Volar sin alas

Volar sin alas

Para algunos chavales (que solo hubiera uno en su situación sería escandaloso, pero son millares) con los que nos cruzamos a diario, ir al colegio o al instituto se convierte en un paseo hacia el paredón.

Volar sin alas.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

No creo equivocarme si afirmo que nadie es capaz de comprender el dolor, que nunca es una corona de gloria. Quizás Borges se asomó a su abismo.

Lo sentimos y nos desarbola como el tifón a un velero de juguete; pero, al cesar, se borra de nuestros registros y solo queda la angostura de haberlo sufrido. No ocurre lo mismo con el placer, cuyo recuerdo podemos convocar vivamente con un mínimo de concentración (el bendito onanismo vive de eso).

Siempre sentimos el dolor por primera vez. Quizás podamos acostumbrarnos a la idea de que vamos a padecerlo, pero jamás nos acostumbraremos al pedernal de sus sensaciones. Por eso mantenemos, irracionalmente si quieren, el miedo al dentista (en mi caso, y para aumentar la tortura, en la pared de su gabinete cuelga un retrato de Aznar), al avión, a las agujas… porque sabemos lo que nos espera, pero ni sospechamos cómo será esta vez.

Cuando me licenciaron de la tediosa mili, curiosamente el mismo septiembre en que un general bigotudo truncó el sueño de Allende, abandoné el cuartel con el paso cambiado (también lo llevaba antes), convencido de que esa sería, para siempre, mi gran liberación. ¿Cómo iba a sospechar que no fue más que un traspiés, nada comparado con el día en que me dieron el alta en la Quirón? Liberado ya de vías y de quimios, vi entonces, de verdad, las infinitas alamedas abiertas.

No puedo imaginar cómo ha de sentirse aquel para el que el mayor terror es despertar cada mañana anticipando desde el primer momento las torturas que va a sufrir a lo largo de la jornada sin que nada le pueda librar de ellas. Y no me refiero a quienes abren los ojos en cualquiera de los pozos de miseria que pululan bajo nuestra cómoda vida, o a aquellos para los que el despertador es una picana (las frías estadísticas aún nos condenan a la tortura en cuatro continentes; así cada cual puede consolarse pensando que el suyo es el que se libra); tampoco a los ucranianos, yemenís, sudaneses... hacia los que vuela, en este mismo instante, el dron fatal.

Para algunos chavales (que solo hubiera uno en su situación sería escandaloso, pero son millares) con los que nos cruzamos a diario, ir al colegio o al instituto se convierte en un paseo hacia el paredón en el que serán lenta y constantemente fusilados con la agresión y el desprecio.

Un día tras otro.

No hace mucho, estoy convencido de que no han podido olvidar la noticia, dos hermanas gemelas saltaron desde el balcón de su casa, hartas de soportar el maltrato que recibían de sus compañeros de estudios. Los motivos me traen, con perdón, al pairo. Si una de ellas era transexual, si las acosaban por su acento argentino, si lo hacían por que no hablaban catalán… tales disquisiciones solo han servido para que algunos (ni sé cómo nombrarlos) hayan cogido la causa que más se acomoda a su discurso y la exploten.

En realidad, al sadismo le vale cualquier excusa para darse rienda suelta.

Aquel mismo día, o al día siguiente, supimos que un chaval, autista, también había decidido dejar atrás la ventana de su cuarto y su vida.

Y no son casos singulares, siniestras carambolas del destino o acumulación de circunstancias extraordinarias. El índice de suicidios aumenta día a día; y si las cifras nos golpean con saña, al acotarlas a los casos entre adolescentes nos arrojan a la lona sin ganas de levantarnos, sordos ante el sonido de la campana que suena a requiem.

Tan solo nos enteramos de los muertos, pero en el oscuro fondo del ataúd quedan los heridos descosidos por los adentros, los que aran la besana de su cuerpo con la cuchilla de afeitar y el vómito, los hundidos que ya no saldrán a flote.

Yo, como ustedes, me pregunto qué se puede hacer y sé que no basta con lo que estoy haciendo. Quizás la primera medida que debemos tomar es no delegar en otros, no decidir que este asunto compete a los educadores en exclusiva. Me consta que muchos de estos están desbordados por los escollos con que chocan a diario en una sociedad que parece gozar cuanto más se denigra el conocimiento y la sensibilidad.

Y me cuesta creer que seamos tan rápidos en denunciar a los centros que no supieron o no pudieron ver lo que estaba ocurriendo mientras no nos preguntamos por nuestra propia ceguera.

Hace pocos días, unos críos de tercero de ESO violaron a una compañera en un aula vacía. En otra población, una adolescente fue llevada a un callejón por sus “colegas” para propinarle una paliza debidamente filmada y difundida.

Porque esa es otra perversión de estos tiempos: no basta con humillar; hay que grabarlo y divulgarlo.

¿Ninguno de los compañeros de tanta víctima sintió la necesidad de acabar con la persecución? ¿Tan fácil es permanecer indiferente?

¿Nadie se cruzó con ellos, los vio llorar y les preguntó qué les ocurría? ¿Día tras día volvieron a su casa sintiendo como el mundo, su mundo, miraba hacia otro lado?

Ya que no aspiramos a ser héroes ¿es tan difícil informar de lo extraño que vemos en recreos, parques y plazas?

¿Acaso somos como los probos ciudadanos alemanes o polacos que, hace ocho décadas, pensaban que tras las alambradas y bajo las chimeneas se asaban castañas?

Y los padres de los agresores ¿pretenden convencernos de que jamás sus retoños han alardeado de sus hazañas, ni han insultado gratuitamente a otros, ni han mostrado una agresividad excesiva en su presencia? ¿Y no les ha parecido preocupante?

¿No será, digo yo, que, obsesionados por el éxito, nos esforzamos en enseñar a nuestros hijos a ser psicópatas?

Y basta de echarle la culpa a Internet o a las redes. En el laberinto cibernético no solo encontramos la estupidez elevada al cubo, sino también libros, sexo, música, paisajes, opiniones valiosas (no siempre esta página), datos e historias de interés. Debiéramos meditar por qué hemos decidido, como sociedad, dar la espalda a la herramienta de conocimiento más poderosa jamás inventada y que, por si faltaba algo, cabe en un bolsillo y marca paquete.

Todo esto, escrito en un arranque de rabia, se ha dicho ya demasiadas veces, sin que ninguna de las tragedias que llegamos a conocer nos haya hecho reflexionar un instante.

Pero ahora mismo, mientras ustedes leen y apuran café y cigarrillo, y yo regateo tomates y tirabeques con el frutero, hay jóvenes que apenas han empezado a vivir y ya se asoman al vacío desde la ventana de su cuarto.

Y no quieren las alas de Ícaro, porque no piensan en subir hasta el sol, sino en llegar al suelo cuanto antes.

Las personas con pensamientos y conductas suicidas, así como sus allegados, pueden recibir ayuda en el teléfono 024, llamando al 112 o contactando con el Teléfono de la Esperanza (717 00 37 17). Aquí puedes encontrar más información sobre asociaciones y aplicaciones para la prevención del suicidio.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”