¿Quién teme a la cultura?

¿Quién teme a la cultura?

Así como escribir más allá del micro fragmento es un acto radical del pensamiento y de la sensibilidad, leer un libro es también una expresión de rebeldía propio de la cultura radical, porque un libro, sea digital o en papel, es un ser subversivo solo por su formato, por su resistencia a la fragmentación del individuo.

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El problema con las palabras es que con demasiada frecuencia piensan por nosotros y de esa forma somos medios de un pensamiento y de unos valores transmitidos por las palabras: repetimos apriorismos enquistados en el lenguaje, en la cultura popular. Este problema es mayor aún cuando carecemos de una conciencia metalingüística.

Una de esas trampas consiste en usar palabras que encierran una diversidad insospechada donde generalmente uno de sus posibles significados domina y excluye a los otros. Algunas de esas palabras son, por mencionar solo unas pocas, patriota, libertad, igualdad, radical, cultura, y todos aquellos nombres de países, de religiones y de otras buenas intenciones.

En cualquier debate, en cualquier política sobre cultura es necesario aclarar a qué cultura nos estamos refiriendo. En una clasificación básica, existe lo que alguna vez se llamó durante el siglo pasado "alta cultura"; muy próxima, dentro y fuera de ésta, está la "cultura radical". La cultura radical es aquella que eleva la conciencia de los individuos y de los pueblos, la que no se conforma con reproducir estándares y estereotipos y que, por consecuencia y consistencia, está siempre empujando los límites del pensamiento y de la sensibilidad. Es aquella que nos hace más humanos.

Por otro lado tenemos la "cultura popular" y dentro de ésta, dos formas radicalmente opuestas: primero, la cultura que es generada por un pueblo (es decir, aquella que surge desde abajo hacia arriba) y, por otro lado, la cultura que es producida por la industria cultural (la que se dicta desde arriba hacia abajo). El primer tipo de cultura popular ha sido, por siglos, la dominante. Hoy en día se la puede encontrar en regiones como en la África alejada de los circuitos turísticos (que todo lo vulgariza y lo vacía de contenido), con su arte plástico, sus canciones y sus leyendas.

El siglo XX, en cambio, vio cómo los pueblos básicamente consumían cultura popular producida en las industrias especializadas como la industria del cine, cuyo paradigma fueron -y todavía son- Hollywood, y los grandes medios de comunicación. Así, los pueblos adoptaron formas y valores de los cuales eran ajenos ejercitando un único rol: consumir.

Ante los críticos, el mercado se defendía (aún lo hace) con el inocente pero siempre efectivo argumento de que el éxito de las ventas se debe al acierto de ofrecer lo que el público demanda. Si aceptásemos semejante teoría, deberíamos conceder que los lectores de novelas son responsables de las campañas millonarias de las grandes casas editoras, y que cada año los niños del mundo se ponen de acuerdo para exigir que las compañías internacionales produzcan todos esos dibujitos y muñequitos surrealistas (como los más recientes Minecraft o Minions). Así, los niños unidos del mundo cada año ejercen su poder sobre las pobres compañías productoras que no tienen más opción que satisfacer una demanda tan arbitraria, propia de personas inmaduras, basada en dos o tres personajes básicos.

Un pueblo sin cultura (sin cultura radical) es un pueblo dócil, un esclavo que se cree feliz como un drogadicto que se cree libre por el solo hecho de tener acceso a la droga.

La libertad es una utopía, y es un mito en el peor caso, ya que sólo existen formas de liberaciones, pero nunca libertad, a pesar de ser esta la palabra más recurrente de las narrativas nacionalistas. Sin cultura radical no hay democracia, no hay individuo pleno. Sin embargo, la cultura radical no se ha beneficiado en la misma proporción que el mercado y que la cultura popular de alguno de los nuevos hábitos de nuestro tiempo, como lo son, por ejemplo, las redes sociales. Basta con observar que las diferencias culturales e intelectuales entre los individuos que comparten un mismo espacio no está dada por las redes sociales sino por alguna otra forma de educación que han recibido, ya sea la educación formal y tradicional como de la educación del entorno familiar. Las redes sociales no han aportado nada a la cultura radical sino, quizás, lo contrario: aquellos consumidores de cultura popular prefabricada simplemente se limitan a eso: a consumir y a reproducir valores que no son solo previsibles y monótonos sino que también son funcionales a grupos en el poder económico a los cuales no pertenecen los pobres consumidores.

Entonces se da una paradoja de la resistencia, que es a la que le debemos todo el progreso ético y social de la historia moderna: la cultura vende, pero los gestores y creadores de la cultura radical no viven de la cultura como sí lo hacen los productores y reproductores de la cultura popular estandarizada. Es gracias a ese minoritario ejército de artistas, actores, científicos, editores de pequeña participación en el mercado, por lo cual la cultura radical sobrevive y, de esa forma, la democracia se salva de la dictadura planetaria y los individuos se salvan de la deshumanización del mero consumo y la estandarización.

Así como escribir más allá del micro fragmento es un acto radical del pensamiento y de la sensibilidad, leer un libro es también una expresión de rebeldía propio de la cultura radical, porque un libro, sea digital o en papel, es un ser subversivo solo por su formato, por su resistencia a la fragmentación del individuo. También lo son los eventos culturales que los gobiernos apoyan tímidamente como si se tratase de un despilfarro superfluo; son ejercicios de la cultura radical, ejercicios de liberación, de levitación de la conciencia humana que en su estado natural (es decir, no embrutecido por la propaganda y la ideología) siempre aspira a la liberación de sus condicionantes, de su propia deshumanización en curso; la liberación de su apropias potencias.

Un pueblo sin cultura (sin cultura radical) es un pueblo dócil, un esclavo que se cree feliz como un drogadicto que se cree libre por el solo hecho de tener acceso a la droga.

Ahora, aunque no estemos a favor de la injerencia de los gobiernos en la cultura y en la mayor parte de la vida de los individuos, sería ingenuo esperar del otro gran actor, el mercado, algo mejor. Dejar a la cultura en las manos de las leyes del mercado sería como dejar a la agricultura en las manos de las leyes de la meteorología y de la microbiología. Nadie puede decir que el exceso de lluvias, que las sequías, que las invasiones de langostas y gusanos, de pestes y parásitos son fenómenos menos naturales que la siempre sospechosa mano inasible del mercado. Si dejásemos a la agricultura librada a su suerte pereceríamos de hambre. De la misma forma es necesario entender que si dejamos a la cultura en manos de las leyes del mercado, pereceríamos de barbarie.

Resumen de la conferencia inaugural del Salón Internacional del Libro Africano en Santa Cruz de Tenerife, setiembre 2015.

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