En el bar, ¿dónde si no?

En el bar, ¿dónde si no?

"Si los bares desaparecen, a los paisanos no les quedará otra que encerrarse en la propia, sin más charla que la confusa y dañina de 'Sálvame' y una botella de vino no menos deplorable".

En el bar, ¿dónde si no?CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Ni sé cuántas veces vi a mi abuelo cerrar cualquier trato, ya fuera la venta de unos costales de centeno o la compra de un macho que alegrara la mortecina vida de las cabras, con un apretón de manos y una frase manida y rotunda, dicha por él o por el otro, que resumía mejor que cualquier gráfica el resultado de las negociaciones:

—Vale, para ti los diez duros, pero pagas el alboroque, que te ha salido el negocio redondo, jodío.

El alboroque, hermosísima palabra que el diccionario (¿cuál va a ser, hombre?) recoge en prueba de sabiduría y buen gusto, hasta ganas dan de perdonarle las “almóndigas”, era el trago de vino que remataba cualquier transacción. Los parroquianos sabían del resultado de esta al ver entrar a comprador y vendedor en el bar y acercase a la barra con tanta satisfacción como sed. A falta de prensa económica, teníamos el vaivén metálico de la cortinilla como boletín de información bursátil.

Supe que mi pueblo se moría irremediablemente (ahora, en invierno solo lo habitan dos primos conservados en tintorro y tan felizmente desarrapados que en un casting de mendigos les habrían echado por sobreactuar) cuando, a finales de los setenta, cerraron las dos tabernas en las que corría el vino entre platillos de tostones y “alcahueses”. ¿Dónde iban los vecinos a reunirse para contar a los vivos y despedirse de los muertos? ¿Quién les guardaría las cartas, si la bicicleta del cartero siempre llegaba cuando estaban en el campo? ¿En qué momento se avisarían unos a otros del perro rabioso o del polvo mágico que fulminaba al escarabajo patatero?

Durante los años baldíos, presidieron la taberna de un pueblo grande y cercano dos carteles de poca duración y menos éxito: el primero prohibía hablar de política, aviso inútil porque de política, como en el tute subastado, se hablaba por señas. El otro maldecía con saña a quien escupiera en el suelo; el del mandil lo quitó cuando comprobó que era más sencillo limpiar las baldosas que enjalbegar las paredes hacia las que, obedientes, se dirigieron los esputos a partir de la advertencia.

Saben que aprecio, y mucho, los ruidosos bares de las ciudades con sus máquinas tragaperras (a cuyo lado, e ignorando el sonsonete, escribía sus poemas Pepe Hierro), sus vitrinas con tapas que debieran interesar a los arqueólogos y sus camareros vocingleros. En ellos, como el hielo en el cubata desvaído, se remansa la vida sin riendas y quienes ocupan sus banquetas a la caída de la tarde aprovechan cada sorbo para recordar a las novias perdidas.

Manuel Alcántara lamentaba que el dry martini, su bebida de cabecera, fuera casi secreta en España, lo que le obligaba a rebuscar establecimientos de tronío en los que nunca faltaba un imbécil. La palma se la llevó aquel que se negó a preparar el cóctel con la ginebra Larios que Manolo, malagueño a tiempo completo, le había indicado.

—Caballero, aquí la Larios solo la usamos para limpiar la barra.

Y el poeta buscó la puerta mientras alababa el brillo de la madera.

Un atardecer (“beber de día es de amateurs” dijo), se presentó en el bar del Rincón de la Victoria que frecuentaba con el vaso mezclador, el colador, la varilla de remover y el vermut seco; le explicó la receta al camarero y acordó el precio. Y todos sus problemas se solucionaron.

¿Cómo no voy a sentir cariño por las tascas en las que termina la jornada de recolectores, pastores (hoy con otros acentos: árabe, rumano…), buscadores de setas, guardias civiles aburridos y algún que otro cazador despistado?

El bar del pueblo es mucho más que la cerveza de julio, el turbio anís de noviembre o la partida contaminada desde el televisor por la pandemia del fútbol. Es lugar de discusión en el que aún se traza una linde entre vecinos, se marcan las anheladas fechas de las monterías o se decide el programa de la fiesta de la patrona; también puesto de guardia en el que se alarga la noche cuando vienen mal dadas y hasta las vigas se tuercen; también remedio para aflojar la lenta asfixia de la melancolía.

Son la razón por la que un rimero de viejas casas esparcidas se convierte en un pueblo.

Si los bares desaparecen, a los paisanos no les quedará otra que encerrarse en la propia, sin más charla que la confusa y dañina de Sálvame y una botella de vino no menos deplorable.

Y así, noche tras noche hasta la última.

Porque en los pueblos no hay amigos, sino vecinos, y los vecinos no entran en casa ajena sin un buen motivo, ni tercian en asuntos de otro si este no los expone ante la comunidad.

Recuerdo una aldea, burgalesa y recóndita, en la que cura y alcalde quisieron combatir la desaparición del bar abriendo por las tardes una sala de la parroquia para que los lugareños acudieran con sus bebidas, bolsas de pipas y barajas. Ellos entendieron que se jugaban la pervivencia de tan pequeño ayuntamiento y el provecho de los campos que lo rodeaban.

Por todo lo dicho, no puedo por menos que aplaudir la iniciativa legislativa de Teruel Existe en la que pide ayudas para mantener abiertos los bares de los pueblos con menos de doscientos habitantes (también para sus comercios, esos colmados en los que el jabón pasa las noches junto a las latas de caballa y las trampas para ratones), incluyéndolos en las ventajas fiscales y las posibles subvenciones que facilita el ser considerados entidades de beneficio social.

Y superados los tiempos en que, al pedir un whisky, te preguntaba el tabernero si tinto o blanco, ya es posible encontrar entre el aperitivo de la cháchara un cristal de Segovia y tres escoceses.

Supongo que sus señorías atenderán la petición, habida cuenta de que ellos disfrutan de uno de los bares más subvencionados del país.

Porque, aunque nos llenamos mucho la boca con palabras acerca de la España vaciada y hasta hemos hecho de la expresión el juego literario de moda, creo que no somos conscientes de cuánto está en juego, ni de cómo lo vamos perdiendo mientras el desierto avanza.

Nuestra esperanza es que cuando lleguemos a la plaza (que ya no se llama del Caudillo) y preguntemos por el paisano al que hemos ido a buscar, nos respondan:

—Estará en el bar, ¿dónde si no?

DOMINGO DE TORMENTA

Del mismo modo que por las mesas de subastado se comentaba la próxima llegada de la vedette jamona a la feria de Talavera, sin que faltase el fanfarrón que anunciaba su visita a la barraca, hasta el bar del pueblo llegaban las malas noticias antes de que las aventara El Alcázar.

Unas eran recibidas con lamentos y alguna que otra imprecación; otras, por la cuenta que les traía a todos, no provocaban más sonido que el sucio rasgueo de la cortinilla confeccionada con cuerdas y aplastadas chapas de cerveza El aguilucho (ni para beber Águila daba aquella miseria de siglos).

El domingo empezó con malas señales: el ábrego cesó repentinamente, ladraban los perros y el vino de la frasca que comenzara el tabernero salió más oscuro y ácido que de costumbre, como si la tinaja hubiera contenido los escobajos de los racimos igual que la tierra cobija los huesos.

Julián, embozado en sigilo, había trepado a media cumbre para, con la coartada de revisar la colmena, dejar el avío a su hermano, el último en pie de la partida, y había retornado a tiempo para el vodevil de la misa y el posterior dominó.

Su primo Venancio, que callaba mucho de lo que veía, esperaba impaciente, amontonando las fichas en una trinchera blanquinegra.

—¿Qué, primo? ¿Cómo has visto el panal?

—Barrunto que no pinta bien. Me da que hoy hay lagartos entre las chaparras.

—Figuraciones tuyas. No va a pasar nada. Coge fichas y abre de una puta vez, que nos esperan los garbanzos.

Los súbitos estampidos provocaron que a Julián se le cayera de entre las manos el pitillo a medio liar.

—Te asustó la tormenta, bolo— terció Venancio, rompiendo el silencio espeso que enlutaba el aire.

Julián sostuvo como pudo el gemido que arañaba con furia su garganta, y a duras penas le alcanzó la voz para musitar:

—Bien sabes que no han sido truenos.

Y estrelló contra la mesa un fúnebre seis doble.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”