¿Cómo debe afrontar Europa los rebrotes de COVID-19? Tres expertos nos dan las claves

¿Cómo debe afrontar Europa los rebrotes de COVID-19? Tres expertos nos dan las claves

¿Hasta qué punto nos debe inquietar el creciente número de contagios en Europa? ¿Y cuál debe ser la respuesta de los gobiernos?

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Por Dominique Costagliola, epidemióloga (Sorbonne Université/Inserm), Ignacio López-Goñi, catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra, y Jasmina Panovska-Griffiths, investigadora de modelos matemáticos, UCL:

En toda Europa, desde Luxemburgo hasta Croacia, los casos de coronavirus están empezando a aumentar en países que anteriormente habían conseguido controlar la propagación de la enfermedad. Países como España, Francia y Alemania están registrando un aumento significativo en el número de personas con la enfermedad.

La mayoría de los epidemiólogos son reacios a llamar a este aumento de casos una “segunda ola”, argumentando que es demasiado pronto para decir lo que está sucediendo. En algunos lugares, el aumento de las cifras puede atribuirse en parte a un mayor número de pruebas y a la detección de casos asintomáticos. Pero en los países que se enfrentan a nuevos brotes graves, como Bélgica, se ha producido un drástico aumento del número de personas que ingresan en cuidados intensivos con COVID-19.

¿Hasta qué punto nos debe inquietar el creciente número de contagios en Europa? ¿Y cuál debe ser la respuesta de los gobiernos? En The Conversation hemos preguntado sobre este asunto a expertos de tres países.

Dominique Costagliola, Epidemióloga y Bioestadística, Inserm

En Francia, desde el inicio de la pandemia COVID-19, se han confirmado 253 587 casos positivos en el momento de redactar el presente informe, lo que ha causado la muerte de 30 544 personas. A finales de febrero, la infección se convirtió en epidemia, lo que llevó al gobierno a decretar el cierre general el 17 de marzo. Esta medida radical rompió las cadenas de transmisión, limitando el flujo del virus y “reiniciando” la epidemia.

Con el verano, los casos positivos han vuelto a aumentar: desde mediados de julio hemos observado un aumento diario de los casos positivos confirmados. 5.429 nuevos casos fueron detectados entre el 25 y 26 de agosto.

No tiene mucho sentido comparar los números actuales con los de marzo, porque la situación es muy diferente en lo que se refiere a las pruebas de detección. En aquel momento sólo se examinaba a los pacientes con síntomas severos, lo que ya no es el caso. Por lo tanto, en primavera el número de casos reales fue mucho mayor que el de registrados. Especialmente porque un trabajo reciente mostró que, en mayo, sólo uno de cada diez casos sintomáticos fue detectado en Francia, debido a que el programa de detección era limitado y lento.

Aunque la situación ha mejorado, todavía es difícil saber cuánto se está subestimando la epidemia. Pero una cosa es cierta: el número de casos está aumentando más que el número de pruebas.

En Francia, desde el 20 de julio, toda persona de 11 años o más debe llevar una mascarilla en lugares públicos cerrados, incluso en las escuelas. El principal problema es que esta obligación se refiere a los lugares abiertos al público. El uso de una mascarilla debería ser obligatorio en todos los espacios cerrados, sean cuales sean, siempre que no puedan ser ventilados.

También hay que tener en cuenta que el virus se propaga por aerosoles, además de por gotículas. Por lo tanto, su circulación variará dependiendo de si los locales tienen o no aire acondicionado y, si lo tienen, si es por el sistema de recirculación del aire o por la entrada de aire exterior.

En el exterior, el riesgo es probablemente menor, pero las medidas preventivas pueden ayudar a limitar la propagación del virus, en particular reduciendo al mínimo el contacto con las mascarillas. Por ejemplo, no debemos ponernos la mascarilla para entrar en una tienda y quitárnosla al salir, porque también puede ser una fuente potencial de contaminación.

Una cosa es cierta: la inmunidad de grupo, que ralentizaría la circulación del virus, será muy difícil de conseguir. En una población en la que el virus circulase de manera uniforme, se necesitaría que entre el 60 y el 70% de las personas se infectasen y desarrollasen anticuerpos neutralizantes para alcanzar la inmunidad de rebaño. Ciertamente, si la circulación es menos homogénea, como en el caso del coronavirus, que parece circular con “poco ruido” hasta que se produce un evento de superdispersión, esta tasa puede ser menor.

Sería peligroso dejar que el virus circule en ciertos grupos, como los jóvenes, con la esperanza de lograr la inmunidad de manada más rápidamente. Las poblaciones no están separadas unas de otras: si la epidemia se extiende por un grupo, otros se verán afectados gradualmente, nos guste o no.

Esto se puede entender con el ejemplo de Florida. Durante dos o tres semanas vimos aumentar los casos diagnosticados, pero principalmente entre los jóvenes. Las hospitalizaciones y el número de pacientes en cuidados intensivos no aumentaron inicialmente —estos indicadores no empiezan a cambiar hasta entre tres y seis semanas después. Si Francia también espera para actuar, será demasiado tarde, y nos arriesgamos a perder el control de la epidemia.

Mientras se espera un tratamiento efectivo o una vacuna, la única manera de evitar una epidemia galopante es, por tanto, gestionar la circulación del virus a un nivel aceptable, mediante la detección y el seguimiento generalizado y rápido de los contactos, así como el respeto a las medidas de distanciamiento social. Este equilibrio no es fácil de mantener, pero es la única opción para los próximos meses.

Jasmina Panovska-Griffiths, Investigadora principal y profesora de modelización matemática de la UCL

Desde que empezó la pandemia, en el Reino Unido 304 695 personas han dado positivo en los test de coronavirus y se han asociado un total de 46 193 fallecimientos a la COVID-19. También existen evidencias de que ha sufrido un período de exceso de mortalidad más largo que ningún otro país durante la pandemia. Pese a que la enfermedad apareció antes en España, Francia e Italia, parece que en el Reino Unido golpeó con mucha más dureza.

Para controlar la expansión del virus, el gobierno británico impuso medidas estrictas de confinamiento a partir del 23 de marzo. Como consecuencia de estas medidas, y de la limitación a los contactos sociales que propiciaban las infecciones, el número de casos, hospitalizaciones y muertes por COVID-19 empezó a descender a finales de abril. El número R₀, un indicador del promedio de contagios que genera una persona infectada, se redujo por debajo de 1.

A diferencia de otros países europeos, que a principios de verano ya hacía tiempo que habían salido del confinamiento, muchas zonas del Reino Unido siguen hoy sometidas a restricciones por el coronavirus. Con el reciente aumento del número de casos  de COVID-19 y de brotes localizados , la flexibilización de las medidas de confinamiento se pospuso al 31 de julio. Es más, el gobierno obligó al uso de mascarillas en más espacios cerrados.

El director médico del Gobierno, Chris Whitty, advirtió hace poco en un comunicado que “hemos alcanzado los límites de lo que podemos hacer para reabrir la sociedad”. Esto es importante si tenemos en cuenta que, según las estimaciones actuales, no está claro aún que el número R en el Reino Unido haya descendido por debajo de uno, el umbral para considerar que la epidemia está bajo control.

Que el número de casos vaya en aumento puede significar tres cosas. Por un lado, es posible que estemos sufriendo una segunda ola de COVID-19. Pero también podría indicar que la enfermedad se está expandiendo por áreas, en brotes localizados. La tercera explicación que barajan los expertos es que, al relajar las medidas de confinamiento, habríamos puesto fin a la supresión de lo que la OMS llama una única gran ola de COVID-19, que oscilará a lo largo del tiempo. En realidad, es demasiado pronto para decir a cuál de estos escenarios se enfrenta el Reino Unido.

Lo que parece indiscutible es que una segunda ola en Reino Unido implicaría un fuerte incremento en las métricas de la epidemia, como el número de nuevos infectados, las hospitalizaciones por COVID-19 y las muertes asociadas al coronavirus. Merece la pena tener presente que las últimas cuatro pandemias –la gripe española de 1918, la gripe asiática de 1957-1958, la gripe de Hong Kong de 1967-1968 y la gripe porcina de 2009– se han caracterizado, precisamente, por olas adicionales, lo que hace que esta opción cobre fuerza.

La buena noticia es que, en las dos últimas semanas, pese a asistir a un incremento del número de casos en el Reino Unido, el número de muertes y hospitalizaciones asociadas a COVID-19 no ha aumentado. Hay quienes sugieren que el reciente aumento en el número de casos nuevos afecta en gran medida a los jóvenes, lo que plantea un escenario totalmente diferente al del inicio de la epidemia, cuando la COVID-19 se cebaba con las personas mayores, con mayor riesgo de fallecer a manos de la enfermedad. En este tiempo, el Reino Unido también ha incrementado su capacidad de hacer test, lo que se traduce en un aumento del número de casos confirmados que se contabilizan ahora.

Esto contribuye a aumentar las incertidumbres sobre si estamos presenciando el principio de una segunda ola de COVID-19, si más bien se trata de un puñado de brotes localizados o si es solo la consecuencia directa de relajar el confinamiento, que deja aflorar de nuevo la única “gran ola”.

Necesitamos entender mejor esta situación antes de que el Reino Unido reabra los colegios. Hacerlo sería el primer paso hacia una reapertura más amplia de la sociedad que permita a los padres volver al trabajo y a la comunidad, en general, mezclarse más.

Mis trabajos recientes apuntan a que podemos evitar una segunda ola cuando en septiembre los colegios vuelvan a abrir –y se reabra paralelamente la sociedad– si, además de realizar test al suficiente número de personas con infección sintomática, conseguimos rastrear y aislar a sus contactos de manera eficaz. Una estrategia efectiva de testado-rastreo-aislamiento también podría funcionar si, en lugar de enfrentarnos a una segunda ola, nos enfrentamos solo a pequeños brotes locales a partir de septiembre.

Sea como fuere, e independientemente de lo que implique el reciente aumento del número de casos, ser capaces de realizar test a un mayor número de personas tan pronto como muestren síntomas, rastrear a sus contactos y aislar a los positivos o a los que muestren síntomas es indispensable para el futuro control de la COVID-19 en Reino Unido.

Ignacio López-Goñi, Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra

En España, en los peores momentos de la pandemia, entre finales de marzo y principios de abril, se registraron más de 900 muertes diarias por COVID-19.

Las estrictas medidas de confinamiento consiguieron reducir el número de casos (definidos como “positivos” en la prueba de PCR) hasta alcanzar un mínimo de unos pocos cientos diarios a mediados de junio. Sin embargo, en las últimas semanas se ha producido un aumento significativo de afectados.

Valorar la situación es complejo si tenemos en cuenta la dificultad del seguimiento de los datos. Para empezar, no hay un consenso en la definición de caso de COVID-19 entre países. A lo que se suma que, en España, hay discrepancias incomprensibles de datos entre las Comunidades Autónomas y el Gobierno. Está resultando muy difícil encontrar datos actualizados del número de hospitalizados y fallecimientos, que son los más importantes para poder interpretar la situación.

Por otro lado, no es posible comparar la situación de abril (en plena ola epidémica) con la de ahora. Por entonces, en España se hacía muy pocas PCRs, destinadas solo a confirmar el diagnóstico a los casos con síntomas, hospitalizados y graves, y no en todos. Por esa razón solo se detectaba la “punta del iceberg”. Ahora, sin embargo, los protocolos de detección se han endurecido y se somete a la prueba de PCR a todos los contactos estrechos de cada nuevo positivo, independientemente de que desarrollen o no síntomas. Y como se están haciendo miles de PCR, podemos detectar la “parte sumergida” del iceberg.

Detectar brotes aislados de casos asintomáticos en este momento no parece alarmante. Es más, es algo que cabía esperar teniendo en cuenta que hemos estado tres meses confinados y que sólo un pequeño porcentaje de la población española entró en contacto con el virus en ese tiempo. Pero aunque la situación no sea alarmante, la evolución, la tendencia, sí se puede calificar de muy preocupante, dado que cada semana se detectan nuevos brotes.

Por una parte, tranquiliza pensar que de momento parece que el virus es relativamente estable y no está acumulando mutaciones que afecten a su virulencia. Segundas olas más mortíferas en otras pandemias del virus de la gripe se asociaron a cambios genéticos del virus.

Lo inquietante es que nos enfrentamos a un virus nuevo para el que, en principio, la población no presenta inmunidad (no parece que hayamos llegado a ese mínimo del 60% para lograr la inmunidad de grupo). Y eso podría favorecer la aparición de una nueva ola.

Lo que no podemos descartar es que alguno de los brotes que detectamos ahora acabe descontrolándose y causando problemas mayores. De ahí la importancia de reforzar el control.

Por parte de los individuos, se trata de impedir el contagio a toda costa con mascarillas, distanciamiento social e higiene, además de evitar sitios cerrados y muy concurridos, con mucha gente junta durante demasiado tiempo.

En cuanto a las autoridades sanitarias, no les queda otra que tomar la delantera al virus. Al virus le da exactamente igual si le llamamos brote, rebrote u oleada. Al virus también le trae sin cuidado de quién sea la competencia, si autonómica o estatal. El virus no reconoce fronteras. Necesitamos, por tanto, coordinación, rastreo, cuarentenas y aislamiento, así como refuerzo de los sistemas de atención primaria. Hay que evitar por todos los medios que el virus vuelva a llegar a los hospitales.

Independientemente de que se produzca una segunda oleada, añadir el SARS-CoV-2 a la lista de virus y bacterias que causan infecciones respiratorias cada invierno puede convertirse en un problema muy serio. Dado que esta temporada invernal no parece que vaya a haber una vacuna disponible, hay que prepararse para lo peor.

Este artículo es fruto de la colaboración entre The Conversation UK, The Conversation France y The Conversation España. Lea aquí las versiones en francés e inglés.

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