Ya olía a primavera y los días ofrecían más luz, camino ya del solsticio de verano, cuando una tarde de abril Ignacio volvió a escuchar de labios de su madre, Isabel, su deseo de morir: "Hijo mío, ayúdame a morir, quiero morir". Y a Ignacio se le nubló la vista, sintió una fuerte punzada en el esternón y seguramente no pudo contener el llanto.
Como hemos denunciado reiteradamente, quienes saben que no podrán ser ayudados legalmente adelantan el momento de su muerte para no perjudicar a terceros. La ley les obliga a acortar su vida. Canadá, sin embargo, nos ha demostrado que hay otra vía posible, que además es respetuosa con la libre voluntad de los seres humanos.
Entre la especie humana ha habido siempre aves de carroña (clérigos, legisladores, médicos...) que inventan leyes, ídolos y seres superiores que premian y castigan. Amenazan con terribles castigos eternos a quienes no cumplen sus mandatos y normas, y declaran intocables la vida y la muerte, que solo depende de su dios.
He tenido una conversación reciente con una chica joven que se está muriendo. La entrevista fue larga; la escuché con atención varios minutos que me parecieron horas. El momento era muy importante. Alguna lágrima escapó, regando sin saberlo alguna zona de mi reseco corazón.
En la asociación Derecho a Morir Dignamente recibimos diariamente a personas que en su calidad de representantes y, muy frecuentemente, cuidadoras también, se enfrentan al desconocimiento por los servicios sanitarios, especialmente médicos, de los derechos de los pacientes y su entorno.
Pensando en el conflicto vital al que se enfrentan centenares o tal vez miles de personas, me gustaría decirles desde aquí que no cedan al chantaje moral y menos aún al miedo al castigo. La verdadera paz de su conciencia sólo nacerá del deber cumplido; el miedo nunca podrá traerles la paz.
La muerte de mi padre fue una tragedia. No le desearía a nadie las cuatro semanas que pasé ayudándole a morir, pero tampoco las olvidaría por nada del mundo, pues son mías, y aprendí mucho sobre quién soy, quién era mi padre, qué significa el amor, qué significa perder algo que nunca pensaste que perderías y, por último, qué significa tener que soportarlo.
La legalización de la eutanasia no aporta nada para el alivio del sufrimiento del enfermo que no pueda aportar un buen control de síntomas en el lugar que él desee, hospital o domicilio, un acompañamiento adecuado de sus seres queridos, una disponibilidad de profesionales, un sentido de por qué seguir viviendo.
La obligación de los médicos no es con la vida en abstracto sino con la persona enferma. Y tan importante y exigible como una actuación técnicamente irreprochable lo es el respeto a la voluntad del paciente, a su autonomía y a su dignidad. No se puede imponer la vida a nadie y no sólo no es buen médico quien no conoce su oficio, tampoco lo es quien ignora la libertad del paciente.
Cuando se esgrime y magnifica ese presunto peligro ante la ciudadanía, se está buscando el efecto de movilizar a la mayoría de la población, la que no está en la situación de tener que pedir la eutanasia, en contra de dar solución al enorme problema de la minoría.
Cualquier lector no informado sobre el tema podría ser inducido a pensar que los belgas y su Parlamento se plantean sin más legalizar la muerte de niños por la simple voluntad de sus padres. Hay menores con una capacidad de discernimiento y una madurez que ya quisieran para sí muchos adultos.