‘El dragón de oro’, una fábula para el siglo XXI
"A pesar de la complejidad de personajes y localizaciones, aquello fluye".

¿Qué hace que después de una ver una obra de teatro quieras leerla? Eso pasa con El dragón de oro de Roland Schimmelpfennig que Sarabela Teatro acaba de estrenar en español en el Teatro de la Abadía, en Madrid. La sorpresa es cuando al leerla en ella se encuentra la aparente complejidad de roles, y su uso desprejuiciado y no binario por parte de los actores, que al verla se podía pensar que era una decisión de la directora de escena. Pues no. Resulta que había sido escrita así.
Aunque lo mejor es que, a pesar de la complejidad de personajes y localizaciones, aquello fluye, llevando al espectador del restaurante tailandés-chino-vietnamita El dragón de oro a las casas de sus vecinos en el mismo edificio, al chino que abre veinticuatro de horas, a un avión sobrevolando el Atlántico y África, y lleva hasta el río Yangtzé, tras pasar por el Ártico, atravesar el estrecho de Bering y avistar Japón.
Un viaje que comienza con el dolor de muelas de un joven cocinero o camarero chino sin papeles, llamado el pequeño, que trabaja en el restaurante de una ciudad europea. Una estrecha cocina en la que se apiñan cocineros y camareros asiáticos que apenas conocen el lugar de donde proceden los platos que cocinan y sirven. Donde comen de vez en cuando los vecinos y el chino que lleva los ultramarinos de al lado, al que de puro lleno no le queda mal la denominación mexicana para estos: abarrotes.
Situación que a su autor le sirve para reescribir la fábula de La cigarra y la hormiga de Esopo, como antes hicieran Jean de la Fontaine o Félix de Samaniego. Aunque esta vez la cigarra son los inmigrantes que vienen sin papeles, y, por tanto, sin derechos, a los que se trata como si toda su vida se la hubieran pasando holgazaneando. Y las hormigas, los afanosos acaparadores que controlan los suministros y distribuyen el trabajo, incluido el trabajo precario, que se sienten justificados por su historia personal y laboral. Y, que debido a esta situación y a lo que piensan de las cigarras, se consideran con el derecho de abusar (cruelmente) de ellas.
¿Qué papel juegan en esta situación las relaciones amorosas, familiares y los amigos de los que se pueden permitir tenerlos al lado y disfrutarlos? ¿Y las laborales? ¿Y la edad? Porque todo lo anterior está sucediendo cuando el resto de las personas con papeles trabajan y viven con derechos, hacen amigos, salen, se enamoran, se embarazan, envejecen a su pesa y tratan con sus familias. ¿Con quienes hacen amistad o empatizan? ¿Con las hormigas explotadoras o con las cigarras explotadas? La respuesta está en las encuestas de intención de voto y en la obra.

Temas serios, sí, a los que tanto el texto, pero, sobre todo la compañía sabe ponerle varias cosas. La primera y más importante, extrañeza y misterio. Más bien denotar esa extrañeza y ese misterio que está en el texto. A la vez que también sabe ponerle comedia, una comedia blanca para una situación tan negra. Y poesía. Una poesía liviana, ligera.
Cosa que hace con no muchos elementos de vestuario y escenográficos usados con eficiencia. Aunque la escenografía puede resultar sencilla y liviana a la vez que da la impresión de ser tocha y pesada. Sencilla y liviana porque con una mesa cubierta de metacrilato y ruedas te hacen el restaurante. Y con una caja similar pero puesta en vertical hacen un frigorífico y un escaparte de ¿el barrio rojo de Ámsterdam? Y tocha y pesada por ese paralepípedo central elevado e inmenso, o eso parece desde la butaca, que ocupa el centro escenario.
Es un poco lo que pasa con la obra. Que la sencillez y ligereza con la que sucede en escena ya sea la fábula de La cigarra y la hormiga, ya sea el restaurante, ya sea una visita a una tienda de muebles, o al chino de la esquina, o una discusión de pareja, choca de frente con los temas que trata. Como son la precariedad y explotación laboral, la inmigración, la prostitución, el amor, la amistad, la familia. Temas grandes y serios.
De tal manera que, si se toma distancia cuando se la está viendo, se nota que es una obra extraña, rara. A la vez que resulta muy fresca y cercana. Y da un poco de miedo la cotidianeidad del texto, del contexto y de la propia producción porque da unas noticias del mundo y de una manera que dan que pensar.

Impresión de frescura que quizás se deba a que tanto el autor como la compañía se conozcan poco o nada en los teatros madrileños. Aunque la obra de la que se habla se estrenase en 2009 y le diese a su autor un gran premio en Alemania. Y a pesar de que Sarabela Teatro tenga cuarenta años de historia.
Por lo que hay que dar las gracias al Teatro de la Abadía, y a su director, el dramaturgo Juan Mayorga, por su empeño en dar a conocer voces nuevas y nuevas compañías en Madrid. El público se lo agradeció el día del estreno dando un fuerte y largo aplauso tanto a la compañía como al autor de la obra, que estaba presente en la función.
