Gracias, Eduardo
Conversador incansable, siempre atento a lo que decían los demás, amante de la vida, perfeccionista en su trabajo hasta la exasperación, era, por encima de todo, un hombre íntegro, y esa integridad le hizo mantenerse siempre fiel a sus ideas, a sus amigos, a sus lectores.

La prosa de Galeano es un revulsivo que, con su compleja sencillez, niega centros y reivindica periferias; un ¡eh, despierta!, no les des el placer de su victoria, lucha por la tuya, que es la nuestra; por mucho que griten lo contrario los voceros del Poder, no es que otro mundo sea posible, es que es absolutamente necesario; otros lo han intentado, y lo intentan a diario, mostrándonos el camino: no dejes que su esfuerzo sea en vano.
He tenido la fortuna de tratar a Galeano (el trabajo editorial tiene, de vez en cuando, estas grandes recompensas) y puedo afirmar que sus libros son el puro reflejo de un ser humano con mayúsculas; nada hay en ellos de impostura.
Conversador incansable, siempre atento a lo que decían los demás, amante de la vida, perfeccionista en su trabajo hasta la exasperación (las pruebas de sus libros no se quedaban ni en la quinta ni en la sexta), era, por encima de todo, un hombre íntegro, y esa integridad le hizo mantenerse siempre fiel a sus ideas, a sus amigos, a sus lectores. Tuvo sustanciosas ofertas de contratos para que cambiara de editorial que él siempre declinó porque también fue fiel a Siglo XXI, su Siglo. Le ilusionaba publicar un nuevo libro, sacarlo a la calle, leerlo, contarlo, hablar con los lectores (entre ellos muchos jóvenes, muy jóvenes).
Así era Eduardo, siempre de la mano de Helena.
Por eso, por su coherencia, por su inquebrantable lealtad a unos ideales que nunca abandonó, cuando en junio de 2012 hizo su entrada en La Tabacalera para presentar Los hijos de los días, recibió de «su gente» la más sentida, profunda y emocionante ovación de la que he sido testigo, cuyo recuerdo aún me pone un nudo en la garganta.
Gracias, Eduardo. Fue un privilegio ser tu amiga. Vuelan abrazos.