Los instrumentos son nuevos, pero el acoso es el mismo

Los instrumentos son nuevos, pero el acoso es el mismo

Un niño o una niña que es acosado y maltratado en la infancia está condenado, en muchísimos casos, a vivir con secuelas que condicionan el resto de su vida. Una realidad a la que se condena también a aquellas jóvenes y adultas que son maltratadas cruelmente por sus parejas. Muchos viven en secreto, por vergüenza o por pudor, el acoso al que son sometidos. Una realidad que, en muchas ocasiones, desconocen hasta sus propias familias.

Lo que hoy se denomina ciberacoso, antes era simplemente acoso. Los instrumentos que se utilizan para canalizar el maltrato y los insultos son nuevos, pero la rabia y el ensañamiento que lleva a una persona a destruir a su pareja, a su amigo o su compañero de clase no han variado. También son los mismos. Como lo es también el escenario inexplorado en el que reside la solución: la educación y la formación de los niños y los jóvenes fomentando el respeto, la igualdad y la convivencia pacífica.

Las cifras que se publican periódicamente, como las que dio a conocer la semana pasada el Ministerio de Sanidad e Igualdad, nos obligan a reflexionar y tomar decisiones, pero no se trata de un problema que aparece y desaparece, se trata de una realidad brutal que viven a diario muchos niños y niñas, muchos adolescentes y muchísimos adultos.

Un niño o una niña que es acosado y maltratado en la infancia está condenado, en muchísimos casos, a vivir con secuelas que condicionan el resto de su vida. Una realidad a la que se condena también a aquellas jóvenes y adultas que son maltratadas cruelmente por sus parejas.

Las estadísticas las conocemos todos. Es una realidad que no se olvida fácilmente, pero ante la que no hemos sido capaces de poner remedio para tratar de atajar un drama mucho más doloroso y más extendido que el que reflejan las cifras.

Muchos viven en secreto, por vergüenza o por pudor, el acoso al que son sometidos. Una realidad que, en muchas ocasiones, desconocen hasta sus propias familias. Y esas personas que ocultan la tragedia que viven en su propio hogar no figuran en las estadísticas oficiales. Viven su infierno en soledad y, lo que es peor, con la percepción de que nada ni nadie podrá poner fin a su dolor.

Las nuevas tecnologías han agudizado el problema. Ya no solo se trata de ser víctimas de un castigo físico o ser el destinatario de los insultos en la vía pública o a través de llamadas anónimas. Las redes sociales y los teléfonos móviles permiten a los acosadores extender mucho más si cabe la sombra de su intimidación y castigo hacia aquellas personas a las que somete y tortura deliberadamente.

Hablamos de un problema demasiado amargo y demasiado doloroso para que pasemos de puntillas y nos quedemos en la superficie de una tragedia que requiere de una labor constante y permanente; de una apuesta decidida, seria y responsable para ofrecer respuestas a través del sistema educativo. Me refiero a crear cauces y foros que sirvan de salvavidas, de apoyo, para quienes se sienten desamparados y solos ante el acoso.

Muchos niños y niñas, y muchas jóvenes, son incapaces de verbalizar el drama que sufren. Optan por aislarse y situarse en la periferia de su grupo de amigos y en sus clases. No tienen un bastón en el que apoyarse, una vía de escape a la que aferrarse para exteriorizar y reconocer el dolor que les ahoga y que les impide desarrollarse. Y que les acompaña, en el peor de los casos, el resto de su vida a través de fantasmas que condicionan su vida personal, su carrera profesional y su vida afectiva.

Seamos valientes pero, sobre todo, actuemos con mayor compromiso con un problema que quizá haya mutado con la aparición de las redes sociales y los teléfonos móviles pero que, en el fondo, continúa siendo el mismo de siempre. Se lo debemos a aquellos niños y niñas, a aquellas adolescentes y hombres y mujeres adultas que, como el escritor Hermann Hesse, se levantan cada día "con el deseo de partir como el Sol en el ocaso".