La muerte es bella

La muerte es bella

La puesta en escena es brillante: compacta, elegante, oscura (fantasmagórica), rápida para acomodar el testamento vital de Britten. La producción de Muerte en Venecia estrenada en el Real es, además de la expresión de la belleza que puede encerrar la muerte, un recordatorio de la vigencia y necesidad de representarla en un teatro.

Una aclaración. Muerte en Venecia no es una de esas óperas. No hay "chico conoce a chica, chico se enamora de chica, surgen trabas al amor, aparecen benefactores y personajes malvados".

No hay final feliz.

La última ópera del Teatro Real, que se estrenó el jueves, es el camino hacia la muerte de un escritor atormentado. Un monólogo interior sobre la belleza, las apariencias y la lucidez. Un ajuste de cuentas con la conciencia y el ego.

Se trata de la última ópera que compuso Benjamin Britten, coproducida en esta ocasión con el Liceu de Barcelona. Una de las grandes apuestas para esta temporada de Joan Matabosch, el director artístico que la concibió para el teatro catalán (que dirigió) y finalmente ha acabado trayendo a Madrid.

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Muerte en Venecia llama la atención por muchos motivos. El primero, que no se hubiese estrenado aún en Madrid, algo que quizás pueda explicarse por lo áspera que pueda resultar su música a oídos poco acostumbrados. El título llega en 2014 para saldar una deuda con Britten y el siglo XX, pero seis años después de que fuera estrenada en Barcelona.

La puesta en escena, firmada por el alemán Willy Decker, es brillante: compacta, elegante, oscura (fantasmagórica), rápida para acomodar los 17 cuadros que, a modo de toma cinematográfica, componen el testamento vital de Britten. Conmovedora en su desasosiego.

El argumento es, en teoría, sencillo. El escritor Gustav von Aschenbach, agotado y desorientado, viaja a Venecia para encontrarse. Allí encuentra a un joven polaco, Tadzio, por el que se siente atraído y al que perseguirá durante toda la obra. Mientras, Venecia se convierte en una ciudad asolada por una epidemia de cólera y sus fiestas y color dan paso a la muerte.

Las reflexiones de Aschenbach, interpretado con extremada solvencia por el tenor John Daszak, encuentran en la escenografía una correspondencia perfecta. La presencia del ballet y momentos como la persecución de Tadzio (donde algún cultivado espectador vio un paralelismo con De repente, el último verano) son un soplo de aire fresco y aportan diversidad a la producción. El Caravaggio gigante con el rostro del joven ante un sensual sofá rojo explora los límites del narcisismo. El cuidado beso entre los protagonistas (apoyado por unas tomas, aquí sin ambages, cinematográficas) o las olas que mecen una góndola inquietante refuerzan el carácter de la obra y maridan a la perfección con la música.

Los temas que evoca el argumento, en la práctica una maraña de confesiones, abordan conceptos el propósito de la belleza, su aspecto liberador, la ambigüedad de la inocencia o la muerte como aspecto secundario ante la consumación del deseo.

La Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por Alejo Pérez, tuvo altibajos pese al oficio del director argentino, que se afanó en la sobriedad y la precisión.

"La pasión conduce al conocimiento, el conocimiento al perdón, a la compasión con el abismo". Por la naturaleza y el final de este manifiesto, evocado por el protagonista Aschenbach, es una pena que muchos expectadores se quedaran a medias en la primera fase, la del "conocimiento". En su estreno, entre acto y acto, un buen número de espectadores prefirieron abandonar la sala sin ver el desenlace de la obra, quizás por lo exigente de su música. Sin embargo, la producción de Muerte en Venecia estrenada en el Real es, además de la expresión de la belleza que puede encerrar la muerte, un recordatorio de la vigencia y necesidad de representarla en un teatro.

Muerte en Venecia se representa en el Teatro Real de Madrid hasta el 23 de diciembre.