La escalada populista entre PP y Cs
El procés ha mostrado la peor cara de España: la de un Estado sin las garantías democráticas suficientes, que encarcela a dirigentes políticos, que utiliza la Justicia con fines políticos y que lanza las masas como si fueran escudos humanos para esconder el terrible déficit de gestión y liderazgo de sus gobernantes. El procés ha alejado España –un país que había sido capaz de protagonizar un progreso excepcional tras 40 años de dictadura– de Francia y lo ha situado más cerca de Turquía, mientras la mayoría de intelectuales –los del No a la Guerra y la ceja– miran a otra parte. Ahora, tras las múltiples consecuencias de este pésimo expediente, se suma otro episodio de difícil digestión: la derechización extrema y el populismo del panorama político.
El Partido Popular y Ciudadanos han entrado en una pronunciada pugna para ver quién es más populista y cuál de ellos es capaz de lanzar las propuestas más anticatalanistas –y, de hecho, anticatalanas– para resolver a su manera el procés; es decir, para dejar que el incendio continúe quemando a base de proporcionarle más gasolina.
La propuesta de cargarse el sistema de inmersión lingüística es la última muestra de esta pugna entre la derecha y la derecha extrema. La inmersión lingüística ha sido uno de los grandes ejemplos de éxito del autogobierno en Cataluña, que ha permitido que no se segregue a los escolares en función de su idioma materno, que finalicen el bachillerato con el dominio de las dos lenguas oficiales y que el catalán, a pesar de encontrarse en situación permanente de debilidad, goce de una salud, si no notable, como mínimo, óptima.
Durante años, una de las grandes mentiras que ha construido la caverna mediática de Madrid es que en Cataluña se devoran a los niños castellanohablantes. Desconociendo la realidad de las escuelas y de sus patios –en que las dos lenguas conviven en armonía–, obviando los resultados que demuestran que las competencias lingüísticas de los escolares catalanes son mejores que las de la mayoría de comunidades autónomas españolas y prescindiendo del amplio consenso social y político en Cataluña –más allá de ideologías y de bloques–, el falso mito de la persecución lingüística había quedado reducido a unas pocas hojas de papel impreso de influencia relativa.
Ahora, la pugna populista entre el PP y Cs para demostrar quién de los dos puede hacer más daño a la identidad y el autogobierno catalán pretende romper este modelo de éxito. Es un paso más en la locura del Estado español para gestionar la crisis catalana: 40 diputados de los 135 que tiene el Parlament pretenden imponer su criterio. Ya no les da vergüenza exhibir un talante antidemocrático; ahora lo único que cuenta es quién se muestra más duro e implacable ante una opinión pública que ellos –con la inestimable ayuda de los medios sobre los que ejercen influencia política y económica, que son la mayoría– han lanzado al ruedo.
Todo vale en la lucha entre Rajoy y Rivera por la porción del electorado situado más a la derecha. Ambos han renunciado a la necesaria condición que ha de distinguir a cualquier gobernante –o candidato a serlo– a fomentar el diálogo y buscar acuerdos, y han optado por perseguir la humillante derrota sin paliativos del soberanismo. Es una política de corta mirada, que busca el efecto inmediato para obtener el apoyo de la opinión pública más radicalizada, pero que supone hacer más grande la herida y, por lo tanto, más difícil de curar. Ninguno de los 2,1 millones de electores que votaron por opciones independentistas el 21D van a abrazar las tesis del 155. Y, si por casualidad, hubiera alguno que se cansara en su posicionamiento sería más por las incapacidades de los dirigentes soberanistas que por la habilidad de seducción del unionismo.
La escalada entre PP y Cs en vista a las próximas elecciones generales es sin cuartel. El expediente de Rajoy en la crisis catalana es el de un pirómano que a causa de su inacción, primero, y su acción, posteriormente, ha provocado el desastre actual. En cambio, Rivera sueña con ser el Macron español, pero de quien realmente está bebiendo es de Le Pen. Este es realmente el triste panorama sobre el que pivota la política española. Y luego hay quien se sorprende de que The Economist cuestione la calidad democrática de la España actual.