El coronavirus como guerra cultural

El coronavirus como guerra cultural

La visión del mundo progresista y la del conservador.

El coronavirus como guerra cultural.Carl Court via Getty Images

La lucha contra la pandemia se puede examinar desde el prisma de una guerra cultural entre visiones del mundo progresista y conservador o liberal.

Para los conservadores, las restricciones, sobre todo a la movilidad, serían difícilmente justificables, puesto que irían en contra directamente de una visión del mundo en la que lo que prima es la libertad individual. Los individuos serían libres para moverse, vacunarse, hacerse pruebas de detección del virus, etc., y todo aquello que restringiera lo anterior debería quedar justificado de manera excepcional y ser además sometido a una regla de minimis: la menor restricción posible que permitiera la mayor libertad individual.

Por su parte, para los progresistas, las restricciones a la libertad individual estarían justificadas por mor de la protección de un valor superior, que sería el de la salud y seguridad colectiva. Por tanto, la libertad de las personas debería ceder siempre, con carácter general, frente a la seguridad y salud del conjunto de la comunidad. Desde esta perspectiva, las restricciones a los movimientos, incluso en su mayor expresión, que sería la del confinamiento, quedarían justificadas. No solamente eso, sino que desde determinadas perspectivas progresistas, también habría que vacunar a la gente de manera obligatoria. Las pruebas de detección del virus deberían ser también obligatorias, y así sucesivamente.

Libertad individual, por tanto, frente a seguridad y salud colectivas. Si subrayo ambos calificativos, individual y colectivo, es porque nunca antes en los últimos 20 años, desde el inicio del declive de la socialdemocracia, se había planteado una confrontación de estas características de una manera tan clara. Hay que remontarse probablemente a los debates entre Estado y mercado que presidieron la década de los 80, o entre el papel de la Historia y el del individuo que jalonaron los debates políticos en la época de la guerra fría, para encontrar una pugna similar.

Sí, lo que estamos viviendo ahora no deja de ser un episodio más en esa batalla entre lo individual y lo colectivo. La letra puede ser diferente, pero la música es exactamente igual que la que se escuchaba en la época inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial.

La tesis que voy a defender ahora no me va a convertir precisamente en el tipo más popular entre las corrientes progresistas. Lo asumo y pido disculpas de antemano si es así. La idea general es la siguiente: a partir del momento en el que en el mundo occidental ha optado por un modelo de convivencia con el virus, hay que seguir con ese modelo y, además, hay que partir de la base de que cuantas menos restricciones se apliquen, mejor.

Esto no significa que los progresistas deban repetir el error que cometieron en los años 90 y vuelvan a asumir posturas liberales. Lo que significa, simplemente, es que los progresistas deben dejar de un lado su pretendida superioridad moral para abordar esta cuestión de manera mucho más razonable.

En efecto, como ha argumentado de manera convincente Ignacio Sánchez-Cuenca, la grandeza, y al mismo tiempo, la mayor constricción con la que se enfrenta la izquierda es su pretendida superioridad moral en relación con el conservadurismo y el liberalismo. Somos progresistas porque abrazamos un conjunto de ideales que representan la justicia social, la igualdad, la libertad, el reparto de la riqueza y un sinfín de principios que en el fondo lo que hacen es primar el bien colectivo sobre el bien estrictamente individual.

El ideal de emancipación del individuo solamente se hace factible en el contexto de una sociedad que, en muchos sentidos, sería incluso mejor que el propio individuo. Por eso los progresistas expresan un cierto hastío con el mundo en el que vivimos: no es fácil sentirse feliz, por muy bien que le vaya a uno personalmente, en un mundo en el que hay guerras, hambre, desigualdad, pobreza, injusticia, corrupción y un largo etcétera.

Los progresistas queremos cambiar el mundo de forma que el mundo en el que vivimos se acomode mejor a nuestros ideales; no solamente por el mundo en sí mismo considerado, sino porque si no lo hacemos, la realización individual de cada persona se hace imposible, o al menos, tremendamente difícil.

Este argumento es muy poderoso. Realmente el progresista tiene mucho más que ofrecer desde un punto de vista normativo que el liberal o el conservador. La agenda de valores de la izquierda carece, pues, de parangón. Pero al mismo tiempo, ese idealismo tiene sus efectos secundarios, porque lo que hace es atenazar al progresista. De ahí la famosa frase, que vemos en algunas redes sociales una y otra vez: “Si este es el mundo en el que vivimos, para, que yo me bajo”. El progresismo constituye un programa de cambio social de una potencia nunca vista anteriormente en el mundo normativo; pero al mismo tiempo, llevado a su extremo, puede llegar a conducir a la parálisis, a la renuncia a vivir la vida como es.

Si hago este excurso es porque, naturalmente, el mismo se proyecta de manera clara en relación con la situación que estamos viviendo. Los progresistas no pueden asumir el papel del “responsable” y dejar al conservador o liberal el del “libertador” en relación con la gestión de la pandemia. Y ello por varias razones: primero porque, como decía antes, una vez que hemos optado en tiempo cero por un modelo de convivencia con el virus, ya se hace imposible ir hacia otro modelo, por ejemplo el de tolerancia cero con el virus. Es decir, las decisiones que se tomaron al principio, por muy acertadas o erróneas que fueran, han producido una inercia con la que tenemos que convivir. Más, si cabe, teniendo en cuenta que para que el modelo de tolerancia cero con el virus hubiera funcionado, todos los países del plantea deberían haber optado por él, cosa que hubiera planteado claros problemas de acción colectiva. Segundo, se hace cada vez más difícil apelar a la responsabilidad de la gente en este asunto. La gente quiere, por supuesto, no verse sometida al riesgo de la infección consecuencia de la propagación del virus, pero al mismo tiempo quiere seguir teniendo su vida, trabajar, ver a sus seres queridos, poder viajar, poder entretenerse. Por eso ya he demandado en otra contribución que las medidas que se adopten (que se adopten desde la izquierda) no pueden ser de aluvión. Al revés, tienen que hilar fino, y partir de la base de que la restricción de la libertad en estos momentos, cuando llevamos ya casi dos años de pandemia, se hace cada vez más injustificable. Tenemos que ir a propuestas que lleguen a un equilibrio entre seguridad y salud colectivas y libertad individual. Pero, si me permiten, esas medidas tienen que tener especialmente en cuenta, en estos momentos, insisto, después de dos años de guerra encarnizada contra el virus, lo segundo.

A menudo los progresistas (me incluyo entre los progresistas) me recuerdan, en relación con la cuestión de la gestión de la pandemia, a Sísifo. Nos levantamos por la mañana y nos ponemos a subir una piedra pesadísima hacia la cumbre de una montaña, para luego comprobar cómo, al día siguiente, la piedra ha rodado por la ladera y ha vuelto a su punto de partida. Así una y otra vez, ola tras ola del virus.

Creo que es mucho mejor, sin embargo, que empecemos asumiendo que el virus está aquí para quedarse, al menos por un tiempo, que no será corto. Y en ese tiempo, tendremos que aprender a convivir con seguridad con el patógeno, en cualquiera de sus variantes, sin que al mismo tiempo dejemos que sean otros los que asuman un papel de libertadores de las personas que, en realidad, no les corresponde.