The Loco-Moción

The Loco-Moción

Creo sinceramente que Tamames debería haber sopesado principios y declaraciones de sus patrocinadores antes de embarcarse en un espectáculo que no iba a agradar ni al público ni a la crítica.

The Loco-Moción.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Era yo muy joven, casi niño, cuando se puso de moda un baile llamado The locomotion, que los más avispados escuchadores de radio pronunciaban “locoumousion”. La canción que lo sustentaba era, desde luego, pegadiza, pero no daba mucho juego para los guateques porque ni era lenta, de las de bailar palpando, ni lo bastante movida para desmadrarse; duró lo que tardó en crecerle el pelo a unos chicos de Liverpool. Su austera coreografía consistía en imitar con los brazos el movimiento de la biela de una locomotora, aunque, cuando la canción terminaba, nadie se había movido del sitio, lo mismo que ocurría con los trenes de entonces.

Pues bien: discurso arriba, insulto abajo, creo que ya he contado la sesión parlamentaria que abrió la semana (sesión de vía estrecha y con mucha marcha atrás) y que tanto juego ha dado a dibujantes de viñetas, articulistas, contertulios ovnipresentes (algunos parece que han venido en platillo volante) y cómicos sin distinción de pelaje.

Habrán notado los esforzados lectores de estos apuntes que ni riego, ni abono ni estercolo el jardín de los nombres propios (no quiero convertir este barbecho en una casa de citas. Mejor que queden en “Sombras”). De hecho, recuerdo un obituario en el que no cité al finado, y la revista en cuestión organizó un concurso con premio para el que identificara al fiambre. Pero, en esta ocasión, me resulta imposible no escribir el de Ramón Tamames para preguntarme cómo ha podido una persona de su fuste terminar presidiendo este desfile de carnaval, organizado con tanto retraso que ha terminado por fundirse con el entierro de la sardina. En este, como en el que apura la juerga la tarde del Miércoles de Ceniza, ni los que portan el ataúd ni el enlutado cortejo pueden contener las ganas de descojonarse, y si alguno llora, lo hace por lo mucho que tardan en llegar los gin-tonics.

En una situación muy distinta, cuando todos quisimos ser héroes y solo fuimos resistentes, estábamos pendientes de cuanto se cocía en el Partido (sin más. Cualquier otro tenía que ser explicado, pero los comunistas, nadie lo dudaba, estaban en la vanguardia de aquella pelea desigual) y no ignorábamos que a él se habían adscrito personas de tan diversa procedencia como escaso pedigrí. Tanta militancia estrambótica se explicaba por la necesidad de una organización eficaz y con calado social, y esa solo la podía garantizar la troupe de Carrillo, que presentaba como valor añadido su bronca con los mandamases de Moscú y su invento (junto con Berlinguer) del eurocomunismo, que sonaba a moderno y democrático.

Pero si algunos ilustres compañeros de viaje (categoría en la que entrábamos todos ¿quién no había tirado unas octavillas, levanto el puño un primero de mayo o guardado unos libros prohibidos, aunque solo fuera por hacer un favor a un amigo?) chirriaban cuando eran nombrados y provocaban suspiros de alivio al apearse del tren rojo (¿lo ven? Mejor sin nombres), con Ramón Tamames nunca tuvimos dudas. Su prestigio como economista de fuste, de método científico y exactitud en las cifras, al que la dictadura podía ocultar, pero no denigrar, suponían para todos los que no veraneábamos por no ponernos cara al sol, un motivo de orgullo, una garantía de nuestra razón. Ni era un cantante de moda, ni un poeta veleidoso ni un aristócrata con salero. Era, o parecía, un intelectual de primer orden, capaz de sostener tesis socialistas con fundamento y garantizar el parlamentarismo y las libertades políticas sin giros estrambóticos.

Fue de los pocos a los que le otorgamos el honor de ser imaginados como presidentes de la República que llegaba, aunque en nuestro corazón ganara Tierno Galván, libro en latín en una mano y copa de Machaquito en la otra.

Y quizás, solo quizás, Ramón Tamames nos engañó a todos. No lo digo por el esperpento actual (¿qué habrían escrito Pla, Chaves Nogales, Carandell... de tamaña bufonada?), sino por las veleidades a las que se entregó en cuanto se quitó la chaqueta de la clandestinidad para ponerse la que tuviera más a mano, desteñida o nueva. Recuerdo que se inventó un partido a medio camino entre el socialismo de salón y el ecologismo tibio, al que metió en aquella inexplicable por indigesta macedonia que se nombró Izquierda Unida, monstruo de Frankestein en el que lo mismo te encontrabas con un naturista estreñido, un republicano de derechas, un carlista sin dios, fueros ni boina, o a Tamames cogiendo la puerta que daba al CDS de Suárez.

Entiendo que el Partido (el Comunista, ya nos entendemos) se quebrara cuando las urnas no reflejaron el prestigio ganado en la clandestinidad y un guaperas sevillano se quedó con el santo, la peana, la limosna, la OTAN, la reconversión industrial, las privatizaciones… Y entiendo que la edad nos vuelva conservadores, aunque lo cierto es que también fofos y cobardes, ansiosos de seguridad y alérgicos a cualquier aventura (que linda con la sombra, gracias Borges), ya sea el alpinismo o la transformación social, que nos obligue a levantarnos del sillón.

Pero creo sinceramente que Tamames debería haber sopesado principios y declaraciones de sus patrocinadores antes de embarcarse en un espectáculo que no iba a agradar ni al público ni a la crítica.

Si al menos hubiera emulado a su tocayo, apareciendo a horcajadas sobre un elefante blanco (primo, tal vez, del que dio plantón a Tejero) para soltar su discurso (del que, discúlpenme, solo soporté el primer canter, increíble promoción publicitaria de sus muchas ediciones vendidas -Escrivá de Balaguer, el santo de Aliexpress estará celoso-)... digo que, al menos, el show habría alcanzado un mínimo de esplendor.

El profesor debería haber pensado en el proverbio italiano que afirma que un hermoso final honra toda una vida, antes de enterrar su fama en una representación de tan poca altura: ni trapecios hubo en el espectáculo, aunque sí alusiones al pobre aliño indumentario de algunas de sus señorías, que tenían claro que uno no se pone corbata para ir a un circo de extrarradio.

En el de esta semana, hasta los leones miraban para otro lado.

¿Acaso nadie en el partido promotor de la moción estaba preocupado porque su candidato hubiera dedicado buena parte de su tiempo a desligarse de ellos? ¿No habría sido más sensato llevar a cabo un trabajo parlamentario serio en vez de este brindis a Mercurio, que el sol ni se ha enterado?

Este despeñadero no debería haber tenido lugar. Alguien debería haber sido lo bastante sensato como para convencer al profesor Tamames de que a sus años, y con bastón, no se está en condiciones de salir a la pista a bailar esta loco-moción que no ha pasado de ser una broma entre talluditos trasnochados.

Y si el objetivo ha sido que los telespectadores se echaran unas risas, creo que ya se tocó techo con el Chiquilicuatre.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”