La impunidad de la mentira

La impunidad de la mentira

Vivimos instalados en la cultura de la mentira, muy lejos de lo que aprendimos en la niñez de nuestros padres.

León del Congreso de los Diputados. Alberto Manuel Urosa Toledano via Getty Images

Recuerdo la mentira como lo más grave de mi infancia. No importaba mucho cuántas cosas pudiera romper, cuántas clases me fumara o cuántas veces me llegara a pelear, porque para mi madre lo único que verdaderamente importaba era que dijera la verdad. Eso sí: decirla jamás me libró de ningún castigo. Que todo hay que decirlo.

Supongo que la gran mayoría de vosotros os criasteis de forma similar, porque asumo que para nuestros padres y abuelos la verdad era sinónimo de confianza. ¿Cómo nos podríamos fiar de nadie si todo el mundo miente? Y en mundo con menos posibilidades y quizás más apegado a ciertos valores, te la jugabas de verdad si se te ocurría mentir.

Todos mentimos. Claro que sí. Pero generalmente lo hacemos para evitar males mayores: lo que comúnmente se conoce como ‘mentira piadosa’, con su variedad de ‘verdad a medias’. Subterfugios para no enfrentar situaciones incómodas o soslayar explicaciones rocambolescas y tediosas. Y todos sabemos que eso no está bien.

Digamos que la mentira forma parte de nuestra naturaleza, de la condición humana, pero no por ello es excusable. Tan es así, que en determinados países como Estados Unidos puede llegar a ser incluso más grave que la misma falta que se pretende encubrir.

El debate político se ha reducido a un bochornoso reality, en el que las personas con la responsabilidad de gestionar nuestros recursos se dedican a mentir sin pudor.

Viendo estos dos días el enésimo debate de investidura, vuelvo los ojos a mi niñez y me pregunto qué clase de padres debieron tener nuestros políticos. ¿Les premiaban? ¿Les alentaban a mentir para progresar en la vida? ¿O sencillamente hacían oídos sordos cada vez que sus angelitos abrían la boca para faltar a la verdad?

El debate político se ha reducido a un bochornoso reality, en el que las personas con la responsabilidad de gestionar nuestros recursos se dedican a mentir sin pudor alguno -descalificándose y menospreciándose recíprocamente-, jaleados por una ciudadanía más preocupada por aplaudir las gracias de unos y otros que por el ejemplo que estos señores están dando a la sociedad.

Sí, ejemplo. Eso es lo que se espera de un cargo público en el desempeño de sus funciones. ¿No pedimos acaso eso mismo a nuestros deportistas de élite y a distintas personalidades de la vida pública? El ejemplo invita a la imitación, y en una sociedad que no anda muy sobrada de cierta moralidad y respeto, resultaría de gran ayuda.

Todos tenemos la responsabilidad de educar en valores a las generaciones que nos siguen.

Falacias, medias verdades, y mentiras. Muchas mentiras. ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos en el respeto a la verdad cuando hasta el mismísimo presidente del Gobierno miente impunemente (sobre convocar elecciones, sobre sus socios…)? Sí, sí, ya me adelanto yo: ‘es que, claro, como todo el mundo lo hace continuamente…’. Valiente excusa. Ahora, muy pocos ejemplos tenemos de castigo a esta práctica. Muy triste.

Todos tenemos la responsabilidad de educar en valores a las generaciones que nos siguen, y la verdad debería -junto con el respeto- estar en lo alto de la lista de tareas. La ausencia de verdad, la mentira, tiene que ver con el honor, con el respeto -propio y ajeno- y con la confianza. Sin embargo, qué barato sale mentir.

Síguenos también en el Facebook de El HuffPost Blogs