Cuando el acoso te toca a ti

Cuando el acoso te toca a ti

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Hace unos meses, nunca hubiera pensado en mí así, escribiendo esta historia, pero con el paso del tiempo desde dicho acontecimiento, he llegado a la conclusión de que es, no sólo una necesidad, sino una obligación, como mujer y como feminista.

Realmente, una nunca piensa que le pueda pasar: oyes cosas, escuchas a amigas que han pasado por episodios parecidos y, sin embargo, nunca asimilamos del todo que nos pueda ocurrir en primera persona. Aun así, nos hacen vivir con el miedo pegado al culo, ir con las llaves de casa entre los dedos, fingir conversaciones telefónicas, cambiar nuestro trayecto para poder pasar por calles más iluminadas o con más gente... Nos infunden inseguridad desde nuestro nacimiento a la hora de pisar el espacio público solas. Incluso caminando acompañadas en algunas ocasiones si hablamos de un pequeño grupo de mujeres, sobre todo si son jóvenes.

También nos dibujan la imagen del acoso como algo que nos ensucia, que demuestra que realmente somos nosotras las principales culpables, que realizamos acciones, generamos comportamientos, frases o movimientos que incitan a los hombres a llevar a cabo actos de acoso. Violencias ejecutadas por medios y estrategias diversas. Igualmente directas e hirientes.

Del mismo modo, nos hacen pensar que el acosador o el violador será un desconocido, una persona "mala" , poco integrada en la sociedad, con algún problema o frustración sexual... Sin embargo, en la mayoría de los casos de acoso o violación, la persona que comete dicho acto violento es un varón conocido o familiar al entorno de la persona que lo sufre.

Así ocurrió, así se enmarca el mayor episodio de acoso que recuerdo en estos 25 años de vida.

Estaba en otra ciudad, otra ciudad en la que no me siento extraña, que no me es ajena, ni desconocida... En la que me desplazo y muevo con relativa tranquilidad y confianza, en la que cuento con compañeras y amigas.

Era una ocasión especial, pero un viaje igualmente fugaz. En esos tres días, decidí encontrarme con un amigo que vivía allí: brillante, educado, con gran conversación, de esos chicos con aire tierno y sonriente, de los que nunca esperarías nada malo. Primero, porque es tu amigo y confías en él, segundo, porque hasta entonces siempre había resultado, con sus ideas, comentarios y actos, un hombre respetuoso y correcto.

Cuento todo esto porque aún después de todo el episodio, él escribe, y me llama desagradecida, me insulta y me echa por tierra. Me denigra y ni si quiera pide perdón después por lo ocurrido. Porque primero me llegué a sentir culpable.

En el transcurso de la noche, aún temprano, recuerdo cómo en varias ocasiones intentó besarme, siendo equivalentes las veces en las que me aparté, incluso intentando no reaccionar bruscamente. Al fin y al cabo, era mi amigo, y nadie puede mandar en los sentimientos de nadie. La cosa cambia cuando te empiezas a sentir incómoda, cuando incluso con más gente alrededor, sientes cómo existe insistencia en sus movimientos, en sus miradas, en sus palabras y sin poder entender muy bien cómo, te ves atrapada... Aunque te quieres ir, no sabes cuándo ni de qué forma, con qué frase, no entiendes realmente que eso está pasando. Recuerda, es tu amigo.

Cuando el amigo coge ventaja sobre la hora y la ciudad, con sus peligros y sus oscuridades, te tiende su mano y se ofrece a llevarte a casa. Pero ahí es cuando entiendes que el agresor no está fuera, o en la esquina siguiente, sino a tu lado. Es él, sabes que no quieres caminar con él, que no quieres seguir soportando esa situación y, aun así, por miedo, permaneces, y sigues su paso esperando la oportunidad para echar a correr y escapar.

Él lo nota, y yo dentro de un coche estoy limitada. Lo sabe... Y eso hace que me quiera llevar a su casa, que insista, que se ponga pesado, que incluso eleve la voz y, acto seguido, haga bromas sobre ello.

Yo sé que necesito reconducir la situación, y le digo que me lleve a casa para poder recoger algo de ropa, -miento-, accede... Y veo la luz.

Me bajo rápidamente del coche al alcanzar el número y la puerta a pie de calle, me apresuro a marcar el código en la primera puerta, cierro, me aseguro de que está cerrada, corro a la segunda, marco el código, y vuelvo a realizar la misma operación. Cojo mi llave y abro el piso... Cierro esa tercera puerta, y echo los tres cerrojos... Bajo las persianas, cierro las cortinas, y me quedo quieta. Creo que estoy a salvo.

Mi corazón capaz de salirse por la boca, mis manos temblando y en mi cabeza una sola pregunta: ¿cómo ha podido pasarme esto a mi?

Suena la puerta, alguien llama... Era él. Había convencido a una chica del edificio para que le abriera la puerta haciéndole pensar que me había podido ocurrir algo.

Cuando oigo su voz, apago la luz, y camino muy despacio hacia el baño, cierro la puerta, y me siento contra la bañera. Echo el pestillo del baño, ninguna cerradura parece ya suficiente para alejarme de esa persona. No han sido suficientes puertas blindadas, ha llegado a la de mi casa.

Y ahí, sentada en el suelo, me pongo a llorar. Sin hacer ruido, desesperada, asustada y, al mismo tiempo, herida por no sentirme suficientemente fuerte para salir y decirle que se fuera o llamaría a la policía... Él llama, escribe, aporrea la puerta, y finalmente se va. Después de 40 minutos. 40 minutos que parecen una eternidad.

Ni si quiera dentro de ese baño me sentía segura para llamar a nadie, para dar señal de que algo iba mal... Afortunadamente, siempre hay mujeres que se preocupan por una, amigas, compañeras, que parece como si supieran oler el peligro, entonces aparece la llamada que en ese momento te asegura mínimamente. Sales de la primera puerta... Y poco a poco, recuperas la respiración y dejas de llorar, de temblar... Aunque conserves la sensación de sentirte más mal contigo misma que con nadie y nada más en el mundo.

Cuento todo esto porque aún después de todo el episodio, él escribe, y me llama desagradecida, me insulta y me echa por tierra. Me denigra y ni si quiera pide perdón después por lo ocurrido. Porque primero me llegué a sentir culpable, incluso creyendo que nunca me iba a sentir así en una situación similar. Porque antes, después y a lo largo del día de hoy, cientos de mujeres en el mundo pasarán por ataques similares. Porque ninguna violencia merece ser invisibilizada, porque por cada agresión no denunciada, el resto se legitima de manera silenciosa.

Escribo sobre ello porque ninguna estamos libres de ser acosadas a día de hoy por la persona menos pensada... Y porque visibilizándolo, nombrando el problema, poniéndole cara, seremos capaces de condenarlo y luchar contra él hasta hacer que desaparezca.

Somos mujeres a las que nos hacen vivir con el miedo pegado al culo, pero que igualmente quieren, luchan y sueñan con caminar libres sin tener que sentirse valientes por ello.