Elizabeth, el sentido del deber hecho reina

Elizabeth, el sentido del deber hecho reina

Ella era la Corona: la Windsor que nació sin previsiones de reinar ha estado 70 años en el trono, tiempo en el que ha demostrado, por encima de todo, que era una profesional.

Los 70 años y 214 días de reinado de Isabel II se resumen en su última foto en público: el pasado martes, recibía en el Palacio de Balmoral a Liz Truss, que tras su audiencia salió nombrada nueva primera ministra de Reino Unido. Eso era esta reina, una profesional, el sentido del deber hecho monarca, el cumplimiento de las obligaciones mucho más allá del tiempo de descuento y por encima de cualquier circunstancia.

Ha muerto apenas dos días después de sonreír y apretar manos, seguro que también de despachar con la firmeza que la caracterizaba, dejando el flamante Gabinete resuelto y el relevo de Boris Johnson, zanjado con todo el protocolo. El trabajo estaba hecho, como lo estuvo desde que llegó al trono en 1952, como lo ha estado con los 15 primeros ministros con los que se ha topado en su vida.

Elizabeth Alexandra Mary era sólo Lilibeth, la joven a la que la vida aparentaba destinar una existencia de nobleza, familia y campo -muchos perros, muchos caballos-, que un día acabó coronada, siendo la reina más reconocida, fotografiada y seguida del orbe, la jefa de Estado más longeva del mundo, la reina más antigua del planeta. Era una Windsor, tercera en la línea de sucesión al trono. A la muerte de Jorge V en 1936, su hijo mayor, conocido como David, se convirtió en Eduardo VIII, pero como decidió casarse con Wallis Simpson, divorciada, tuvo que dejar el cargo. Así fue que el duque de York, que no debía heredar, lo hizo, y Jorge VI fue Jorge VI. Era el padre de Elizabeth. Desde 1936, la niña fue ya formada para ser lo que hasta hoy ha sido.

A la muerte del padre, la sucesión estaba clara: a los 26 años, Isabel II quedó al mando. La BBC cita a Winston Churchill y todo encaja, todo se entiende: decía el premier que poseía “un aire de autoridad que era asombroso en un bebé”, ya desde la cuna. Lo que hizo al coronarse fue aplicar todo ese rigor y seriedad que su padre le había inculcado y que nunca ha dejado de lado, hasta llegar al Jubileo de Platino. Tuvo que formarse, porque no tenía tablas de reina, tuvo que aprender, porque sus intereses estaban alejados de los despachos, y tuvo que renunciar a la vida que había pensado en darse, y antes de lo previsto, por la imprevista muerte de su progenitor.

Desde entonces, el mundo ha vivido una sucesión de décadas muy convulsas y cambiantes, y ella siempre ha estado ahí, como un referente de estabilidad. A las duras y a las maduras. Su país se transformaba y perdía poderío a golpe de postguerras, postcolonialismo, atentados terroristas, políticas de bloques, crisis de gestión y económicas, hasta divorcios de Europa, y ella se mantenía como el mástil que nada doblega, pasara quien pasara por Downing Street, fueran quienes fueran los aliados o enemigos del momento. Vivió muchas marejadas, especialmente debilitantes las que vinieron del seno de su propia familia, pero de las que salió airosa.

Desgaste ha habido, altibajos también, pero sólo desde el enorme cariño y respeto de sus ciudadanos se entiende que, el día de su fallecimiento, tras años de zarandeos de la Casa Real por cuestiones altamente impopulares, un 58% de los británicos siga diciendo que su gestión ha sido muy buena y otro 24%, que ha sido bastante buena. Suman un 15% apenas los que indican que ha sido mala o muy mala, según Yougov. Buenos números para una despedida.

En el balance que esta firma demoscópica hace de personalidades de 2021, no británicas, sino mundiales, Isabel II es la tercera mujer más admirada, tras Michelle Obama y Angelina Jolie. Statista ha elaborado otro informe este año en el que añade que su popularidad es tres veces la de Oprah Winfrey, seis veces la de Kim Kardashian o Bill Gates, 16 veces la de Beyoncé o 23 veces la de la pareja por antonomasia en su país, David y Victoria Beckham. Ha sido, desde el principio, un icono. Si no vendes, no acabas en tazas, imanes y camisetas.

  Isabel II, el pasado 6 de septiembre, recibiendo en Balmoral a Liz Truss.WPA Pool via Getty Images

Entrega y neutralidad

Uno de sus méritos ha sido, trabajo aparte, su capacidad de demostrar que la neutralidad no es un unicornio y que la Corona puede ser anacrónica, pero mientras exista, hay que llevarla sobre la cabeza con saber estar. Estará siempre a la vista el expediente limpio de intromisiones, gobernase quien gobernase. Quien esperase una inclinación hacia alguno de sus favoritos o contra alguna política, ley o decreto, no sabía bien de qué iba esta reina. Impasible.

El periodista belga Jo De Poorter, autor de La última reina, comentaba recientemente que Isabel II estaba donde estaba donde está por una cuestión de mérito, no sólo de orden sucesorio. La entrega es uno de ellos, la templanza otro. “Su personalidad dura, comprometida con el trabajo por encima de todas las cosas, y su forma inteligente de manejarse en el reinado, aunque no muchos apostasen por ella en sus inicios, son sus grandes valores”, añadía.

Se la quería también por su “especie de aura mística”, “el boato de la tradición, y el peso que todo eso ha tenido a la hora de comandar la Commonwealth, la Mancomunidad Británica de Naciones, las antiguas colonias. Unas se han ido descolgando, otras han salido del abrigo de la reina, incluso, pero por ese flanco ha recibido un respeto que ha sido una de las mejores armas diplomáticas de Reino Unido en tiempos de zozobra.

Hay que desterrar la idea de monarca-florero, porque la reina dominaba “perfectamente todas las cuestiones políticas del momento”, tanto en lo doméstico como en lo internacional. No sólo es algo que se vea progresivamente, por ejemplo, en las audiencias que revela desde la ficción la serie The Crown, sino que los primeros ministros sabían que se tenían que trabajar sus audiencias, que el protocolo era el marco, que había enjundia detrás. La famosa caja roja con los papeles de la reina no estaba precisamente llena de naderías. Una cosa es que se haya hablado de sus sombreros o sus coloridos trajes, y otra -error ya no perdonable-, entender que eso era frivolidad. Aguda, irónica, sabía preguntar e insistir, dicen los que la conocieron.

Con el traje de monarca ajustado física y mentalmente, Isabel II se ha erigido en el centro de unidad y estabilidad nacional a costa de renunciar a ser la Lilibet que quiso ser. “Es una suma atrayente de historia pasada y presente, de trabajo bien hecho y ejemplaridad, de lejanía medida y, a la vez, cercanía”, porque Isabel II conquista adeptos con sus infatigables visitas hasta el último rincón del país, del empresario al agricultor, del niño al anciano, “creando una red de afectos, pese a no ser afectuosa”, sostiene el autor.

El debate republicano en el Reino Unido es prácticamente inexistente cuando se prepara su adiós, aunque en los últimos años se ha detectado una mayor contestación por parte de los jóvenes, y es ella ha actuado como pegamento que mantiene a todos unidos ante la Casa Real. La incógnita es qué pasará con ella cuando falte de veras; las encuestas de Yougov dicen que el 61% de los británicos apoya la monarquía, frente a un 24% que la rechaza. Cada día hay menos monárquicos en Reino Unido, pero a su vida le superará el sentimiento isabelino de sus súbditos, como un día se habló de juancarlismo en España, pero multiplicado por mil. Se pasó de la monarquía a la Familia Real en las lealtades, y al fin, a Isabel II como referente. Su hijo, hoy, tiene menos apoyos para reinar de los que tiene su hijo Guillermo. Vienen nubes.

  Isabel II, en una visita a Brisbane, Australia, como jefa de la Commonwealth, en 1977.Tim Graham via Getty Images

Lo personal, marcando reinado

El compañero de vida de Isabel II fue Felipe de Grecia y Dinamarca, con el que se casaría en 1947, duque de Edimburgo tras la unión. Es público el dolor que le causó su muerte reciente. Fue su báculo y su contacto con la tierra. Con él tuvo al príncipe Carlos y a la princesa Ana, a los príncipes Andrés y a Eduardo, sin que la agenda de trabajo descendiera de ritmo.

Se le hicieron grandes y le dieron quebraderos de cabeza. Los mayores problemas de su reinado, los de más hondo calado, no vinieron por errores políticos, sino domésticos: el divorcio mal llevado de tres de sus cuatro hijos -Carlos, Ana y Andrés-, aunque fue la separación en 1992 de los príncipes de Gales, Carlos y Diana, uno de los momentos más difíciles de su tiempo, simbolizado con su famosa frase en latín annus horribilis (año horrible), pronunciada a finales de ese año.

“Ninguna institución, ciudad, monarquía, lo que sea, debe esperar estar libre del escrutinio de quienes le brindan su lealtad y apoyo, por no hablar de quienes no lo hacen. Pero todos somos parte del mismo tejido de nuestra sociedad nacional. y ese escrutinio puede ser igual de efectivo si se hace con cierta amabilidad, buen humor y comprensión”, dijo, en uno de sus discursos más humanos. Autocrítica no derrochó mucha en su vida, pero esas gotas sí calaron en los británicos. Era de carne y hueso. Todo, cuando venía de años de verdadero trabajo duro para salvar la Commonwealth, tejiendo alianzas y manteniendo contactos en tiempos de ruptura e independencia. Eso se empañó con las cosas de casa.

Tuvo años más felices al ver avanzar a sus nietos y, de nuevo, sufrió con los escándalos que alejaron a William y Harry, con las acusaciones de abusos sexuales contra Andrés, las de racismo contra la Casa Real por parte de Meghan. Cosas de revistas, que afectaban a la institución. Isabel II, en mitad de la cascada, hacía de reina útil. En una visita a Irlanda del Norte como parte de las celebraciones del Jubileo de Diamante, estrechaba la mano del excomandante del IRA Martin McGuinness. Era el gesto total de reconciliación nacional, de la monarca con el líder del brazo político del terrorismo, la de la mujer a la que habían asesinado a un primo que reconoce el abandono de la violencia del contrario. También estuvieron sus discursos -siempre a posteriori, sin intervenir-, alentando la unidad nacional tras el refrendo por la independencia en la misma Escocia en la que ha muerto.

“Cuando tenía 21 años, comprometí mi vida al servicio de nuestro pueblo y pedí la ayuda de Dios para cumplir ese voto. Aunque ese voto lo hice cuando estaba verde en el juicio, no me arrepiento”, dejó dicho. Fueron más que palabras, fueron hechos. Los libros de Historia lo recogerán forzosamente, porque Isabel II fue, en un tiempo en los que los reyes caen por cansancio o corrupción, una reina útil. Esa es su herencia.