¿No hay más que una?

¿No hay más que una?

Me planteo si tan importante es la sangre siendo los hijos, como somos, no solo de los padres, sino de las circunstancias.

¿No hay más que una?CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Si tienen ustedes el buen gusto de acercarse a Viridiana, además de disfrutar de un banquete sin parangón (lo dice la opinión popular, pues nadie puede negar que mis parientes forman parte del pueblo) y de la logorrea del cocinero, capaz de contarles, amén de las ensaladas y los platos fuera de carta, su mili y la de Buñuel, podrán conocer a Luisa, la encantadora camarera de veintisiete años que les acercará sus platos con diligencia. Ella, más discreta que yo, no les dirá jamás que en su casa la esperan los tres hijos que parió y uno más, adoptado.

Cuando, entre la admiración y el asombro, le pregunté si no tenía bastante con los propios, sin dejar de sonreír, pues siempre sonríe con tanta calidez como franqueza, se encogió de hombros y me respondió: "Él estaba peor que yo".

Y no puedo ni quiero olvidar que es la única encargada de cuidar, proteger y querer con locura a sus criaturas. Obviamente, sentí curiosidad por saber cómo se organizaba:

-Te ayudará tu madre, supongo.

-No; ella tiene sus problemas. Mis hijos son responsabilidad mía.

Ante ejemplos así, yo también me siento pequeño. Por fortuna, no faltan los abnegados que se echan a la espalda el dolor y la soledad de los más indefensos, y prefieren, como mi colega Beatriz, abrazar a un niño que ya sabe lo que es el abandono y lo recuerda (siete años tenía el que hoy es su hijo cuando cenó caliente y durmió, tranquilo y seguro, en cama mullida por primera vez) en lugar de elegir al sonrosado bebé o perpetuar los genes con ayuda de la tecnología.

Y nada tengo que decir a quienes optan por la solución china o el heredero de laboratorio. Todos somos hijos de nuestras necesidades y hacemos caso a la voz que nos surge de lo más hondo, aunque no lleguemos a estar seguros de a quién pertenece.

Espero que nunca sea la del garañón que arrojó el libro de Rulfo para espetarle al techo de la habitación:

-¿Qué Pedro Páramo ni qué cojones? ¡Semental soy yo, que ya le he entregado al banco más de trescientos disparos!

Esta semana celebramos el Día de la Madre con sus tentadoras cajas de bombones o seductores perfumes anunciados por actrices de vientre liso (duro oficio el de la interpretación, que obliga a una mujer a no ser lo que es, madre, madura, risueña, para seguir ejerciéndolo, pero ese es otro asunto); el de este año llega tenuemente marinado con sidra de la manzana de la discordia por la decisión de la famosa que ustedes ya saben de comprarse una descendencia en útero ajeno.

Si obvio su nombre es, precisamente, por respeto a sus razones y a sus sentimientos, a los que nunca podré acercarme.

Aunque se me antoje mucho más hermoso sacar a un niño de la pesadilla del abandono, la indigencia... la miseria, en suma, que lo atenaza día y noche; y barrunte que la mujer que acoge en su barriga al hijo que será de otros, no puede permanecer indiferente a lo que en ella ocurre, incluidas náuseas, dolores e insomnio. Penas que las demás soportan con abnegación, pues saben que con ellas se construyen una mirada, unas manitas para jugar a los cinco lobitos y, en definitiva, un cuerpo que percibe el amor y el refugio ofrecidos por el regazo.

Quebrantos que la alquilada está obligada a aceptar a cambio de un sueldo.

Como en El cuento de la criada (no me digan que tuvieron que esperar a la serie para conocer la extraordinaria obra de Margaret Atwood), ¿serán las señoras las consoladas por un dolor que no sienten y sus frentes secadas de un sudor que no emiten?

Y, quizás en este mismo instante, esa mujer ha decidido ofrecerse de nuevo como barrica al comprobar que tampoco este año le cuadrarán las cuentas y que el banco, siempre tan sentimental, no soporta estar separado de la casa a la que ama con pasión de madre (puta…tiva).

Y puede que se pregunte si alguna vez llegarán a encontrarse los tres hermanastros que ni siquiera lo son.

Yo, a mi vez, me planteo si tan importante es la sangre siendo los hijos, como somos, no solo de los padres, sino de las circunstancias; tenemos que reconocer que todos, como los perrillos callejeros, venimos de mil leches. Yo me reconozco, como mínimo, de tres: tan escasa era la de Dionisia, mi bendita madre, que, esquilmada por la guerra y las penalidades, solicitó regazo y teta a Martina, una vecina mejor alimentada y a una cabra de la que lamento haber olvidado el nombre.

Dionisia, a la que aún recupero en los sueños, “esa borrosa patria de los muertos” (gracias, Noctamid), me abroncaba siempre que venía a verme y se adentraba en la turbia cocina de la mañana, cuando todos nos afanamos en las preparaciones y los sofritos frenéticos.

-Qué lamparones me llevas, hijo. Ponte otra chaquetilla, anda, que ya te lavo esa. ¿Y esa cuerda del delantal llena de nudos? ¿Qué coño se te ha olvidado?

Y, sin importarle que estuviera presente toda la cuadrilla que me llama “jefe”, me hacía cambiarme de ropa entre carantoñas.

Hace muchos veranos, entretenía yo a mis hijos en el parque de la Fuente del Berro, ese camino de losas amarillas estrangulado por la M-30 (el Pirulí me sigue pareciendo el Hombre de Hojalata), devolviéndoles torpemente el balón que ellos me lanzaban con la fuerza de Futre. Uno de esos chuts se desvió hacia la izquierda (¡Ha entrado! ¡Ha entrado!, reivindicaba Yedra) y la pelota pasó rozando la cabeza de la señora que mecía a su bebé. Como vi que abrazaba al niño consolándole del susto, me acerqué a pedirle disculpas y asegurarle que nos iríamos a otro rincón del parque a dirimir el encuentro.

Me detuve en seco cuando distinguí (y la visión me produjo primero un escalofrío y luego pena) entre la toquilla, el tosco pelo artificial y la piel plastificada de un muñeco que pretendía imitar a un recién nacido.

Ella levantó la mirada y se dirigió a mí con corrección y amabilidad (¿fingida?):

-No se preocupe. Ya se ha vuelto a dormir.

A estas alturas, todos tenemos claro que también son nuestras madres el caprichoso azar, el medio social, las oportunidades, el dinero, la cultura… por más que otorguemos ese imborrable título a la que entrega sin condiciones su amor y su vida a quienes termináremos yéndonos a vivir la nuestra.

Aunque esto prefiero decirlo cuando el pitido de la olla exprés opaca mi voz, porque, como varón, tengo muy claro que los hombres, al opinar acerca de la maternidad, y de tantas otras cuestiones, no sabemos de qué estamos hablando.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”