Internet y el triunfo de la desinformación

Internet y el triunfo de la desinformación

El pasado año trajo la constatación de que la red, tal y como se construyó en la década pasada, ha alcanzado tal punto de ebullición que los retornos han empezado a ser decrecientes en algunos ámbitos. No en el económico, sino en el pilar fundamental sobre el que se construyó la web: el contenido.

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Foto: Getty Images.

El pasado año trajo la constatación de que la red, tal y como se construyó en la década pasada, ha alcanzado tal punto de ebullición que los retornos han empezado a ser decrecientes en algunos ámbitos. No en el económico, sino en el pilar fundamental sobre el que se construyó la web: el contenido.

En los últimos años habíamos visto Internet fracasaba de manera sistemática ante olas de ciberataques contra gobiernos o corporaciones (notables los casos de Sony o la intervención de Rusia en las últimas elecciones americanas). La red no se construyó con la seguridad en mente, y resulta descorazonador escuchar a expertos de renombre afirmar que no sabemos qué hacer contra la creciente inseguridad de la red. El otro gran fracaso que se gestaba desde la primavera árabe en 2011 era el del auge del radicalismo y el uso de la red contra todo lo que encarna la red, con Daesh a la cabeza utilizando las plataformas creadas por Occidente para reclutar fieles que ayuden a destruirlo. Y aquí el fracaso no sólo ha sido mayúsculo sino que ha acabado amenazando al propio stablishment.

Si algo han evidenciado las campañas del brexit y la de Donald Trump en 2016 ha sido que en la era de la llamada post-truth (una vuelta de tuerca más a la propaganda de toda la vida) el mayor instrumento para el conocimiento creado por la humanidad se ha convertido en una herramienta al servicio de la más desvergonzada ignorancia y desinformación, y lo ha hecho sin pedir permiso ni perdón, empleando en su beneficio todas las armas que los gigantes de Internet han creado en la última década.

Hace ya años que la llamada filter bubble es una realidad que todos experimentamos en los grandes servicios de Internet (desde Google a Amazon a Facebook o Twitter), ya que utilizan algoritmos que para "ayudarnos" a consumir contenido o productos de nuestro interés personalizando nuestros resultados. Es un instrumento que se supone que nos beneficia pero que a la larga sirve para reforzar convicciones o creencias o vernos expuesto a una versión reduccionista de la realidad. Elementos de los que el radicalismo se alimenta de manera sistemática.

Si gigantes como Google, Facebook o Twitter son víctimas del abuso de unos pocos, en su mano y en su obligación está frenar sus esfuerzos.

Y ese es el problema. Que las "poderosas formas de organización social" de las que nos hablaba del manifiesto Cluetrain en 1999 también se aplican -oh, sorpresa- a organizaciones extremistas o radicales, en ocasiones con una fuerza inusitada. Hemos tenido que llegar al siglo XXI para que un puñado de indocumentados convierta las vacunas en un peligro público basándose en teorías conspiratorias propias de un manicomio. O que haya países tradicionalmente democráticos que tomen decisiones difícilmente comprensibles influidos por todo tipo de embustes reforzados -o directamente diseminados- gracias a las redes sociales. Basta comparar la campaña de Obama en 2008 y la de Trump en 2016 para darse cuenta de que vamos en la dirección contraria a la que marcan las más elementales normas de la lógica.

El manifiesto tecno realista ya anticipó esto en el 98. Empezaba afirmando que las tecnologías no son neutrales: si creamos una red de acceso universal mediante protocolos abiertos y libres, no podemos esperar que en ese extraordinario paisaje no crezcan malas hierbas. Y seguía afirmando que Internet es revolucionario, pero no utópico: "conforme vaya creciendo irá asemejándose a la sociedad en su conjunto".

Los ilustrados, cosmpolitas, algo idealistas y -para que negarlo- absolutamente ingénuos, creímos que Internet era un instrumento que automáticamente mejoraba la sociedad al poner ingentes cantidades de conocimiento y datos al alcance de todos. Nos equivocamos, no porque dicha aportación no sea cierta, sino porque las sociedades son las que deciden si mejoran y emplean esos instrumentos en su beneficio o en su perjuicio.

Probablemente estos hechos dicen más cosas negativas de las sociedades que los han perpetrado que de las tecnologías que han utilizado para ello. Pero la cuestión persiste: si gigantes como Google, Facebook o Twitter son víctimas del abuso de unos pocos, en su mano y en su obligación está frenar sus esfuerzos. Eso, o arriesgar que todo el discurso de progreso que encarna el Silicon Valley quede simplemente desenmascarado como un supremo ejercicio de hipocresía empresarial.