Carlos III y Camila, coronados como monarcas de Reino Unido en Londres

Carlos III y Camila, coronados como monarcas de Reino Unido en Londres

La tradición, con su pompa, trascendencia y espiritualidad, ha confirmado a los reyes en la abadía de Westminster en una ceremonia contenida mezclada con aclamaciones en la calle. Se abre un tiempo nuevo, con sus retos y obligaciones. 

El rey Carlos III, inmediatamente después de ser coronado esta mañana en la Abadía de Westminster, en Londres.Richard Pohle / Getty Images

Tras toda una vida de adiestramiento, Carlos III ha sido coronado este 6 de mayo en Londres como monarca de Reino Unido y de otros 14 estados que forman parte de la Mancomunidad de Naciones. 74 años, cabello blanco, mucho vivido, mucha memoria. Hoy no había espacio para el estupor de su madre veinteañera, esa Isabel II ascendida en 1953 y casi paralizada por la responsabilidad. No, era el momento de la certeza, la constatación de que el eterno príncipe tiene ya que desempeñar la tarea para la que se ha preparado desde que nació y que le llegó hace ocho meses, de forma relativamente sorpresiva. Faltaba el colofón, el símbolo, el baño de masas. 

La ceremonia, con enorme carga política y espiritual, ha caminado segura sobre un protocolo ensayado y reensayado, con boato y contención a un tiempo, templada e histórica a la vez, brillante por un cuidado exquisito en los detalles y con poca emoción a la vista. La procesión, con brida durante tantos años, iría forzosamente por dentro. Se imponía la trascendencia. 

Desde las seis de la mañana llevaban los ciudadanos llenando las zonas acotadas para ver el acontecimiento, londinenses, británicos y visitantes de todo el mundo, vigilados por la Operación Golden Orb, con más de 11.500 agentes. Banderas, pancartas, flores, sillas, curiosidad y entrega, cada cual con su motivo, algunos aún emocionados por la visita sorpresa que, un día antes, Carlos hizo a los que guardaban colas maratonianas. En la abadía de Westminster, el escenario central, la mañana empezaba con la llegada a cuentagotas de invitados pero, sobre todo, con paz y belleza, la que ponía la música del English Baroque Soloists y el Monteverdi Choir.  

Eran las 11 y 22 minutos de la mañana (hora española) cuando la carroza más nueva, la del Jubileo de Diamantes que Isabel II estrenó en 2012, sacó del Palacio de Buckingham a Carlos y Camilla. Negro y oro, tirada por seis caballos engalanados de azul, escoltados por uniformes con los colores nacionales, la pareja avanzó para recorrer apenas dos kilómetros hasta la abadía, a los acordes de Dios salve al rey, que se escucharía insistente a lo largo de todo el recorrido. La inflación seguía ahí fuera, superando el 10%, los problemas no se borraban mientras pasaba el boato y el lujo, pero los ciudadanos parecían ablandarse con el blanco y el armiño de los trajes, dando una tregua y aceptando que la tradición se abría paso. 

  Carlos y Camilla, escoltados por la Guardia Real, de camino a la coronación.Sgt Jimmy Wise / EPA / EFE

El rey iba concentrado, pensativo, a veces levantaba el mentón para saludar, se mordía el labio. Qué pasaría por su cabeza, tras siete décadas preparándose para este momento. La reina, más serena, parecía satisfecha. No captaron las cámaras conversación alguna. Ya está todo dicho entre ellos. Las lentes salpicadas de lluvia enseñaban al mundo la constatación de un hecho largamente esperado. Este monarca no es como su madre, no es tan popular ni tan querido, pero hoy al menos sí ha sido aclamado, aplaudido, vitoreado, con voces que superaban el ruido de los caballos sobre el asfalto, las trompetas y los tambores. 

Las banderas jalonaban su camino, la Union Jack del Reino Unido y todas las demás de la Commonwealth, mientras no lejos más de 2.000 personas se manifestaban pidiendo la república, un acto pacífico que ha acabado con al menos seis arrestados y en el que el lema general era: "Este no es mi rey". No llegaba ni su eco. ciertamente. 

Carlos iba poco a poco a cumplir su destino, pasando por los edificios del poder popular que pone brida al divino de los monarcas: el Parlamento, los ministerios, Downing Street a la vuelta de la esquina. El asfalto pintado de rojo, a modo de alfombra. La noria, el London Eye, de fondo, como metáfora de la vida que estos meses lleva el expríncipe de Gales. "Feliz y glorioso", le deseaban los gallardetes del Arco del Almirantazgo. 

A Westminster seguían llegando esos 2.200 invitados, desde los reyes de España, Felipe y Letizia, a los primeros ministros vivos del Reino Unido (John Major, Tony Blair, Gordon Brown, David Cameron, Theresa May, Boris Johnson, Liz Truss) y el actual, Rishi Sunak. También los líderes de la Commonwealth o los mandatarios de territorios nada monárquicos, en busca de su independencia, como Gales y Escocia. Ver a representantes del Sinn Fein, otrora brazo político del IRA, abrigaba el ánimo. 

Estaban los presidentes de Francia o Brasil, la esposa del presidente de Estados Unidos, pero también Emma Thompson, Katy Perry o Nick Cave y representantes de los credos más diversos que se dan en Reino Unido, que por su pasado y su papel en el mundo es el mundo mismo. Luego la familia real local, de Ana, la más querida, a Harry y Andrés, los más criticados, solo y parlanchín uno, diluido en el grupo y cabizbajo, otro. Todos habían pasado por un pasillo exterior de acero blanco, antiestético en un templo del siglo XIII, pero seguro al fin y al cabo. 

Entre campanas que sonaban bajaban de la carroza al fin, 50 minutos después, los reyes. Humildad en Camilla. Responsabilidad en Carlos. La corona de San Eduardo abriendo camino por el pasillo de la abadía, mientras avanzaba el monarca, saludando sutilmente a un lado y al otro, con el agradecimiento en la mirada. Su hijo Guillermo, su heredero, y su familia, le seguía en la comitiva, tras la cola rojo burdeos de su capa. 

"Dios salve al rey"

El arzobispo de Canterbury, Justin Welby, dio paso entonces, cuando todos se sentaron, a la fase de reconocimiento del nuevo rey, "monarca indiscutido". Avaló su "fe renovada", su "esperanza gozosa" y su capacidad de "servir a unos y otros en el amor" y pidió a los presentes que lo acataran como jefe de Estado. "Dios salve al rey", fue la unánime respuesta a las 12.09 horas. Carlos saludó cuatro veces, a los cuatro puntos cardinales, un agradecimiento a todos sus territorios. Juró luego servir, proteger, trabajar, cumplir las leyes "de Dios" y de los hombres. "Lo cumpliré y mantendré con la ayuda de Dios", respondía. Incluso sumando, ejemplo de modernidad, las leyes de la Iglesia anglicana de la que ahora es cabeza y la de otras creencias. Siempre ha sido Carlos un estudioso hondo de otras religiones, de otros sentires. "Todas las religiones y creencias", se ha dicho. Sutilezas y equilibrios de un tiempo nuevo. 

Se iba desplegando ese ritual que, como dijo horas antes en Twitter el primer ministro Sunak, era un paso "preciado a través del que nace una nueva era", una "orgullosa expresión de nuestra historia, cultura y tradiciones", "no sólo un espectáculo", que lo ha sido, contenido en las formas por el peso de la trascendencia. Porque hay quien cree que estaba viendo la determinación de un dios pasando a un elegido, directamente, el poder de siempre, asentándose milenio a milenio. Más pesado que la piedra de Scone llegada desde Escocia y sobre la que el rey se iba a hacer más rey, coronado y entronado. 

Carlos miraba el trono frente a él, con las cejas levantadas de cuando en cuando. No era una ilusión todo lo que estaba pasando. Mientras, leía la Epístola a los Colosenses Sunak, el primer premier de origen hindú, criado en el Hinduismo. El Reino Unido de Carlos no es el Reino Unido que su madre Isabel veía en 1953, cuando se coronó. 

El arzobispo, antes de la unción, tenía que recordarle al rey unas cuantas cosas: que tiene que ser monarca "para beneficio de todos", buscar un "gobierno justo", mostrar "amor". Ni el "rey de reyes" que fue Cristo se extralimitó. Carlos sonrió cuando Welby citó expresamente el cuidado de la naturaleza, una de las pasiones del rey. 

Llegó el clímax. La unción. Según la lectura anglicana, desde las alturas una mano divina lo señala y lo elige entre los demás, óleo de aceitunas del Monte de los Olivos de Jerusalén para marcar a quien mantiene viva la saga, la dinastía. Comunión total con lo divino que los mortales y plebeyos no pueden ver, por lo que Carlos es tapado con un biombo de terciopelo y bordados, ángeles, palomas y árboles que ocultaban la escena central de la coronación. Obviamente, tampoco dentro del cuadrado sagrado había cámaras de ningún tipo. 

Se retiran las maderas y las telas y queda Carlos, sin manto, que se coloca una especie de casaca blanca, sencilla, y sobre ella un batín dorado. Su rostro está serio, consciente del paso dado. Se presentan entonces todos los símbolos: las espuelas, los brazaletes, las espadas, los salmos de fondo en griego, en honor al padre, Felipe de Edimburgo. Nada bélico, el mensaje es "ser glorioso en toda virtud" o "frenar el aumento de la maldad". El rey se deja ayudar. Ahora no abronca a nadie por un tintero, incluso cuando se le atranca mínimamente el cinturón de su traje nuevo. Cierra los ojos y murmura apenas. 

La estola llega de manos de su hijo, el heredero Guillermo, tenso y formal pero preciso en sus movimientos. Y entra en escena el orbe, poder terrenal del rey, entregado por una enfermera del servicio nacional de salud, un guiño de modernidad y acercamiento a la sociedad. El manto dorado se coloca sobre los hombros del monarca, que ha ido ganando volumen y solemnidad con el paso de los gestos. El orbe llega a sus manos, las de un Carlos reconcentrado. El anillo y el guante preceden al cetro y a la vara de equidad y misericordia. "Justicia, gracia y servicio" le desean los religiosos en su camino. 

Todo lo que ha pasado... y Carlos aún no está coronado. La ceremonia llega a su ecuador y sólo entonces, en su trono, vestido propiamente y cargado de símbolos, la corona se posa en su cabeza. Es la de San Eduardo, que sólo se pondrá esta vez, oro de 22 quilates, 444 piedras preciosas y dos kilos de peso forjada en 1661 y modificada con los años. Cuesta colocarla, pesa. El arzobispo de Canterbury se asegura de que está bien, segura. Carlos asiente. Son las 13.02 horas. "Dios salve al rey", grita la abadía. Carlos ha sido coronado. Ya pasó. 

El pecho del rey coronado sube y baja bajo la tela regia, las manos en la vara y el cetro, la mirada al frente, a ese altar presidido por una Última Cena, mientras se suceden los protocolarios gestos de los religiosos. Ahí está el símbolo pero también el hombre, que se deja acompañar y guiar, entre mensajes de firmeza, dignidad y autoridad. Carlos hace un paseo mínimo hasta el trono final, el tercero, el verdadero. El ahora príncipe de Gales, Guillermo, se arrodilla ante él, jurando lealtad y besando su mano derecha. Su voz es firme pero tiene un punto de emoción. Repasa la fórmula del juramento en un cartel, a su derecha, pero intercala miradas a su padre, también. Más tarde llegará un beso en la mejilla. "Gracias, William", le ha dicho su padre. El arzobispo llama luego a los presentes a sumarse al juramento, que se oye potente bajo las bóvedas. 

Llega el turno de Camila, que se mantiene en el mismo asiento en el que ha asistido a toda la ceremonia. También ella será coronada. El proceso es mucho más rápido: recibe el anillo de reina consorte, un orbe y dos cetros (el de la cruz y el de la paloma), sin prestar juramento. Se le impone la corona de la reina María de Teck, realizada para la entronización de la reina junto con Jorge V en junio de 1911. Aparta los pies para que el arzobispo tenga espacio para acercarse a ella, se remueve en el asiento tratando de ayudar, introduce su dedo en el hueco entre la corona y su pelo para ajustarla. Ella no nació para reina, pero reina consorte es ya. Estamos formalmente en la era del rey Carlos y la reina Camila.

Pasa el trance y Camilla sonríe, respira. Ya se sienta junto a su marido. Ya hay dos reyes coronados en Londres. Un matrimonio que ha pasado por tanto, hasta llegar a la meta. Fuera, en las calles y en las redes sociales, hay quien hoy también recuerda a Diana de Gales, que habría sido reina si la vida no fuera la vida. 

No sólo pasaban cosas en Westminster. Fuera, un saludo de armas disparado por la artillería a caballo de la Guardia Real, en Horse Guards Parade y en la Torre de Londres, rompía el aire. Salvas que se sumaron a las de otros 12 puntos de Reino Unido, de Edimburgo y Cardiff a Belfast, así como en buques de guerra lejos del país. 21 rondas, disparadas a intervalos de 10 segundos, de bienvenida a los nuevos tiempos. También la multitud en The Mall, el paseo por el que había circulado la carroza horas antes, estalló cantando Dios salve al rey.

Atado y bien atado

Los monarcas, liberados de sus coronas, han bajado de sus tronos, han recibido la comunión y se han trasladado con mucha prudencia entre tanto pliegue al backstage, la capilla de San Eduardo, detrás del altar mayor, en la que el rito continuaba con un cambio de corona para Carlos. Ya hasta el final de los acto portaría la Imperial, que usará en otras ocasiones formales como la apertura del año parlamentario. 2.858 diamantes, 269 perlas, 11 esmeraldas, 17 zafiros, también una espinela roja que perteneció a la casa castellana de los Borgoña, todo en poco más de un kilo de peso, más llevadera. 

Cambios y símbolos que han estado acompañados en toda la ceremonia de músicas preciosas, solemnes y vivas, elegidas personalmente por los reyes, y que equilibraban a la perfección la pompa tan lenta como inevitable. Acordes y voces para calmar los nervios y dar tregua, fuera de plano, a la pareja protagonista, que volvió a la capilla central para escuchar el himno nacional, mientras los caballos, listos para el regreso, ya relinchaban en la puerta. 

Carlos enfila el pasillo, de vuelta. Un apunte de sonrisa, ahora sí, mientras porta los símbolos de su poder a paso lento. La música se aligera, los religiosos se miran satisfechos, porque el trámite está pasado. Se detiene el rey a saludar a los representantes de todas las religiones, de quienes recibe parabienes. Tras él, Camilla, visiblemente más relajada. Ambos coronados. Un último saludo al interior... y repican las campanas jubilosas. Hay nuevos reyes, ha acabado un acto de unas dos horas en el que se ha hecho revivir el vínculo entre la monarquía y el pueblo al que debe servir, tan tradicional, tan intenso, tan anacrónico, tan diferente de cuando se fraguó respecto al Reino Unido de este 2023. Vivo, aún. Hasta un 62% de los ciudadanos de Reino Unido quieren que se mantenga el sistema actual, por más que el porcentaje baje año tras año.

En la calle, felicidad de los reunidos para ver a los reyes. Ni la lluvia, que empezó tímida con el cortejo y arreció en el camino de regreso, aminoró ese calor. Hay quien dice que a estas cosas sólo van los fans. Hay quien insiste en que a Carlos no se lo quiere como a Isabel y que La Firma acusa desgaste. Todo cierto y todo relativizado en un día de simbolismo y trascendencia que es una de las mejores enseñas de la casa real británica en el mundo. Diplomacia en marcha. 

A esa hora, el aplauso era para cada soldado, no hablemos para la princesa Ana, la más querida de la familia, escoltando a su hermano. Y para la nueva carroza usada por los reyes, la Gold State, que se construyó en 1762, una mole pesada y dorada en la que viajaban Camilla y Carlos con sus coronas, saludando al público, reafirmados en sus cargos. Detrás, la carroza de los herederos. La línea sucesoria rodando por las calles de Londres. Así hasta Buckingham Palace, punto final del cortejo. 

Un mínimo receso y salida ante las tropas que han escoltado toda la comitiva, un agradecimiento protocolario antes de la foto más esperada, casi más que la del rey coronado: la del balcón del palacio con los reyes confirmados y los sucesores por venir a su vera. Carlos y Camilla con la familia real, lo que queda de ella, sin Enrique ni Andrés, apartados de las funciones activas de los suyos por sus escándalos varios. La pareja real ha sido recibida con una oleada de gritos. Saludaba con cierta timidez, aunque tampoco hay que descartar cansancio por los actos y las emociones (74 años él, 75 ella). Gestos discretos para recomponer los ropajes movidos, mientras una sesentena de aviones militares protagonizaban una exhibición en su honor y pintaban banderas en el cielo. Ha sido el momento de liberación de los niños de la familia, encantados. Los únicos que no se querían ir. 

Carlos ha sido el último adulto en dejar el balcón. Ha saludado de nuevo y ha mirado a la multitud. Ahora sí, claramente, se ha reído. Ha enseñado los dientes, aunque la mueca apenas le haya atrapado media boca. Había satisfacción en ella. Fue hecho para esto. 

Los reyes y los suyos ya descansan de las emociones del día en su palacio. Fuera siguen los problemas, los desafíos, que hay que abordar con la cabeza despejada, sin oros ni diamantes: la unidad nacional, la crisis económica, los salarios, los efectos del Brexit, las ansias nacionalistas y hasta independentistas, el republicanismo, el desmoronamiento de lo que fue imperio. Labor que pasa, forzosamente, también por acercarse a la calle, contener la casa propia, repensar la monarquía y ponerse al día, desde la tradición, para servir de algo a un país que es ejemplo planetario de modernidad. La tarea empezó en septiembre, cuando murió Isabel. Ahora sólo se le han añadido oropeles. Hay prisa. Toca ponerse a trabajar.