierda-derecha era imprescindible para abrir brecha y consolidar nuevas siglas.

Además, dicho cambio requiere otra manera de comunicar, de transmitir realidades complejas. Para ello es necesario distanciarse de cualquier convencionalismo, apelando a otro tipo de pugna, la que se da entre etiqueta y espontaneidad. Juan Carlos Monedero resumió este principio con acierto: "Somos pueblo y sentimos como el pueblo". En consecuencia, todas las formas de expresión del populismo están enfocadas en la simplificación subjetiva de la realidad, valiéndose de mensajes con alta carga emocional. Los ejemplos abundan. Durante las negociaciones con el FMI, Yanis Varoufakis (Syriza) se mostró desafiante al afirmar:"Son unánimes en su odio hacia mí, y yo doy la bienvenida a su odio". Tras su derrota en las elecciones presidenciales, un meloso Nobert Hofer (FPÖ) declaró: "Me hubiera gustado cuidar de Austria". En todos los ámbitos, desde el estético al orgánico, debe manifestarse el cambio de paradigma antes descrito.

El modelo populista es esencialmente dicotómico, tendente por tanto al enfrentamiento. El choque de trenes entre el bien y el mal, entre la dignidad y la depravación, apenas deja resquicios para la convivencia. En estos términos se pronunció Ada Colau el 12 de diciembre de 2015: "Sigo sin retractarme y sigo diciendo criminales (a PP y PSOE)". Aunque con el tiempo se observa cierta moderación, fruto de la experiencia institucional, este espíritu beligerante permanece inalterado. No existe mayor amenaza para la democracia que las dinámicas de confrontación, pues dividen a los ciudadanos en facciones irrenconciliables, tanto en la victoria como en la derrota.

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