Alerta máxima

Alerta máxima

No deberíamos echar en saco roto tales llamadas, ni quejarnos como niños mal criados porque nos chafaron los planes domingueros.

El mensaje enviado por Protección Civil para alertar a la población del riesgo extremo de tormentas que azota la Comunida de Madrid.EFE/ Zipi Aragon

Y llovió en Madrid, lo que no deja de ser noticia, y muy buena para los que, como un servidor, viven en la ciudad. Porque, después de cuatro meses sin más sonido líquido que los chorros de la Cibeles, la Villa y Corte empezaba a parecerse a esos pueblos de las películas del Oeste por cuyas calles vuelan los arbustos arrancados y el polvo acumulado ensucia los vasos del saloon. (Trabajar en hostelería es muy fácil, decía el patrón al aprendiz recién contratado, a lo que se mueva, le das los buenos días; a lo que no, le pasas un trapo).

Aunque debemos reconocer los capitalinos que la atención que suscita todo cuanto aquí ocurre resulta un tanto desproporcionada. Cierto es que la Agencia Estatal de Meteorología había declarado la alerta roja en la región porque se preveía un diluvio de ciento veinte litros por metro cuadrado en menos tiempo de lo que tardamos en abrir el paraguas para descubrir que lo hemos olvidado en la barra del bar; pero, aunque el tormentón no alcanzó la dimensión prevista, redobló el tambor de la lluvia en todos los informativos del domingo, que emplearon buena parte de su tiempo en conectar con sus unidades móviles con la esperanza, supongo, de que el aguacero cayese en directo sobre la reportera destacada al lugar, llevándosela calle abajo hasta desaparecer por una alcantarilla, como en aquella novela de Stephen King que tan malos ratos me hizo pasar de joven.

Por cierto, la película que rodaron a partir de tan truculenta historia ni siquiera me hizo gracia, a pesar de ser un payaso el que arrastraba a sus inocente víctima por el sumidero entre profusión de globos y colmillos amenazantes.

Decía que todos andábamos pendientes de si en Madrid se hacía surf o no, dejando en segundo plano a las localidades catalanas y levantinas en las que el agua había causado ya los destrozos que su inocente crueldad y nuestra desidia de décadas provocan.

Incluso quedaron, en un principio, eclipsados los daños que la tormenta causó en otros puntos de la Comunidad que no son esta capital de nuestros pecados, a los que la triste evidencia de las muertes ha terminado por llevar a primera plana.

También se habló con profusión de las medidas tomadas por el Ayuntamiento, que incluyeron el cierre de túneles e instalaciones municipales. Como no podía ser de otra forma, la prudencia del alcalde ha generado no pocos chistes, Pero, qué quieren que les diga, yo le aplaudo: más vale tener un plan de contingencia y no necesitarlo que necesitarlo y no haberlo puesto en marcha.

Aunque la gran novedad de esta borrasca fue el aviso que por primera vez se envió a todos los teléfonos móviles situados en la Comunidad indicando el motivo de la alerta. Creo que a todos nos sucedió lo mismo: de improviso, empezamos a escuchar una sirena agresiva cuyo origen ignorábamos y no éramos capaces de relacionar con ninguno de los cacharros habituales. De hecho, a mí me pilló descorchando una botella de amontillado y pensé que había hecho saltar la alarma del corcho (era un buen vino, pero se me hizo exagerado ponerle un chivato contra bebedores no autorizados).

Localizado en el teléfono el origen de los aullidos y atisbada la señal de alerta general, la primera conclusión a la que llegué es que nos había invadido Andorra, necesitada de espacio vital a causa de la superpoblación de youtubers que padece. Lleno de ardor guerrero, me disponía a alistarme imaginando cuánto whisky podría agenciarme como botín de guerra, cuando la lectura del aviso completo me hizo saber que se esperaba que lloviera.

Dicho así, la cosa pierde su épica.

Pero no deberíamos echar en saco roto tales llamadas, ni quejarnos como niños mal criados porque nos chafaron los planes domingueros, ya consistieran estos en un partido de fútbol (aficionados del Sevilla han protestado por la suspensión preventiva del encuentro contra el Atlético) o en una excursión al teatro. Dijérase que no somos conscientes de lo que una riada de tales características podría provocar en una ciudad de estas dimensiones, en los laberintos del Metro, en los meandros enterrados de la M-30, en tanta casona vieja que cierra las pronunciadas pendientes de Lavapiés o en ese barrio que, no por nada, recibe el nombre de La Vaguada.

Ya se nos han olvidado los destrozos de Filomena, los hospitales aislados, los accidentes a los que no podía llegar el socorro, los árboles caídos sobre automóviles, escaparates y mobiliario urbano, las semanas de penuria hasta que se recuperó la normalidad, o lo que en esta ciudad entendemos por tal...

Nuestra frágil memoria (la necesitamos así para defendernos de nosotros mismos) ha reducido aquel caos a graciosas postales de la Gran Vía con esquiadores.

Y si, como especulan erróneamente los iluminados de costumbre, fallan los pronósticos meteorológicos (que no han fallado), alegrémonos de que se tuerza la vara de la exactitud por el lado de la bondad y no por el de la desgracia. A todos nos costaron algunas mesas anuladas las precauciones del domingo, pero el luto, también el ajeno, sale mucho más caro.

Cuántas reservas no habría cancelado con gusto si con ello hubiera ahorrado el grito de pájaro herido al niño que llamaba a su padre desde el frágil refugio de un árbol, sin saber que el hombre al que pedía ayuda ya era barro.

Así que permítanme que salude con alborozo a la nueva herramienta de avisos tempranos, que nos permitirá acudir al refugio preciso según y cómo sea el peligro que llega. Ni meteoritos ni bombas nucleares nos cogerán desprevenidos a partir de ahora; tendremos tiempo para, al menos, abrir la botella que lleva décadas en la penumbra o tener un último encuentro con esa primera novia que nunca nos quitamos del todo de la cabeza.

Aunque deberán sus gestores mejorar el sistema para que ninguna catástrofe nos sorprenda indefensos.

Sin ir más lejos, se ha anunciado un próximo concierto de Raphael y mi teléfono aún no se ha quejado.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”