Exigencias del guionista

Exigencias del guionista

Ellos son los Balzac, Tolstoi, Galdós, Austen, Kipling o Pardo Bazán que necesitamos en esta serie bronca y cambiante que llamamos vida.

Exigencias del guionistaCARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Como los malos banderilleros, entro siempre a toro pasado; es algo que suele ocurrir si uno gasta la semana esquivando el fuego para evitar la sartén. Y en la presente bien pudiera suceder que cuando esta nota se publique los guionistas estadounidenses hayan desconvocado la huelga de ordenadores y cerebros apagados que iniciaron dejando al guerrero fantasioso, al superhéroe hipertrofiado y al gracioso de barra de bar o sala de estar, “colgado de sus palabras sin hablar ninguna” (¡Qué excelso guionista era Miguel, el de Alcalá!).

Recuerdo con emoción aquel plante de los plumillas exigiendo respeto y visibilidad para su trabajo; parón que mantuvieron hasta conseguir que, en los títulos de crédito, su nombre fuera inmediatamente antes del nombre del director. Quedaban atrás los tiempos en que el trabajo del guionista se reconocía entre el de la peluquera y el electricista (ambos oficios, ocioso decirlo, nobilísimos y dignos de aplauso).

Y es que no falta público que sigue pensando que a los actores se les ocurren las frases que dicen y que son suyas las decisiones que toman en su edén de celuloide. A una conocida le propuse que se pasara por Viridiana en un determinado momento, que yo me las compondría para presentarle a Jeremy Irons, actor sobrenatural y, en aquel momento, el galán más deseado.

-¿Qué dices? ¡Quita, quita! Con las cosas tan desagradables que suelta en el cine… me larga una de esas y me muero del sofoco.

No debemos ser tan radicales como Spencer Tracy (“el trabajo del actor no es difícil: basta con aprenderse las líneas y no tropezar con los muebles”), pero no podemos soslayar la inmensa labor de los guionistas. Quizás no hayan moldeado el cine a su antojo, pero han creado, no lo duden, la escritura del siglo XX y del tranco del XXI que ya hemos galopado. Ellos son los Balzac, Tolstoi, Galdós, Austen, Kipling o Pardo Bazán que necesitamos en esta serie bronca y cambiante que llamamos vida.

No se nos caen de la boca los nombres de los grandes directores, aquellos que pintan pasado, miedo, amor, amargura y risa desbocada (siempre tan unidas) con un solo golpe de luz; pero tras ellos está la labor desaforadamente humana de los guionistas. Ellos son quienes, como Tom Doniphon, le espetan al abogado Ransom Stoddard: “Ya le has enseñado a leer y escribir. Ahora, dale algo que escribir”. Impresionante trabajo de James Warner Bellah y Willis Goldbecck.

No menos imprescindible es el talento magnético de Frank Nugent en Fort Apache; cómo olvidar el alijo de whisky descubierto en unas cajas cuyos rótulos aseguran contener biblias, y al coronel ordenando: “Escáncieme unos versículos.”

Eso sí, reconozco que el baile en que los soldados encaran con orgullo y alegría de bebedores su próxima muerte le pertenece cien por cien al jodido y genial irlandés tuerto, borracho y malencarado. Un poeta que se negaba a aceptar su condición.

Ben Maddow y John Huston, seguro que mientras apuraban sus tazas de hierbaluisa, construyeron la crónica de una derrota en un mundo corrupto en el que no te puedes fiar de un policía, porque cuando menos te lo esperas se pone el lado de la ley, y en el que saben que el agua de Kentucky es tan buena que hasta el bourbon sabe bien (Ahora que al fin puede envejecerse en barricas foráneas, sabe aún mejor. Yo presumo de uno de centeno (rye) afinado en bota jerezana).

Arthur C. Clarke y Kubrick (a estos sí me los imagino sobrios) idearon la que puede ser la frase más terrible jamás escrita: “tengo miedo”. Una expresión trivial, a menos que la diga un ordenador.

Dirán ustedes que solo guardo en la despensa películas americanas; no es así, aunque reconozco que mi educación sentimental, como la de cualquiera de mi generación, está forjada con una sola mitología. Pero, si alguna vez fuera preciso salvar al cine del olvido, me bastaría un nombre, Rafael Azcona, y un recordatorio: “La palomilla, José Luis, la palomilla”. Y es que Azcona no escribía diálogos, sino que trazaba complejas coreografías para los oídos e indicaba en sus acotaciones gestos apenas perceptibles, pero que encerraban tratados de historia y de psicología.

Cesare Zavatinni, Tonino Guerra, Mark Peploe, Frederic Raphael, Ángel Fernández Santos, William Goldman, Jorge Semprún, Herman Mankiewicz, Dorothy Arzner, David Webb Peoples… son muchos los que vendieron su alma al diablo de la pantalla, los que prefirieron borrarse para que sus historias tuvieran rostro y penumbra. A ellos les debemos, aun hoy, nuestra memoria y nuestros sueños.

Y me pregunto por qué los alegres muchachotes de la Academia Sueca no se han acordado de ninguno de ellos, si ya han glorificado a un bufón, a un cantante de voz maltrecha (siempre que alguien defiende el olor de las trufas, pienso en él), a un político gruñón y empurado, a un ministro de Hacienda que dio para una calle antaño golfa y a una caterva de somníferos que no sirven ni para ser olvidados.

Yo hubiera pedido con entusiasmo el Nobel para Ben Hecht o para I. A. L. Diamond. Y, si no fuera tan descreído, la canonización.

Pero todavía están condenados a entrar en un despacho con reloj de control y a distribuir su talento por horas. Sin cobrar las extras, que el arte es el arte.

Ni Faulkner, siendo Faulkner, se libró de semejante humillación.

Y me resulta curioso que cualquiera se crea con derecho a cuestionar el trabajo de un guionista e intervenir en él. Quien no osaría comentar el tablado que lija un carpintero, se atreve a borrar las líneas escritas y componer una faena de aliño. Ustedes me citarán los monólogos imborrables que fueron improvisados por el actor de turno, pero les responderé que no tenemos ni idea de cuántas escenas arruinó el iluminado con su prepotencia. Se cuenta de uno que quiso convencer al director de que la película religiosa alcanzaría un vuelo poético prescindiendo de la quijada:

-Para violencia, basta con Peckinpah. Sería menos traumático que Abel se suicidara. Y por cierto, no estaría de más suavizar la crucifixión; se ve la sangre.

Que sigan en la lucha hasta el final, sea el que sea. Quizás su silencio nos haga descubrir que son tan importantes para nuestra vida como los agricultores, los electricistas o los camareros.

Que sigan hasta que, por fin, las exigencias del guion sean las del guionista.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”