Transicioné durante la pandemia. Ahora el mundo me resulta inseguro de una forma totalmente nueva

Transicioné durante la pandemia. Ahora el mundo me resulta inseguro de una forma totalmente nueva

A pesar de lo incómodo que me resulta volver al mundo como mi auténtico yo, tengo muchas ganas de disfrutar con la familia, los amigos y los compañeros.

ILLUSTRATION: GGGGRIMES FOR HUFFPOST

Este blog forma parte de la serie Resistir. Crecer. Evolucionar, un proyecto global del HuffPost en el que distintas personas narran cómo les cambió la vida hace dos años la pandemia de coronavirus.

A estas alturas de la pandemia, he pasado unos 18 meses aislada en casa y he salido a la calle casi exclusivamente para hacer la compra o para recoger comida para llevar. Antes de la pandemia, ir a la oficina, quedar con los amigos para cenar y jugar a juegos de mesa, visitar a la familia e ir a conferencias eran cosas normales, pero ahora son un riesgo por el coronavirus.

Reconozco el gran privilegio que tengo por poder aislarme en casa con mi pareja, pero mi mundo ha cambiado drásticamente durante la pandemia.

En el último año y medio, he llegado a pensar en el mundo exterior como una amenaza, una fuente de exposición. Sin embargo, cada vez que las tasas de contagios descienden y me planteo volver a incorporarme al mundo exterior, ese mundo me empieza a parecer inseguro de modos totalmente diferentes. 

Tengo ante mí la oportunidad no solo de volver al mundo, sino de hacerlo como mi verdadero yo

La seguridad, tal y como he aprendido durante la pandemia, es un concepto relativo.

Cuando no llevábamos ni seis meses de pandemia, empecé a pensar en mi género de forma diferente. Ahora que no estaba expuesta a las muchas formas en que nos imponemos los roles de género en las interacciones cotidianas, empecé a comprender hasta qué punto mi forma de pensar en mí misma era un producto de esa presión social.

En la comodidad de mi casa y con el apoyo de mi pareja, empecé a explorar mi género y a experimentar con mi forma de presentarme. Empecé con pequeñas pruebas: ponerme algunos vestidos de mi pareja para ver cómo me sentaban, llevar joyas o cambiarme el pronombre en casa y con otros miembros de mi familia. El hogar es un lugar en el que puedo sentirme cómoda siendo yo misma, incluso cuando ni yo estoy segura de lo que significa exactamente.

Además de esa comodidad, mi hogar también se ha convertido en un lugar en el que tengo el control. Cuando tengo videoconferencias, puedo regular mi micrófono para controlar cómo y cuándo se me escucha. Con mi cámara web puedo elegir cómo presentarme ante mis compañeros y puedo utilizar fondos virtuales y filtros. Al cambiar mi nombre en el perfil, estoy segura de que lo primero que ven de mí mis compañeros de trabajo es mi pronombre y mi nuevo nombre. Cuando me siento especialmente triste, puedo incluso apagar mi cámara.

Por la noche, los mundos virtuales del Animal Crossing y el Final Fantasy XIV me dan aún más control, ya que puedo configurar todos los aspectos de mi persona virtual con solo pulsar unos botones. Así como me estaba costando mucho tomar ciertas decisiones en la vida real, como empezar la depilación láser o la terapia de reemplazo hormonal, el control sobre mi presentación virtual era algo sencillo y reversible.

En el mundo de Eorzea, puedo ser una atractiva maga roja de nivel 80 sin tener que preocuparme por si me cruzo con desconocidos.

Es precisamente este control el que no tengo cuando voy a recoger comida para llevar y escucho comentarios transfóbicos de otros clientes, o cuando hago la compra y me pregunto si las miradas de la gente van acompañadas de suposiciones incorrectas sobre mi género, o incluso cuando paseo a nuestro perro por la manzana y me pregunto cuál de nuestros vecinos está mirando mi cuerpo trans con asco u odio.

Salir de casa significa enfrentarnos al racismo, el sexismo, la transfobia y el capacitismo de los que nos habíamos refugiado en nuestros hogares

La intensa atención que se les presta a las personas transgénero sostiene aún más mi sensación de que salir por la puerta de casa significa entrar en un mundo fuera de mi control. Las elecciones políticas se ganan azuzando el odio, incluso con carteles públicos transfóbicos. Que esta apelación al odio funcione es una prueba de cómo me ven las personas que me rodean.

Pero estos temores no son nuevos, claro. La misoginia y la transfobia no nacieron ni murieron con la pandemia. A lo largo de mi carrera como investigadora en computación cuántica, he experimentado de primera mano el acoso que puede suponer esta cultura hipermasculinizada. Muchos de mis compañeros de profesión han sufrido cosas peores por su género, orientación sexual, discapacidad o raza, mientras que yo siempre me pude beneficiar de la seguridad de ser percibido como varón y por el privilegio que me otorga mi piel blanca. 

En lo que fue una “broma” especialmente memorable, un antiguo compañero de trabajo se disfrazó de mujer en una fiesta y animó a los demás a acosarle sexualmente para hacerles reír. Me sentí furiosa por la misoginia y la transfobia en nombre de tantas otras personas que han sido acosadas por ello, pero, por entonces, la amenaza contra mí era más bien abstracta.

En aquella ocasión, pude mostrar mi desacuerdo, irme de la fiesta y dormir en mi cama sabiendo que yo no había sido individualmente el objetivo. Cuando recuerdo ese momento ahora, siento esa misma amenaza mucho más personal, concreta e inmediata.

Durante la mayor crisis de la pandemia, el coronavirus hizo que muchas de estas preocupaciones desaparecieran de nuestra mente, sustituidas por el miedo a exponernos al virus, la preocupación por nuestros seres queridos, el estrés, el pánico y el dolor que sentimos por los amigos y familiares que hemos perdido. Por eso no es de extrañar que, ante ese temor existencial, el control y la comodidad del hogar se hayan vuelto aún más importantes.

La perspectiva de volver a entrar en el mundo significa abandonar ese espacio de comodidad y control para enfrentarme a amenazas y miedos que antes no tenía. Pero no estoy sola en esto. Para muchos de nosotros, salir de casa significa enfrentarnos al racismo, el sexismo, la transfobia y el capacitismo de los que nos habíamos refugiado en nuestros hogares.

Pues bien, muchos de nosotros nos enfrentamos a esto, pero sin el privilegio de poder refugiarnos en un hogar seguro, ya sea por falta de techo, por las exigencias de ser un trabajador esencial, por sufrir violencia en el propio hogar o por cualquier otra circunstancia.

Pasar la mayor parte del día fuera de casa implica que no puedo evitar usar los baños públicos con tanta facilidad. La idea de volver a viajar trae consigo el miedo a ser maltratada, manoseada o algo peor. Antes, vestirme o afeitarme por la mañana me parecía algo mundano, pero ahora debo asegurarme de que tengo un aspecto lo bastante femenino, no solo para evitar la disforia de género, sino también para evitar el odio de los demás.

Con las vacunas, las mascarillas y el distanciamiento social, tal vez recupere la esperanza de volver a ver a mis amigos y familiares en persona. Puede que recupere la esperanza de viajar, de comer fuera, de ir al cine, a conciertos y a obras de teatro, de trabajar en cafeterías y bibliotecas, de jugar a juegos de mesa en mesas físicas o de hacer picnics en el parque. A pesar de lo incómodo que me resulta volver al mundo como mi auténtico yo, tengo muchas ganas de disfrutar con la familia, los amigos y los compañeros.

Es muy fácil que ser transgénero nos resulte horrible, incómodo y amenanzante, sobre todo teniendo en cuenta la frecuencia con la que los políticos y los famosos nos convierten en el chivo expiatorio o el chiste del día. Es muy fácil, pero no es cierto: para mí, ser transgénero significa tener la libertad de definir mi género para que refleje lo que realmente soy. Tengo ante mí la oportunidad no solo de volver al mundo, sino de hacerlo como mi verdadero yo.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.