El triunfo de la historia

El triunfo de la historia

Es la Alexievich alguien de la madera de los disidentes de antaño, capaces de enfrentarse con tozudez a un sistema que es claramente superior en fuerza y posibilidades de hacerles daño. Pero también es alguien a quien no le importa que su trabajo, su grito clamando en el desierto no encienda revolución alguna. Basta con dar testimonio y decir la verdad.

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"El Homo Sovieticus. Me parece que conozco a ese hombre, lo conozco bien. Viví junto a él, codo con codo, muchos años. Él soy yo. Son mis conocidos, amigos, mis padres. El socialismo se terminó. Y nosotros nos quedamos".

Svetlana Alexievich

El premio Nobel a Svetlana Alexievich es un triunfo de la memoria y es un triunfo de la historia. Es un triunfo de la búsqueda de uno mismo y de la nostalgia por algo que en realidad nunca se echó de menos. Es un triunfo del poder profundo y real de una cultura casi extinta. Alexievich es una de esas personalidades aún soviéticas en lo mejor que aquel país tenía. Algo que comparten hoy día intelectuales y artistas rusos, ucranianos, bielorrusos y aún incluso etnias más exóticas, gente perdida en Asia Central y cuyas referencias son más Pushkin que el Corán.

Es la Alexievich alguien de la madera de los disidentes de antaño, capaces de enfrentarse con tozudez a un sistema que es claramente superior en fuerza y posibilidades de hacerles daño. Pero también es alguien a quien no le importa que su trabajo, su grito clamando en el desierto no encienda revolución alguna. Basta con dar testimonio y decir la verdad. La verdad, que no es ninguna ideología alternativa, los disidentes de los años setenta no creían ya en ninguna; la verdad, que en otro tiempo apenas era otra cosa que hacer patente la experiencia del sufrimiento, de la derrota; una verdad que no buscaba aplastar a su enemigo y cambiar las cosas empuñando las armas, sino enfrentar al tirano -mezquino y burocrático- con el único escudo que eran sus propios cuerpos. A muchos los encerraban por locos, otros se rendían. Pero su valentía inmensa queda: cinco o seis personas en la Plaza Roja protestando contra la invasión de Checoslovaquia, detenidos al cabo de un par de segundos.

Siempre se me dice que la Rusia de Putin o la Bielorrusia de Lukashenko no son la URSS de Stalin, ni siquiera la de Brezhnev. Y qué cosa más cierta. No, claro. No lo son. Son sus sucesores postmodernizados y más hábiles que el seminarista georgiano: ya no hace falta matar a los enemigos, basta con ridiculizarlos, volver a la sociedad en su contra, llenar su vida diaria de pequeñas incomodidades y trabas burocráticas que acaban ahogándolos. El otro día veía una entrevista con el director de un antiguo instituto de Minsk, conocido por su oposición a Lukashenko. En realidad era una escuela libre, y eso le molestaba al régimen. Empezaron por no darles subvenciones para arreglar el edificio. Luego mandaron a la policía para que constatara el estado ruinoso del edificio. Luego los cerraron. El director contaba cómo habían seguido dando clase en la calle, en casas privadas, en edificios prestados. No se arredraban.

Alexievich ha colocado un espejo ante la historia y ha expuesto a la luz la experiencia de quienes no la habían mostrado antes.

Aunque si alguien es muy duro de pelar, como Anna Politóvskaya, siempre queda el matón en el portal, el oscuro callejón y el arma anónima.

Alexievich ha contado la experiencia. No, no ha dado la voz a los sin voz, no ha salvado con sus libros a nadie. Tan sólo ha colocado un espejo ante la historia y ha expuesto a la luz la experiencia de quienes -también es cierto- no la habían mostrado antes. A mujeres, a muchas mujeres, pero no sólo a ellas. A quienes vivieron el apocalipsis de la segunda guerra mundial; a quienes sufrieron por ver a sus hijos en Afganistán, un imperialismo hoy ya olvidado y suplantado por otros. A quienes vieron cómo el país en el que habían nacido desaparecía de un día para otro y se quedaron sin saber muy bien por qué. Hemos aprendido mucho en el tiempo de segunda mano de Alexievich. Hemos entendido mejor qué es lo que ha quedado del Homo sovieticus.

Alexievich es, en su sovietismo, ejemplar: nacida en Ucrania, vive en Bielorrusia, escribe en ruso. Sus libros se descargan piratas en las páginas de todas las naciones exsoviéticas, se venden también en los países que escaparon por sus pies del sistema, son bien acogidos en la Alemania unificada postcomunista y postcapitalista.

Como historiador me siento orgulloso de que el premio se le haya concedido a una historiadora de las que me gustan: gente que viaja y pregunta y rebusca fuentes y cuenta luego. Es el primer Nobel que recibe el género de la historia oral. Hoy mis alumnos en la Complutense están de enhorabuena. Puedo citarles otro caso que muestra que el trabajo que hacen sirve para algo, que no es en vano. Y no lo digo por el premio Nobel.