"Ecos", ¿tan poco hemos cambiado?
Silvia Abasca y Nur Levi en ECOSTeatro Español / Ángela Martín Retortillo

La sensibilidad de género con la que Carme Portaceli programaba el Teatro Español trae a la cartelera madrileña la multipremiada ECOS de Henry Naylor coincidiendo con el 25 N, el Día Internacional Contra la Violencia de Género. Obra muy pertinente en estas fechas pues habla de eso, de la violencia de género y, concretamente, de la violencia ejercida por los hombres (y otras mujeres) contra las mujeres. Y lo hace desde la individualidad de las vidas concretas de dos mujeres que en épocas, en apariencia muy distintas, y separadas en el tiempo, se suman a una cruzada que resulta no ser la suya.

La primera de ellas es Tillie. Una mujer blanca y rubia. Victoriana. Cristiana por los cuatro costados. Educada. Mujer que ve desde una ventana su futuro de institutriz, de guantes raídos y bolsos de alfombra vieja, pues no le queda otra siendo una mujer leída que sabe hasta griego o se interesa por el ciclo vital de la mosca. Eso, o casarse con el primer petimetre del pueblo que le guste a su padre. En esa situación, la aventura de colaborar en la colonización del Gran Imperio Británico casándose con algún oficial de ultramar, se le presenta como una irresistible aventura que una persona inquieta y amante de su país no puede dejar de aceptar.

La otra es una compatriota de la anterior. En este caso, es una musulmana británica de nuestros días llamada Samira. Una mujer joven. Educada, también. Preparándose para ir a la universidad. A la que, las circunstancias políticas y sociales que han condicionado los gobiernos conservadores y laboristas del Reino Unido desde que Thatcher ocupó el gobierno, y el giro a la derecha de una gran parte de la población, le crean la conciencia de musulmana que no tenía. Una conciencia que la lleva a ver el Califato Sirio, con sus guapos comandantes, en un paraíso en la tierra donde se atan los beneficios sociales y el respeto por los otros con longanizas. Y, por tanto, también se embarca para satisfacer el deseo amoroso, o eso cree ella, de los muyahidines y el suyo propio. Mientras estos solo piensan en satisfacer, entre otras cosas, su ardor guerrero en la cama.

Obra protagonizada por dos mujeres cuyas vidas serán marcadas por la religión. Mejor dicho, por interpretaciones religiosas excluyentes de todo lo diferente. Nada empática con sus fieles, a los que somete estrictamente a la regla, a la norma, y menos con los extraños infieles, a los que quiere simplemente humillar, amedrentar o aniquilar. Interpretaciones que no sirven al sentimiento religioso, esa vivencia que mucha gente necesita para sentirse plenamente una persona, sino que está al servicio del juego de poder al que se entregan con placer los seres humanos. Algo que estos hacen a poco que se les deje. Esa droga adictiva, pues no se le puede encontrar otra explicación que el que sea una droga, del ordeno y mando. De las cosas como son y cada uno tiene una función. Ese pensamiento binario que una sociedad informatizada gracias a ceros y uno se ha grabado a fuego.

Obra que deja en el aire la impresión de que los mecanismos, se vistan como se vistan superficialmente, por mucho Internet o Skype que se use, siempre son los mismos. Que la pretendida modernización perseguida, a derechas y a izquierdas, por las revoluciones del siglo XX que tan bien ha contado Joaquín Estefanía, actual subdirector adjunto de El País y antiguo bloguero de El HuffPost, de poco sirvieron. De que algo humano sobre la dominación del otro (de las otras) corroe cuerpos y espíritus. Corroe la vida. Que la larva y el gusano ciegos que pudre la fruta dará lugar a una mosca llena de patas y ojos extraños que volará.

Mecanismos que poco han cambiado. Cosa que la directora Livija Pandur muestra de forma muy sencilla con su primera escena. Una escena en las que las dos mujeres, una del siglo XIX y otra del siglo XXI, aprenden a andar erguidas colocándose un libro en la cabeza. Como las veremos lavar y tender de la misma manera, a pesar del tiempo que ha pasado Lo cotidiano, ya sea bailar el hula hoop, comerse una naranja o vestirse, como el lugar de aprendizaje, el lugar en el que se es educado. Una educación femenina de la que vienen estos lodos. El lodo o el moho que cubre la piscina abandonada, que la obra tiene por toda escenografía, en la que deambulan sus dos protagonistas. Dos almas en pena.

Mujeres que hacen suyas Silvia Abascal, como hija, novia y esposa victoriana, y Nur Levi, como la joven musulmana. Convocándolas y haciéndolas crecer y visibles ante el espectador. Protagonistas de sus vidas. Dos historias en paralelo, resonando, que para unos se quedarán en noticias de nuestro mundo, noticias de periódicos, y para otros en historias del ejercicio del poder y de la violencia sobre dos personas concretas. Dos seres humanos con los que se podrán identificar o no. Posturas que generan las diferentes respuestas de la platea que van desde casi la indiferencia, con la que por desgracia se ven los telediarios a la hora de comer, al entusiasmo y la emoción de las manifestaciones en contra de la violencia de género.

Por tanto, se está ante una obra pertinente, en el sentido de que favorece el debate político. No el debate de los políticos, ese queda para la tele, sino el que se produce en la barra del bar a la hora del vermut o en las actualmente abundantes cafeterías que se llenan a la hora de los desayunos y las meriendas. O en los gimnasios, con sus vestuarios separados, que colocan a cada género en su sitio de confort y comodidad. Lugares en los que circula el tópico y, valga la redundancia, el lugar común crecen y se hacen fuertes. Un debate en el que se ve a las mujeres como máquinas de reproducir vidas, vidas que transmitirán y expandirán los valores del imperio de los hombres. De ahí la necesidad de educarlas, dominarlas y violentarlas para obtener el producto deseado. Y, ay de aquella que trate de rebelarse contra eso. Quizás encuentren compasión, pero que no esperen misericordia.