Contra la LGTBIfobia, disidencia

Contra la LGTBIfobia, disidencia

Hacen falta más árbitros disidentes y menos obispos castradores, pero también más lesbianas con autoridad y más personas trans ocupando el espacio público, como en general más sujetos capaces de desafiar las reglas que nos encorsetan y que puedan convertirse en referentes para unas jóvenes generaciones esclavas del amor romántico y de la dictadura de los deseos viriles.

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Foto: TWITTER

Muchas y muchos, no solo Jesús Tomillero, estamos cansados de la homofobia. Lo relevante del árbitro gaditano es que haya dado el paso de hacerlo público y de rebelarse en un contexto, el del fútbol, que es tan prisionero de la heteronormatividad. En un mundo dominado aún por la masculinidad hegemónica del patriarcado, y en el que no deja de crecer de manera alarmante un neomachismo al que da alas la lógica neoliberal triunfante, son más necesarios que nunca gestos como el de Jesús. Porque los chicos jóvenes carecen de otros referentes que superen el marco mayoritario y avasallador, de ejemplos de masculinidades alternativas y disidentes que muestren otros caminos posibles y que, sobre todo, pongan de manifiesto las patologías que genera la omnipotencia viril. Una virilidad que, no lo olvidemos, se construye negando lo femenino y, por tanto, interiorizando la homofobia como una parte esencial de los mandatos de género que nos convierten en hombres de verdad. Homofobia que finalmente no expresa otra cosa que el miedo a quien no es como nosotros y la angustia de quien ve tambalearse un orden firme de valores gracias a la avalancha colorista que supone la celebración de la diversidad. En muchos casos, me temo, porque ese arco iris nos devuelve una imagen de nosotros mismos que algunos no están dispuestos a aceptar.

En nuestro país, en el que incluso hemos sido pioneros en el reconocimiento legal de derechos al colectivo LGTBI, falta sin embargo la consolidación de una cultura de las diferencias y de un imaginario colectivo que se libere al fin de los binomios castradores del patriarcado. Por eso, ante un nuevo 17 de mayo en el que algunos volveremos a alzar la voz contra los que se resisten a reconocer la diversidad sexual y las múltiples identidades de género, sería urgente que nos planteásemos hasta qué punto las políticas públicas en esta materia están siendo o no acertadas. Mucho me temo que, al igual que ocurre con la desigualdad de género, estamos basándonos en un Derecho antidiscriminatorio excesivamente deudor de la igualdad formal del liberalismo, en el que seguimos usando como paradigma al varón blanco, occidental y hetero, y desde el que contemplamos las injusticias no tanto desde una dimensión estructural sino desde una lógica individualista. De ahí que las estrategias jurídicas que durante mucho tiempo, y de manera por otra parte comprensible y necesaria, han dominado la agenda del colectivo LGTBI, no hayan cubierto todas las expectativas. Incluso demuestran una cierta ineficacia ante situaciones tan terribles como el aumento en los últimos años de los delitos de odio y discriminación.

Necesitamos superar el postureo de la tolerancia y asumir desde lo personal y desde lo político que la igualdad solo sirve para reconocer nuestras diferencias.

Necesitamos una acción política mucho más transformadora de las estructuras políticas, económicas y culturales que alimentan la desigualdad. Es urgente incidir en una cultura que continúa generando subjetividades excluyentes y que construye unos relatos que siguen siendo esclavos de los binomios heterosexistas. Porque no olvidemos que, junto a los ataques e insultos habituales a hombres gays, las mujeres lesbianas continúan siendo en gran medida invisibles y víctimas de discriminaciones acumuladas, las personas trans son víctimas de la patologización y de unos esquemas que las niegan, y las intersexuales malviven en un limbo jurídico que legitima el terrible poder de la ciencia. Todo ello amparado por un sistema jurídico, y de conocimiento, que continua articulándose sobre los dualismos de género que difícilmente encajan con la ética liberadora que representan los derechos humanos.

Hacen falta pues más árbitros disidentes y menos obispos castradores, pero también más lesbianas con autoridad y más personas trans ocupando el espacio público, como en general más sujetos capaces de desafiar las reglas que nos encorsetan y que puedan convertirse en referentes para unas jóvenes generaciones esclavas del amor romántico y de la dictadura de los deseos viriles. Necesitamos nuevas personas sin etiquetas y que no se hallen enclaustradas por categorías que excluyen, al mismo tiempo que urge un nuevo pacto de convivencia que quiebre de manera definitiva el sexual que explota y discrimina desde lo privado. Y, sobre todo, necesitamos superar el postureo de la tolerancia y asumir desde lo personal y desde lo político que la igualdad solo sirve para reconocer nuestras diferencias. Esta es la gran revolución por hacer en unas democracias en las que quienes no son como Adán acaban siendo expulsados/as del paraíso. Ya va siendo hora pues de que recuperemos a la valiente Lilith y de que venzamos las tentaciones sucumbiendo a ellas. Nos va la vida, y la democracia, en ello.

Este post fue publicado originalmente en el blog del autor