Otra vez, culpa de lo público

Otra vez, culpa de lo público

Estamos asistiendo, una vez más, a una maniobra de desviación de la atención de las causas y determinantes de la crisis pandémica.

Una movilización de personal sanitario a favor de la sanidad pública, en Madrid. Pablo Blazquez Dominguez via Getty Images

“Pues entonces se permite suponer que, si esas buenas acciones no tienen precio, es porque son raras y porque la maldad y la indiferencia son más frecuentes en los actos de los hombres. Es un parecer que el narrador no comparte”.

La Peste. Albert Camus. 

Después de pasar del aplauso a los sanitarios y a los sectores esenciales en el confinamiento al cuestionamiento del sistema sanitario, ante la debilidad en la respuesta de la salud pública y el colapso de la asistencia sanitaria en algunos hospitales y UCIs, ahora parece que le ha toca al conjunto de la Administración, los Servicios públicos y lo público en general como supuesto cómplice (por ahora solo por omisión) de la pandemia. 

No es la primera vez en la historia, ni seguramente será la última, en que a las instituciones existentes para dar respuesta a la normalidad se las juzga como inoperantes aplicándoles el baremo de las situaciones extraordinarias. A esto antes se le llamaba injusticia y oportunismo. 

Tampoco es algo nuevo en la historia reciente el que se utilice a lo público como cortina de humo frente a las crisis económicas de origen privado, pero sí lo es hacerle un traje a una Administración estatal en base a una pandemia vírica favorecida por el actual modelo de desarrollo y la globalización salvaje de la economía. 

Hace bien poco ocurrió lo mismo a raíz de la crisis financiera y de la posterior socialización de las pérdidas mediante el rescate bancario realizado por los estados. Aunque no fue la causa, la austeridad pública parecía una socorrida solución para eludir los cambios en el sistema financiero y al tiempo reorientar aún más el papel de lo público hacia los intereses privados. 

Ahora, algunos tratan de volver de nuevo el dedo acusador hacia nuestro sector público, poco importa que que haya sido el dique de contención, primero sanitario y luego social, fundamental frente a la pandemia, para acusarle de imprevisión, rigidez e incapacidad, y todo porque en algunos casos se ha visto desbordado ante la avalancha. 

Lo más escandaloso es que las excepciones de los retrasos en la gestión de los ERTEs, que están resultando esenciales para mantener millones de empleos y miles de empresas y que han requerido un intenso trabajo vía telemática de los funcionarios confinados, sean ahora utilizadas como argumento para poner en la diana a los funcionarios y a la función pública. 

Lo más escandaloso es que las excepciones de los retrasos en la gestión de los ERTEs sean ahora utilizadas como argumento para poner en la diana a los funcionarios y a la función pública.

No menos escandaloso es apoyarse en el desbordamiento de la red sanitaria pública, en algunas comunidades autónomas concretas, como muestra de su obsolescencia, rigidez e inadecuación, cuando, por el contrario, si algo se ha demostrado, ha sido su capacidad de adaptación y flexibilidad ante la pandemia, mientras el sector sanitario privado, que no incluía en sus pólizas tal eventualidad, se quedó paralizado hasta la decisión de intervención pública, bien avanzada ya la pandemia.

Sería tanto como convertir la excepción de una parte de los ciudadanos indignados con el SEPE o con la sanidad pública, en el indicador de su funcionamiento, cuando otro bien distinto ha sido el juicio de la gran mayoría.

Además de atribuciones basadas en legítimas valoraciones particulares, en prejuicios menos legítimos o en burdas manipulaciones, estamos asistiendo, una vez más, a una maniobra de desviación de la atención de las causas y determinantes de la crisis pandémica.

Obviando con ello, el carácter singular de amenaza letal, global y excepcional de la pandemia de la covid-19. Una crisis de salud pública capaz de parar el mundo, convertida en algo previsible y de ámbito local, para la que, según ellos las administraciones públicas españolas deberían haber estado preparadas.

Nada dicen de las carencias estratégicas y de gobernanza en materia de prevención y salud pública, tanto con respecto a los organismos internacionales, y en primer lugar la OMS y ECDC, como en relación a la inteligencia de los distintos modelos sanitarios, muy condicionados por las industrias farmacéuticas y tecnológicas a la mera atención curativa y a la terapia al enfermar.

Nada tampoco de los efectos de las políticas de austeridad en los recortes y las privatizaciones que han reducido las inversiones en infraestructuras y equipamientos, precarizando aún más las condiciones laborales del personal sanitario.

Se trataría, en definitiva, de mirar de nuevo para otro lado frente a las causas y determinantes económicos sociales, sanitarios y ambientales de la pandemia, y con ello ignorar los cambios que afectarían al actual modelo de producción y consumo.

  Una movilización de personal sanitario a favor de la sanidad pública, en Madrid. Pablo Blazquez Dominguez via Getty Images

Eludiendo el modelo de explotación urbanística de la naturaleza y su influencia en la transmisión cada vez mas frecuente de zoonosis a humanos. También la hipermovilidad, la concentración urbana, el consumo y el turismo masivos que favorecen su expansión explosiva. Así como el modelo tecnológico industrial JIT, la deslocalización, concentración espacial y las escasas y muy largas cadenas de suministro de productos sanitarios esenciales como EPIs, test y respiradores mecánicos que han quedado súbitamente interrumpidas en las primeras fases de la pandemia.

Y por supuesto, sin considerar el retraso de la investigación científica en vacunas y terapia antimicrobiana, y en particular la falta de interés de las compañías farmaceuticas por ellas, centradas por contra en el negocio de los tratamientos a largo plazo del nuevo patrón de enfermedades crónicas y degenerativas.

Para, sin solución de continuidad, pasar a estigmatizar lo público, tratando en primer lugar de confundir a la opinión pública mezclando churras y merinas: a los distintos niveles de la Administración y de la función pública, con los servicios públicos y su personal laboral y éstos con los entes y las empresas públicas regidos por el derecho privado y administrativo. Como si todos fueran lo mismo, tuvieran las mismas funciones, los mismos problemas y todos requiriesen las mismas soluciones, y además estás fueran tan simples como incorporar sin más la gestión privada como mantra y la digitalización como instrumento.

Sumándose de nuevo a la demagogia, al considerar el número de empleados públicos como desorbitado, cuando tal cosa no es cierta, sino que por el contrario es todavía escaso, si se hiciera el mínimo esfuerzo de compararnos con los países de nuestro entorno. Pero nunca hay que desaprovechar la ocasión de recurrir al tópico de la burocracia y fustigar al modelo de Estado autonómico como mastodóntico e ineficiente, obviando que es precisamente donde se concentran los servicios públicos esenciales del Estado del bienestar.

O para hacer una vez más antipolítica, poniendo en tela de juicio el nivel de gobierno político de la Administración Pública. Un nivel que ya fue actualizado en la ley de altos cargos de 2015 y que sería homologable al de cualquier estado democrático. Se debe avanzar más en su diferenciación, sin duda, pero la pandemia no da para tanto.

Estamos asistiendo, una vez más, a una maniobra de desviación de la atención de las causas y determinantes de la crisis pandémica.

Para, a continuación, desplegar los tópicos habituales sobre la baja cualificación, el modelo de acceso obsoleto de oposición, el lento proceso burocrático, los altos sueldos y la consiguiente falta de motivación y de evaluación del desempeño en la función pública. Obviando con ello las reformas recientes de la ley de Procedimiento Administrativo Común y la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público.

Unos tópicos, que precisamente por simples, no se corresponden con una realidad mucho más compleja y en base a los cuales no se trata de dar soluciones, sino que por desgracia solo persiguen el descrédito.

Porque, en cuanto al modelo de acceso de oposición, que si bien es mejorable, la alternativa que se formula del currículum y la entrevista del sector privado no parece que sea precisamente un avance en la objetividad ni una garantía de una administración con más conocimiento, imaginación y emprendimiento. Sobre todo cuando ya ha sido ensayado, con más fracasos que éxitos, en el sector público empresarial, ya sujeto a derecho privado.

Por otra parte, la cualificación del sector público no admite tampoco una comparación ni con su reciente pasado ni con el sector privado. Muy al contrario, ésta, como la juventud española, tiene cada día un mayor nivel. Basta con mirar la evolución creciente del nivel de cualificación en sectores como el de la sanidad, la educación, los servicios sociales y de empleo, la justicia, la seguridad o las fuerzas armadas. El argumento, por tanto, de que los informes cualificados del sector público se externalizan, porque no hay personal de alto nivel capaz de elaborarlos, es muy discutible y seguramente responde a otras motivaciones.

La rigidez de los procedimientos que se atribuye a la función pública, también tiene en muchas ocasiones más que ver con la normativa, cada vez más exigente frente a la corrupción, que garantiza la transparencia y la igualdad en la atención al ciudadano, o con la propia organización del trabajo, que con otros factores.

  Imagen de archivo de personal sanitario durante la pandemia. SOPA Images via Getty Images

En este sentido, sí es necesario, como ya lo era antes de la pandemia, dar continuidad a la reforma de la Administración para que ésta se corresponda con un Estado descentralizado, diferenciando el nivel de la función de planificación y de coordinación estatal con respecto al de la gestión social atribuido a las CCAA. También para garantizar la calidad del empleo público, la motivación, el desempeño y la evaluación por resultados, así como para introducir incentivos en función del cumplimiento de objetivos. Pero sobre todo para mejorar la transparencia y el gobierno abierto al servicio y con la participación de los ciudadanos.

Para culminar el exorcismo del sector publico, nunca falta el bálsamo de fierabrás de una, eficiente por definición, gestión privada o la más reciente de la administración electrónica poniendo como ejemplo a Estonia y su función pública digital, en que, al parecer, solo queda como gestión personal el matrimonio, el divorcio y la compra de la vivienda. Eso sí obviando el antecedente de una administración hipercentralizada y sobre todo que Estonia tiene apenas una población de un millón y medio de habitantes. Poco más que Asturias o que algunos barrios de Madrid.

Las últimas leyes, ya mencionadas sobre la función publica, incorporan la administración electrónica y suponen la obligación jurídica de la gestión electrónica del proceso administrativo. Pero ante todo hay que seguir avanzando en un nuevo modelo de Administración Pública al servicio al ciudadano y del interés público, y de la forma más simple, eficaz y garantista.

La cuestión es si la sociofobia del teletrabajo, la educación digital, la atención sanitaria telefónica, las elecciones telemáticas y el distanciamiento social, además del distanciamiento físico propio de esta fase de la pandemia, tienen algo que ver con nuestro sueño de país, o más bien con la pesadilla del fetichismo tecnológico.

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Médico de formación, fue Coordinador General de Izquierda Unida hasta 2008, diputado por Asturias y Madrid en las Cortes Generales de 2000 a 2015.