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Su primer día en Hogwarts

Cuando Pablo Iglesias recibió su carta de admisión en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se levantó de la mesa, guardó el sobre en un cajón y bajó serenamente a comunicárselo a sus padres. Llevaba toda su corta vida esperando ese momento.

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Ilustración: Alfonso Blanco

Cuando Pablo Iglesias recibió su carta de admisión en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se levantó de la mesa, guardó el sobre en un cajón y bajó serenamente a comunicárselo a sus padres. Llevaba toda su corta vida esperando ese momento. Sus padres lo esperaban como quien espera la cuenta en un restaurante. Era su decimoprimer cumpleaños y sabían perfectamente lo que tocaba.

La estirpe de los Iglesias era conocida por todos los magos de la cúpula de poder de la capital. Se jactaban de descender directamente del más ilustre de los cuatro fundadores de las casas de Hogwarts y, todavía más con más orgullo, de ser los bisnietos del Iglesias que puso en pie la mayor asociación de exalumnos del colegio. Pablo no se llamaba Pablo por casualidad, decían. En público lo presentaban como el Elegido, ignorando si de verdad era el niño del que hablaba la profecía o solo alguien con demasiado talento como para pasar desapercibido. Su familia, sus amistades y sus vecinos tendían a ser antiguos alumnos de Gryffindor y de Slytherin; pero Pablo, a sus recién cumplidos once años, tenía muy claro cuál era su sitio en la escuela. Iba a hacer cosas grandes, y solo había una casa que permitiera hacer cosas grandes.

Mariano Rajoy cumplía sus once años como se había hecho toda la vida. Con tarta, piñata y regalos. Su madre, bromista, decía que cumplía 11, pero que era como si cumpliera 55. Era solo un crío, pero ya era todo un señor hábil con la ironía fina, educado y costumbrista. "Solo te falta la barba, hijo", reía su padre-.

Mariano no era un niño más. Eso lo sabía toda la provincia. Cuando entró una carta con su nombre, sellada con cera roja y escrita con letra antigua, en realidad nadie se sorprendió. Sus padres, muggles, había escuchado las viejas historias que contaban los más viejos del lugar. Esa familia, la suya, siempre había tenido algo raro. Todo el mundo lo sabía. No entendían bien qué era, y no lo entenderían hasta que un tal Albus Dumbledore se presentó en su casa y les explicó que el niño era mago y que sería educado como tal; pero sabían que Mariano llegaría lejos. Aunque no lo pareciera. Y confiaban plenamente en el carácter familiar que siempre había guiado su convivencia: sería recto, justo, leal y trabajador.

Pedro Sánchez cumplió sus once años un día normal, entrenando mientras sus padres le sacaban fotos desde las gradas. Sus padres, dos magos humildes, llevaban una vida sin grandes sobresaltos.

Albert Rivera quería celebrar sus primeros once años de vida en la playa de la Barceloneta. Llevaba insistiendo tres meses, y sus padres no tenían más remedio que hacerle caso. "Mira que tiene labia", decía su madre-. Ha salido a ti. Su madre, una bruja empleada en el Ministerio de Magia, había llegado hacía ya muchos años a aquella ciudad maravillosa bañada por el Mediterráneo. Conoció a su marido en circunstancias extraordinarias, como todo lo que terminaba rodeándola. Él se quedó prendado al momento. No entendía por qué hacía esas cosas raras con una varita, como si fuera una niña con un palo en el campo, pero no le importaba. El padre, un muggle con la mente lúcida, comprendió muy pronto que la chica con la que estaba era diferente. Lo aceptó e hizo lo que pudo por comprenderlo, aunque a veces costaba horrores.

Albert era mestizo, pero se vanagloriaba de ello. Nunca entendió por qué había magos que querían separarse del resto de seres humanos no mágicos. "Con lo bien que estamos juntos", apuntaba sistemáticamente ante cualquiera que lo negara. Albert recibió su carta de admisión bañándose en el mar. El vértigo solo era comparable a la emoción que inundaba su pequeño cuerpo lleno de sal y de arena.

Pedro Sánchez cumplió sus once años un día normal, entrenando mientras sus padres le sacaban fotos desde las gradas. Sus padres, dos magos humildes, llevaban una vida sin grandes sobresaltos. Trabajo, familia, hijos. Escapadas, restaurantes de comida rápida y algunos regalos para el mediano de tres hermanos que, desde ese día, había sido admitido en la escuela donde se conocieron, Hogwarts.

Con una larga tradición Hufflepuff, Pedro sabía que lo normal era seguir la estela familiar. Pero también sabía que no terminaba de estar conforme con esa vida. Tenía prisa y lo quería todo ya.

Los cuatro coincidieron en el expreso de Hogwarts, cuando por fin se dirigían a su primer día de colegio. Subieron a la vez. Ninguno de ellos se gustó entre sí. Se sentaron en vagones separados y no volvieron a verse hasta la ceremonia de selección de casa.

EL SOMBRERO SELECCIONADOR

La profesora McGonagall leía la larga lista de los alumnos de primer año. Cuando escuchaban su nombre debía ponerse en pie, subir a la silla y escuchar lo que decía el Sombrero Seleccionador. De su veredicto dependía que fueran admitidos en la casa de Gryffindor, de Slytherin, de Ravenclaw o de Hufflepuff.

--¡Mariano Rajoy!-- dijo la profesora.

Mariano Rajoy se levantó y se puso el sombrero, que empezó a deliberar tras unos segundos de silencio.

--Vaya, bien bien. Interesante. Veo lealtad, esfuerzo, sacrificio y ambición. Perseverancia, serenidad y sentido del humor. Difícil, amigo. Slytherin te ayudaría, Gryffindor también. Pero necesitas un grupo leal e incondicional dispuesto a ser premiado y que no tenga prisa, pues tu gloria dependerá de tu capacidad de resistencia. Quizá encuentres a tus amigos en... ¡¡Hufflepuff!

--¡Pedro Sánchez!

--Bien, Pedro. Veo valor y ambición, quizá demasiada. Tienes prisa, amigo mío. Lo quieres ya. Slytherin podría empujarte, pero no sé bien dónde. Podrías destruir lo que tocaras, aunque también podrías tomar el mejor camino.

--No, no, Slytherin no --musitaba Pedro, condicionado por las historias que había escuchado en casa--.

--¿Slytherin no? ¿Estás seguro? Entonces mejor que seas... ¡¡Gryffindor!!

--¡Albert Rivera! --siguió leyendo la profesora McGonagall--.

Albert se levantó mirando alrededor. No le daban buen espina ninguno de los dos anteriores. Olían raro.

Pablo se levantó sereno pero altivo, dispuesto a afrontar el momento para el que tanto se había preparado.

--Despierto, rápido, hábil. Convencerías a cualquiera --el Sombrero Seleccionador arqueaba las cejas--. No hay odio y hay ambición, y huele un poco a ESADE. Tu gente será esa que se autodenomina intelectual, con buenos resultados académicos y amplia formación. Te pedirán cosas nuevas, pero siempre con riesgo. Slytherin podría ser tu casa, qué duda cabe. Gryffindor reconocería tu valentía, pero necesitarás algo más. Tu sitio, entonces, será ¡¡Ravenclaw!!

--¡Pablo Iglesias!

Pablo se levantó sereno pero altivo, dispuesto a afrontar el momento para el que tanto se había preparado.

--Hmm, este será más fácil. Huelo cambios, huelo terremotos en los cimientos del poder. Podrías llegar lejos, hijo. Hay ambición y creatividad, y también cierto desdén por las normas. Tu camino hacia el poder solo puede ser uno. Siéntete bienvenido a la casa de ¡¡Slytherin!!

Pablo Iglesias bajó con una sonrisa de oreja a oreja. Todo había salido según lo planeado. Tomó asiento y su compañero aprovechó para presentarse. --Hola, me llamo Íñigo Errejón --dijo ofreciendo la mano--.

Albus Dumbledore, el director del colegio, miraba a través de sus cristales con forma de media luna. Cruzó una mirada con Severus Snape, su mano derecha. No hizo falta que hablaran. Sabían que ahí había cuatro magos que tendrían mucho que decir en el futuro. --Están condenados a entenderse, Severus --dijo Dumbledore. --Me cuesta mucho creerlo, señor --contestó Snape--.

Ya verás, ya.