Pido desde aquí el voto contra mí

Pido desde aquí el voto contra mí

No podré votar al candidato que, tras oír los argumentos de sus rivales, proclame “pido el voto contra mí”.

Debate de Telemadrid por el 4 de mayo.Europa Press News via Getty Images

Sé que esto que voy a decir va a sonar extraterrestre a muchos lectores, y probablemente algunos de ustedes relean la frase dos o tres veces para confirmar que la han leído bien. Contengan la risa: un debate ha de estar siempre abierto a que un participante pueda cambiar de opinión a la vista de los argumentos desplegados por otro, hasta el punto de ser convencido por éste. Si no, no se puede llamar “debate”. Lo podemos llamar “pelea a garrotazos” o “propaganda electoral”. “Happening performativo” o “maratón de micromítines yuxtapuestos”. Pero no “debate”, que implica una honesta confrontación de ideas, en donde éstas se valoran por los debatientes, es decir, no vienen valoradas de casa. En caso contrario, ¿qué sentido tiene el diálogo que se supone que es un debate?

En el ámbito de la ciencia no es extraordinario que algún investigador cambie de opinión tras una discrepancia y acepte la de su rival. Al fin y al cabo, en los debates ocurre una deliciosa paradoja: las personas que lo pierden son las que ganan algo en él. Si yo afirmo que Colón llegó a América en 1850 y, gracias a una discusión que pierdo, aprendo que fue en 1492, el que sale ganando soy yo. El que más gana en un debate es el que corrige un error y no el que se mantiene en un acierto. Entonces, si esto es así, ¿por qué la probabilidad de que Ángel Gabilondo, tras oír a Edmundo Bal, quede pensativo unos segundos y diga “ostras, pues nunca lo había visto de esta manera, creo que tiene usted razón, voy a votarle” es semejante a la que hay de sentarse en un pajar y clavarse la aguja en el culo?

Ya sé, ya sé que en una discusión científica los ponentes dialogan unos con otros, mientras que en una discusión política los ponentes se dirigen al electorado fingiendo que dialogan unos con otros. Aun así, yo afrontaba esta campaña con un curioso plan: votaría al primer partido cuyo candidato cambiase de opinión durante un debate y pidiera el voto para otro partido. Sí, señor. O, al menos, al que pareciera valorarlo durante unos segundos. O, al menos, al que hiciera un mínimo gesto que indicara lejanamente que estamos ante una cuestión racional y no una bacanal de poder, espectáculo y manipulación. Aquél para el que las intervenciones de los demás no fueran un tiempo muerto hasta que le vuelva a tocar hablar. Votaría al que menos bajase la cabeza para mirar sus propios papeles mientras intervienen los demás.

Yo afrontaba esta campaña con un curioso plan: votaría al primer partido cuyo candidato cambiase de opinión durante un debate

Pero me quedé sin debates. No mostró la señora Monasterio el viernes en la Cadena SER una miseria y bajeza moral mayor de la que ella y otros miembros de su partido practican habitualmente, y, por todo lo expuesto en párrafos anteriores, la idea de que el abandono del trizquierdito obedeció a un genuino arranque de dignidad democrática sólo tendría sentido dado el tono humorístico general de esta columna. El caso es que ya no podré votar a aquel candidato que, tras oír los argumentos de sus rivales y asiendo el atril con sus dos manos, proclame solemnemente “pido desde aquí el voto contra mí”, y tendré que esperar a que me convenza alguien que, tras no escuchar a nadie y leyéndolo en sus papeles, proclame mecánicamente “pido desde aquí el voto para mí”. No sé qué será más improbable.

MOSTRAR BIOGRAFíA

Licenciado en Filosofía y doctor en Psicología. Es profesor titular de Psicología Clínica de la Universidad de Oviedo desde antes de que nacieran sus alumnos actuales, lo que le causa mucho desasosiego. Durante las últimas décadas ha publicado varias docenas de artículos científicos en revistas nacionales e internacionales sobre psicología, siendo sus temas más trabajados la conformación del yo en la ciudad actual y la dinámica de las emociones desde una perspectiva contextualista. Bajo la firma de Antonio Rico, ha publicado varios miles de columnas de crítica sobre televisión, cine, música y cosas así en los periódicos del grupo Prensa Ibérica, en publicaciones de 'El Terrat' y en la revista 'Mongolia'.