La generación que iba a acabar con el hambre está aumentando el número de hambrientos

La generación que iba a acabar con el hambre está aumentando el número de hambrientos

El reto era complejo pero factible, pero la insuficiente acción internacional sumada a nuevas guerras, la crisis climática o el covid lo han convertido en quimera a corto plazo.

El mundo tiene la obligación moral de convertir el hambre en historia. Lo contrario es obsceno, teniendo en cuenta que se producen alimentos para el doble de las personas que habitan en el planeta. Naciones Unidas se fijó una meta que parecía factible: acabar con el hambre en esta generación. Un orgullo al alcance de cualquiera que quiera llamarse humano. Hoy, ese propósito es una quimera. Realizable en un futuro, quizá, pero no cercano.

Naciones Unidas empezó a afinar su apuesta en los Objetivos del Milenio, en el 2000, y la mejoró luego en sus Objetivos de Desarrollo Sostenible y su Agenda 2030. Primero se planteaba la meta volante de recortar los datos a la mitad. Luego se fue a por todas. Los números daban. Ahora no. Las cifras de la infamia suben, en vez de bajar, por una insuficiente acción internacional sumada a nuevas guerras, crisis naturales, el cambio climático y la pandemia del coronavirus.

No hay que caer en el fatalismo, sino en el realismo: el hambre no es un castigo divino, no es una cosa fortuita ni un mal insoslayable de esos “pobres” que no saben hacer las cosas bien, sino que se puede erradicar, hay capacidad económica, hay tecnología y hay información para hacerlo. El problema es, de base, de voluntad política.

Así están las cosas

El pasado 6 de julio, Naciones Unidas dio a conocer un informe a cinco bandas elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) que tiene una conclusión descorazonadora: “el mundo retrocede en la tarea de acabar con el hambre”.

Durante el año 2021 fueron 828 los millones de personas que estuvieron en esta situación, el 9,8% de la población mundial. La cifra es superior en 150 millones a la anterior a la pandemia, cuando la situación afectaba al 8% de los habitantes del planeta, de 7.753 millones. Los datos de hambre se habían mantenido “relativamente sin cambios” desde 2015, tras una subida importante en la crisis de 2008 a 2012. La mitad de todas esas personas con hambre se concentran en cinco países, India, Nigeria, Congo, Etiopía y Bangladesh. África Occidental, Central y Oriental, el sur de Asia y Oriente Medio son las áreas geográficas más afectadas.

Alrededor de 2.300 millones de personas en el mundo (el 29,3% del total) se encontraban hace un año en situación de inseguridad alimentaria “moderada o grave”, esto es, 350 millones de personas más que antes del brote mundial de covid-19, y que cerca de 924 millones de personas (el 11,7%) afrontaron niveles “graves” de inseguridad alimentaria, lo que supuso un aumento de 207 millones en un intervalo de dos años.

En la infancia el golpe es brutal. 45 millones de niños menores de cinco años padecían emaciación, la forma más mortífera de malnutrición, que aumenta hasta 12 veces el riesgo de mortalidad infantil, y 149 millones sufrían retraso en el crecimiento y el desarrollo debido a la falta crónica de nutrientes esenciales en su dieta: se necesitan unos 52 de esos nutrientes para que el cuerpo humano funcione bien, como hierro o vitaminas, y, si no se reciben en los primeros mil días de vida, las carencias impedirán un desarrollo normal de los órganos o el cerebro. Frente a esos niños, los 39 millones que tienen sobrepeso, otro problema al alza, muy distinto.

El hambre condiciona sin duda la vida actual y futura de las generaciones: el retraso del crecimiento de los niños y niñas, las enfermedades crónicas y millones de muertes, la explotación sexual y laboral, y las guerras, entre otras muchas tragedias, son causa y consecuencia del hambre de los más pobres, quienes, precisamente, no tienen fuerzas para reclamar sus derechos. La estabilidad y la viabilidad de sociedades enteras está en juego, pero no es posible si hasta dos de cada tres niños carecen de la “dieta diversa mínima que necesitan para crecer y desarrollarse plenamente”.

Qué es el hambre

Acción contra el Hambre define el hambre como el estado de privación por el que un individuo no puede satisfacer sus necesidades alimentarias básicas (en cantidad y calidad) requeridas para hacer una vida activa; esta definición en positivo es la seguridad alimentaria. Pero el hambre tiene muchas caras, desde la desnutrición aguda que afecta cada año a más de 52 millones de menores de cinco años, cuyas vidas –en caso de salvarse– quedarán marcadas para siempre en su desarrollo intelectual y físico, hasta la inseguridad alimentaria que condena a los hogares de millones de personas a estrategias de subsistencia, como la descapitalización por la venta de enseres, la reducción de la ingesta o la búsqueda de oportunidades lejos de sus hogares.

  Un niño malnutrido, fotografiado en el centro de salud Aslam de Hajjah, Yemen, en 2018.Hani Mohammed via AP

Las manzanas de Tántalo

La meta del fin del hambre ha estado en la mano, como las manzanas de Tántalo, pero las previsiones han saltado por los aires. En la misma investigación de la ONU se prevé que casi 670 millones de personas (el 8% de la población mundial) seguirán pasando hambre en 2030, aún teniendo en cuenta que venga una recuperación económica mundial, hipotética si el coronavirus sigue bajo control y la guerra de Ucrania finaliza, que no parece. Se trata de una cifra “similar” a la de 2015, cuando se estableció el objetivo de acabar con el hambre en esta década. Esto es: hemos perdido años, vamos para atrás. Hasta 20, añade el Banco Mundial.

La guerra en Ucrania, en la que están implicados dos de los mayores productores mundiales de cereales básicos, semillas oleaginosas y fertilizantes, está “perturbando” las cadenas de suministro internacionales y provocando un aumento de los precios de los cereales, los fertilizantes y la energía, así como de los alimentos terapéuticos listos para el consumo destinados al tratamiento de la malnutrición grave infantil.

“Esta situación se produce en un momento en el que las cadenas de suministro ya se están viendo perjudicadas por los cada vez más frecuentes fenómenos climáticos extremos, especialmente en los países de bajos ingresos, y tiene consecuencias que pueden llegar a ser muy preocupantes para la seguridad alimentaria y la nutrición a nivel mundial”, alertó la ONU en su informe. La subida global de los precios de los alimentos, el combustible y los fertilizantes que estamos presenciando como consecuencia de la crisis ucraniana ha llevado a una desestabilización mundial, hambre y migraciones masivas a un nivel sin precedentes.

No es el único motivo, claramente, pero sí ha venido a “intensificar” los “principales factores” de la inseguridad alimentaria y la malnutrición, entre los que se citan los conflictos armados, los fenómenos climáticos extremos y las perturbaciones económicas, en “combinación con el aumento de las desigualdades”.

El presidente del FIDA, Gilbert F. Houngbo, fue el más claro en la puesta de largo del informe cuando resumió que estamos ante “cifras deprimentes para la humanidad”. “Seguimos alejándonos de nuestro objetivo de acabar con el hambre de aquí a 2030 (...). Lo más probable es que vuelva a empeorar el resultado el próximo año”. Su colega la directora ejecutiva de Unicef, Catherine Russell, afirmó que la “magnitud sin precedentes de la crisis de malnutrición requiere una respuesta sin precedentes”.

“Debemos redoblar nuestros esfuerzos para garantizar que los niños más vulnerables tengan acceso a dietas nutritivas, inocuas y asequibles, así como a servicios de prevención, detección y tratamiento tempranos de la malnutrición”, agregaba Russell, convencida de que, “con la vida y el futuro de tantos niños en juego, es el momento de intensificar la ambición por la nutrición infantil” y de que “no podemos perder el tiempo”.

Es una de las razones fundamentales de que las cosas no hayan salido bien: la falta de impulso, de esfuerzos. Alejandro Zaragoza, cooperante que ha colaborado en proyectos del Programa Mundial de Alimentos y el Borgen Project en Palestina, Siria e India, remarca que todo procede de “las desigualdades buscadas o permitidas, al menos, por los políticos, por prácticas poco responsables o justas”. “Ni se evita el hambre ni se frena el hambre, sino que se insiste en prácticas irresponsables que cronifican el problema”, señala, citando por contra éxitos como el programa Hambre cero (2003) del Brasil de Luiz Inazio Lula da Silva, que rebajó el hambre un 33% en 13 años.

A su entender, en vez de situar el hambre en lo más alto de la agenda mundial, que era lo que se pretendía desde la ONU, los estados han desviado la mirada o han acabado “cansándose” para centrarse en lo “doméstico”. “No ha habido una apuesta común, mundial, no se han incorporado actores esenciales a la lucha y no se han creado mecanismos de vigilancia y respuesta tan buenos como se esperaba”, cita, recordando la esperanza que supuso la Resolución del Consejo de Seguridad de 2417, de 2018, que fue la gran pica en Flandes de la materia.

  Consuelo Pascacio da de comer a sus hijos gracias a una olla comunitaria en su casa en el barrio Nueva Esperanza de Lima, Perú, en junio de 2020. Rodrigo Abd via AP

No ha habido el movimiento necesario, pese a que el doctor mexicano aplaude los “intentos realmente importantes” de determinados organismos, y bajo esa inacción se iban sumando los demás problemas que llevan al hambre: “la injusticia en el reparto de recursos” como el agua o la tierra y las semillas; la “injusticia histórica” en forma de colonialismo; la disponibilidad de medios, “con el mundo rico destinando grano a alimentar animales para tener sobreabundancia de carne o para biocombustibles cuando hay parte del mundo a la que no llega ni para alimentarse”; los precios, oscilantes de crisis en crisis y disparados ahora -la recuperación postcovid ha quedado en poco-; las guerras, con hasta 53 abiertas, que usan el hambre como arma de destrucción masiva, más los terremotos, las inundaciones, las sequías... El coronavirus sumó restricciones en las actividades económicas, tierras sin labrar, menos producción que vender, menos empleo, menos dinero.

Lo que no llega

Añade Zaragoza una razón más, dolorosa: “los que pasan hambre son muchos, pero proceden de colectivos no prioritarios. Los nadie, como decía Eduardo Galeano, pasan demasiado tiempo buscando cómo comer que acaban por estar menos al día de lo que hacen sus gobernantes, de las noticias, de qué votar. “Alimentarse no es un privilegio de ricos, tampoco es caridad con los que menos tienen. Es inherente al ser humano, porque nos da el derecho a existir, y por eso el mundo entero tiene ese derecho, y se le está quitando”, ahonda.

Además de cambiar lo anterior, el cooperante señala que es importante “racionalizar”, porque estamos en un mundo en el que se desechan al menos 1,3 billones de toneladas de comida cada año, de las que 630 millones s pierden en los países en desarrollo, por falta de recursos para almacenar y distribuir. “Hay crisis que se acumulan en cascadas, pero hay mucho fondo propio en el que trabajar”, se duele.

La ayuda humanitaria internacional se ha acelerado por los Objetivos de la ONU, pero sigue siendo insuficiente. Las peticiones de emergencia de la organización internacional rara vez acaban el año llegando al 60% del dinero pedido, una media que se repite en emergencias climáticas, bélicas o de refugiados. Se hacen cumbres, se hacen conferencias, se promete dinero, pero no llega, luego. O no tanto como el que se espera.

Recientemente ha sido muy criticado por organizaciones como Oxfam el gesto del G-7, el mes pasado, de anunciar ayudas de 14.000 millones contra el hambre, cuando sólo en este año hacen falta 21.500, según el Programa Mundial de Alimentos. “En lugar de hacer lo que se necesita, el G7 está matando de hambre a millones y cocinando el planeta”, remarca con contundencia el director de políticas de desigualdad de la ONG, Max Lawson.

Las previsiones no anuncian mejora, con el mundo sumido en una inflación desconocida en 40 años. El ombligo sigue estando en Washington, Londres o Bruselas y el sueño del hambre cero se retrasa. Y nadie se rasga las vestiduras.