España se nos va por el sumidero de la historia
la causa de esta angustia no es tanto el cúmulo de errores cometidos por el poder, que es muy relevante, sino la evidencia de que esta democracia ya no tiene opciones alternativas.

Una de las grandezas del sistema que caracteriza a las modernas democracias parlamentarias, y que arranca de las revoluciones burguesas anglosajonas y de la Revolución Francesa, es la autosuficiencia, fruto directo del pluralismo político: cuando una mayoría de poder, instalada democráticamente en la cima de las instituciones del Estado, se desgasta, pierde la iniciativa y comete errores inaceptables, el sistema no se bloquea sino que el problema se resuelve apelando de nuevo al cuerpo soberano, convocando elecciones.
En la práctica, todavía breve, del periodo constitucional español ulterior a 1978, las sucesivas apelaciones a las urnas han resuelto con éxito sucesivas situaciones críticas. En 1996, el Partido Socialista, en el poder desde 1982, se encontraba decaído y postrado, con síntomas inquietantes de corrupción y dejadez, y con un líder manifiestamente desgastado. El PP, no sin alguna dificultad, consiguió entonces gobernar, y lo hizo —justo es reconocérselo a Aznar— sin ceder a la regresión involutiva que algunos pronosticaban: determinados avances sociales como el divorcio y el aborto se mantuvieron (pese a las presiones de los ultras) y aquel centro derecha no afectó al estado de bienestar que los socialistas habían dejado en herencia.
En 2004, Aznar, que había disfrutado de mayoría absoluta durante su segundo cuatrienio, culminaba una legislatura de fuertes sobreactuaciones, que culminaron en la desastrosa gestión de los atentados islamistas de aquel año. Contra pronóstico, Zapatero se impuso en las elecciones de aquel año, culminó la renovación social y el estado de bienestar… Pero chocó de bruces con la gravísima crisis económica 2008-2014, que hubo que capear a trancas y barrancas. Fue tal la presión sobre el líder socialista que Zapatero, sobrepasado, entregó el liderazgo a Rubalcaba y adelantó elecciones. Rajoy recogió el testigo, respaldado por una cómoda mayoría absoluta, pero su mandato se enrareció pronto por la acumulación de episodios de corrupción, zanjados mediante una moción de censura en 2017, que dieron el poder a Pedro Sánchez, en coalición con los nacionalistas y la izquierda.
El sistema funcionó en todo este periodo. Superó con éxito todas las pruebas, desde el desafuero regio de don Juan Carlos, que obligó a una prematura abdicación del monarca, hasta las corrupciones del PP, que adquirieron dimensiones insólitas, pasando por el monstruoso atentado terrorista de 2004…
Hoy nos encontramos de nuevo en una situación altamente comprometida, que se produce en un marco internacional confuso y sobrecalentado. Por supuesto, es una coyuntura singular que no admite comparación con las anteriores sino que tiene sus características propias. Nos hemos dado de bruces con unos graves e inesperados episodios de corrupción, a cargo de políticos socialistas mediocres
que han recurrido a las más viejas prácticas de las que se tiene memoria —la prevaricación a fuerza de comisiones—, que han servido de espoleta para que las fuerzas políticas y sociales que combaten a la izquierda y que detestan el nacionalismo periférico hayan emprendido una lucha sin cuartel contra el ‘sanchismo’, en la que se han detectado determinados signos de intolerable “lawfare”.
La situación es, en fin, seria y en cierto modo angustiosa. Pero la causa de esta angustia no es tanto el cúmulo de errores cometidos por el poder, que es muy relevante y que ha generado comprensibles oleadas de indignación, sino la evidencia de que esta democracia ya no tiene opciones alternativas. Está bloqueada.
Entre 1982 y 2015, la alternancia discurrió como debía. Cada gobierno cedió el paso a su antagonista según el mandado evidente de los votos. Pero ya en las elecciones de 2023 esta regla de oro ya no rigió porque por primera vez en la historia de nuestra democracia había llegado al Parlamento un partido político de extrema derecha, neofranquista, homófobo, antifeminista y racista. Tal surgimiento, que alarmó como es natural a todos los demócratas, generó una solidaridad plena frente al intruso y Sánchez, cuyo partido quedó en segundo lugar (31,69% de los votos y 121 escaños) logró la investidura gracias a la suma de todas las minorías. La otra opción era la coalición PP (33,06% y 138 escaños)-VOX (12,39% y 33), que hubiera sido desastrosa para este país e indigerible para un gran número de ciudadanos.
Lo grave es que los equilibrios políticos han cambiado relativamente poco desde entonces. O, mejor dicho, han empeorado bastante. El PP, que no consiguió pactar con VOX para gobernar en el Estado porque no le daban los números, sí ha pactado con él en las comunidades autónomas y entes locales en que la alianza ha sido posible para conquistar el poder. En otras palabras, se ha comprobado que el PP de Feijóo, al contrario de lo que, por ejemplo, hace la CDU/CSU alemana, no tiene empacho en supeditarse a la voluntad de Abascal.
En definitiva, hoy estamos todos ponderando lo que acaba de suceder, viendo la consternación inédita de Sánchez al descubrir la traición indecente de algunos de sus más estrechos colaboradores, valorando si sería deseable la disolución del paramento y la convocatoria de elecciones o si semejante medida nos arrojaría poco menos que al fuego fascista del infierno. Y muchos estamos a un paso de llegar a la amarga conclusión de que el conflicto no tiene solución. En Alemania, la presencia de AfD, una repulsiva organización fundada sobre las cenizas del nacionalsocialismo, se ha resuelto mediante un gobierno de concentración entre centro-derecha y centro-izquierda. Aquí sería impensable que PP y PSOE llegaran a una fórmula semejante. Lo que nos lleva a la amarga conclusión de que, si
alguna conjunción astral no lo remedia, estamos condenados a la llegada, antes o después, de la extrema derecha al poder. Y algunos abrigamos dudas de si semejante desenlace sería pacífico y viable.