Estaba repasando las cosas del blog y he tenido un sucedido, un fenómeno de esos raros. Se me ha aparecido una receta. De la nada. Bueno de la nada no, porque estaba levitando por ahí perdida en el inframundo. Una lástima porque me parece una receta muy chula, así que he decidido rescatarla.
No sé qué tendrá ese patio pero cruzas el portón, pisas el suelo de albero, te sientas en una mesita a la suave luz de unas lámparas hechas con cubos de cinc y bombillas de verbena, y rodeado de bungavilias, dama de noche y el rumor de la fuente, comprendes cuál es ese Sur que todos buscan.
Pese a lo que dice alguna leyenda urbana es falso que yo sólo me alimente de latas, sin tomar nunca productos frescos. Es más, lo verde me encanta. De hecho, de pequeño, mientras otros querían ser torero, notario o astronauta, yo quería ser lechuga.
Oye, tenía yo en la despensa una latilla de pulpo en salsa marinera, que parecía que estaba esperando el verano para aparecer. Ha debido estar escondida en alguna gruta hibernando, porque ha pasado del no ser al ser de una forma filosóficamente desconcertante.
Cada vez que abro la puerta y lo veo me pregunto ¿qué hago yo con un pollo muerto en la nevera? Dan lastimilla. Nada que ver con los rotundos solomillos, con las chuletas pintureras y chulitas, con los compactos entrecotes. A mí es que el pollo me da mal rollo y se me nota. Pero vamos, que luego voy y me lo zampo.
Entras por la puerta y te dan un vinito y una puntita de embutido marino (salchichón, caña de lomo, butifarra, lo que quieras) que los pruebas y te convences de que igual voladores no existen, pero que cerdos marinos hay fijo. Y que se alimentarán con ricas bellotitas de algún alga-encina de las profundidades.