Pirómanos

Pirómanos

Un templo, una “democracia” y un enorme bosque son algunos de los numerosos ejemplos que encontramos del paso de los pirómanos por los senderos de la Historia.

Estatua y ruinas de templo griego ardiendo.breakermaximus via Getty Images/iStockphoto

Todo ocurrió con enorme celeridad, al amparo de la oscuridad. El techo, las puertas, las escaleras… todo, absolutamente todo, sucumbió al imparable avance de las llamas. A la mañana siguiente los ciudadanos de Artemisa se despertaron con la terrible noticia, el templo de Artemisa —una de las siete maravillas de la antigüedad— había sido reducido a cenizas.

Apenas quedaban unas pocas columnas humeantes y ennegrecidas. El pirómano no tardó en confesar y ser aprehendido, se llama Eróstrato y el móvil del incendio no podía ser más absurdo: lo hizo para que, a través de aquella irracional destrucción, su nombre fuese recordado.

El castigo al olvido

Los hechos sucedieron en Éfeso, una de las ciudades que configuraban Asia Menor, en la actual Turquía. El templo había sido erigido por el rey Creso de Lidia y, según las fuentes, tenía 127 columnas, treinta y seis de las cuales habían sido delicadamente talladas con relieves. En el centro del templo se alzaba la figura de la diosa de la caza, de los animales salvajes y de los nacimientos.

Tras ser torturado y ejecutado el pirómano fue castigado al olvido, una sanción que se conoce como dammatio memoriae —condena a la memoria—. Los registros en los que aparecía su nombre fueron destruidos y la mera mención de su nombre fue vedada bajo pena de muerte.

Evidentemente Eróstrato consiguió salirse con la suya. Plumas de la altura de Víctor Hugo, Antón Chéjov, Jean-Paul Sarter, Miguel de Unamuno o el propio Miguel de Cervantes quebrantaron la condena a la memoria. En la actualidad su nombre ha quedado indisolublemente asociado a la piromanía (del griego pyros, fuego, y mania, impulso obsesivo).

El pirómano que no fue

Hay veces, afortunadamente muy pocas, en las que la autoría de la deflagración se adjudica a otras personas. Esto fue lo que le pasó a Marinus van der Lubbe, un electricista holandés, al que se imputó el incendio del Reichstag en febrero de 1933, apenas un mes después de la llegada de Adolf Hitler al poder. En el curriculum del neerlandés figuraba haber sido activista de izquierdas, una mácula negra indeleble a los ojos del partido nacional socialista.

A nadie se le escapa que aquel episodio “casual” fue el pretexto perfecto para que Hitler acusara a los comunistas del incendio y exigiese al presidente Hindenburg mayores poderes que le permitiesen derogar las garantías constitucionales. Aquel incendio sirvió para propagar el miedo ante el “peligro comunista” y, lo más importante, calcinar la joven democracia alemana.

De forma póstuma la justicia alemana ha declarado a Marinus inocente de aquel ominoso incendio en dos ocasiones, una en 1998 y otra diez años después, alegando que su participación había sido objeto de lo que se denomina operación de bandera falsa.

Los montes del “fuego”

Según la mitología griega, Gerión fue el monarca más antiguo del reino de Tartessos, un nombre que aparece recogido en la Biblia. Se trataba de un gigante de tres cuerpos, con sus respectivas cabezas y extremidades, que vivía en la isla Eritea, —actual Cádiz— en compañía de un perro bicéfalo llamado Ortro. 

Hasta la bahía de Cádiz llegaron las noticias de una bella princesa llamada Pirene. El gigante ardió en deseos de conocerla y cuando lo hizo aquellas ínfulas se truncaron en una libido disoluta. Al principio recurrió al arte de la seducción pero cuando todo fracasó decidió usar la fuerza bruta. 

Pirene consiguió huir de sus garras y esconderse en una montaña rodeada de árboles y de un frondoso sotobosque. A grandes problemas, grandes remedios. Gerión, abatido, provocó un ciclópeo incendio con la esperanza de que la princesa renunciara a su refugio, sin embargo, la joven prefirió morir asfixiada antes que caer en sus manos.

Hércules intentó socorrer a la joven pero todos sus esfuerzos fueron infructuosos, tan solo pudo levantar una enorme mole de piedra para que las generaciones futuras recordaran el infausto suceso. Desde aquel momento al enorme túmulo funerario se le conoce como… Pirineos.