El mensaje real del discurso
Es francamente peligroso «ensalzar» lo que eres y lo que sientes (ni que se tratara de la «roja»). No parece digno de ensalzamiento o encomio sentirse de un lugar o formar parte de un determinado grupo humano. Además, la población es diversa y difícilmente es y se siente uniformemente lo mismo.
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Un palacio erigido en el antiguo solar de una fortaleza medieval y convertido en 1561 en residencia oficial de reinas y reyes posiblemente no sea un símbolo de la ciudadanía. Y no sólo por los oropeles y purpurinas, butacones y tronos: un simple vistazo a los mapas y a las coronas de la época lo desmiente.
Es francamente peligroso «ensalzar» lo que eres y lo que sientes (ni que se tratara de la «roja»). No parece digno de ensalzamiento o encomio sentirse de un lugar o formar parte de un determinado grupo humano. Además, la población es diversa y difícilmente es y siente uniformemente lo mismo. Alguna consideración merecerá además la gente que no se sienta española, por muchas maneras diferentes que haya de sentirse así, según el discurso. En aplicación del mismo criterio, se tendría que ensalzar también ser y sentirse de otro sitio o comunidad.
Es posible que mucha gente prefiera pertenecer a una nación «normal» y dejar las grandezas aparte. Si la «literatura universal» a la que se refiere es la enriquecida por una lengua «común» (quiera decir, lo que quiera decir eso), debía estar pensando en la castellana. Para entendernos, hablaba de Cervantes; con un poco de suerte, de Teresa de Ávila. ¡Ah, la referencia a las inefables «otras» lenguas! Ser la «otra» siempre implica una situación de subalteridad, indica subordinación.
Por cierto, entre el 2015 y el 2016 (no se sabe muy bien el día de su muerte) se cumple el séptimo centenario de la muerte del insigne Ramon Llull. Será interesante ver qué fastos tiene previsto realizar el Estado para honrar, valorar, ensalzar, enorgullecerse de la obra de uno de los más profundos y conspicuos sabios europeos de todos los tiempos. (Cierto que llamarse «Llull» es casi un escarnio hacia el sistema fonador de personas que se empeñan y enorgullecen --incluso lo ensalzan-- de saber tan sólo la lengua «común». De todos modos, en la imposibilidad de pronunciar Llull, siempre pueden llamarle «Lulio».)
El pasado mes de septiembre, un catedrático de Derecho impartió un curso en Zaragoza (en Zaragoza, no en México DF). Pasó un vídeo con unas prácticas de estudiantes. Había algunos fragmentos en los que se expresaban en catalán y el profesor los subtituló. En la posterior encuesta de satisfacción, tres de las quince personas del curso, es decir, un 20% de cultas profesoras y profesores, hizo constar que en próximas ocasiones preferían que, en caso de que hubiera vídeos, nadie hablara catalán. No porque no lo entendieran: ya se ha dicho que se había subtitulado, sino para no tener que oír tan nefanda y no común lengua, lengua percibida como una piedra en el zapato. Sería interesante saber la identidad de quien explica estas «otras» lenguas, qué iniciativas toma la Corona y el Gobierno del Estado para conservar esta enorme riqueza lingüística o para promocionar obras universales como las de Ausiàs March, Caterina Albert, Mercè Rodoreda o Jacint Verdaguer.
Lengua común, concepto poco lingüístico, puramente ideológico, propio de la derecha más españolista. Por otra parte, habría que ver con quién se comparte la supuesta lengua común. Desde este rincón del mundo y en cuanto a mí, la lengua común es el catalán. Con ella me expreso, me entiendo y puedo intercambiar pensamientos y sentimientos con gente de gran parte del Estado: del País Valenciano, de las Islas Baleares, o, por ejemplo, de un trocito de Aragón y de otro del sur de Francia. Con gente gallega, a veces la lengua común son dos: el gallego y el catalán. Entonces se despliega la maravillosa capacidad de entender la lengua del prójimo, aunque no la hables, y viceversa. Un esfuerzo respetuoso y altamente estimulante. Esto no quiere decir que no pueda saber ninguna otra lengua, que la sé, y bien contenta que estoy.
En un discurso repleto de repeticiones y de lugares comunes es quizá el ejemplo más claro de una cantinela insoportable: uno de los tópicos más sudados y partidistas --resume lo peor del PP, de Ciudadanos, del PSOE--. Una frase huera que es un tope para el pensamiento y la acción; un freno a la política.
O sea que para amar, admirar y respetar un país has de sentirte parte de él. Se puede amar, admirar y respetar un montón de países desde la extranjería, sin formar parte de ellos. Un párrafo fallido que no es más que una confusión interesada.
Se desprende de él, por otra parte, que no sentirse española o español, sentirse otra cosa, es igualmente un sentimiento profundo y una emoción sincera (aunque no acabo de entender el último sintagma en este contexto). Empalaga de nuevo tanta exaltación, ensalzamiento, orgullo. No tienen ningún sentido para calificar un sentimiento que no se elige.
Supongo que el fragmento se refiere al alzamiento fascista de Franco. A menos que el monarca crea --fiebre muy extendida en la manera de hacer política de este Estado-- que no decir las palabras que sobrevuelan todo su discurso: «Cataluña», «proceso soberanista», «consulta», «independencia» o similares, las conjura; las elimina de la realidad.
Tutear a la gente, especialmente si el tuteo (consustancial a la institución monárquica) es únicamente unilateral, abre una fosa insalvable. ¿Era necesario, además, limpiarse los labios con esa pobre, mísera y triste servilleta que consiste en dos palabras en euskera, dos en catalán y dos en gallego? Casi suenan a insulto.