El amor no es para los poetas

El amor no es para los poetas

Parecía que habían venido al mundo sólo a divertirse: brillantes, listos, elegantes, bohemios, vanidosos, soñadores, narcisistas. La edad de Plata, nuestro círculo de Bloomsbury, la generación del 27. Sin embargo, cada uno tenía dentro su propio pozo trágico: Lorca, Buñuel, Dalí, Salinas...

Cuando un hombre se asoma a una ventana, suele ver lo que tiene delante. En cambio cuando lo hace una mujer, acostumbra a ver también todo lo que ha dejado detrás. Éste no es un hecho científicamente demostrado, desde luego, Pero todos sabemos que es así. Kate es la mujer que se asoma a la ventana al principio de esta historia. Afuera está nevando. Y falta muy poco para Navidad.

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Nadie sabe muy bien cómo nacen las novelas, pero lo que es seguro es que empiezan mucho antes de lo que una se piensa. Hace un par de años hice un viaje en Nueva York y visité la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Fue allí donde conocí a Kate. No sabía mucho de ella, sin embargo su cara me resultaba extrañamente familiar. ¿Dónde la había visto antes?

Dándole vueltas al asunto, la memoria me llevó a un antiguo cine destartalado muchos años atrás. Yo entonces era una cría adicta a la gran pantalla. Durante la proyección, el temporal que azotaba el pueblo derribó de un golpe los postes del tendido eléctrico y la sesión tuvo que ser suspendida en mitad de la película. En el último fotograma proyectado se veía una mujer recortada a contraluz en el marco de la ventana, mirando hacia la calle. Había alguien allí fuera, parado bajo la lluvia, mojándose.

Dicen que la imaginación es hija de la incertidumbre. Esa noche nació en mi fantasía la mujer de la ventana. Entonces todavía no se llamaba Kate, ni yo había leído a Pedro Salinas ni, por supuesto, sabía nada acerca del amor ni de la vida. Pero quizá en algún lugar había empezado a liarse la madeja. Alguien tenía que tratar de encontrar los fotogramas perdidos, saber para qué existía todo eso: la ventana, la mujer rubia, el hombre que esperaba parado bajo la lluvia.... Había que dejar entrar en casa a los fantasmas. No quedaba más remedio.

Después, naturalmente, ocurrieron otras cosas en mi vida que requirieron mi atención y me olvidé un poco de ella. Viajé, recorrí lugares que quería recorrer y otros que hubiera preferido ahorrarme, supongo que llegado el caso podría recitar, a mi estilo y con la debida modestia, el diálogo de Blade Runner. Aunque nunca he llegado a ver naves en llamas más allá de Orión, he visto las cosas que todos perdimos en el fuego; aprendí a cocinar lo justo para sobrevivir; busqué una manera de ganarme la vida ajustada a las limitaciones de mi carácter un poco indisciplinado. Cometí todos los errores que hay que cometer. Me enamoré unas cuantas veces, naturalmente siempre de la persona equivocada, que es la única manera literaria de enamorarse; me las apañé como pude para capear el temporal y me acostumbré a recorrer mi camino con los ideales justos para ir tirando. Perdí la inocencia de los primeros tiempos, aprendí a pelear y a defenderme en diferentes terrenos, como hacemos todos más o menos en la vida, y un día en el bar de la Facultad de Historia de Santiago de Compostela, leí un poema:

Quítate ya los trajes,

Las señas, los retratos,

Yo no te quiero así,

disfrazada de otra,

hija siempre de algo.

Pertenece al libro de poemas La voz a ti debida, uno de los mejores libros de poesía amorosa jamás escritos. Ya entonces pensé que su autor, Pedro Salinas, era un gran poeta y quizá también un hombre que se estaba mojando bajo la lluvia. Luego supe más cosas, claro. Sobre él y sobre el grupo que surgió en torno a la Residencia de Estudiantes, la generación del 27. Nuestro círculo de Bloomsbury. ¡Qué tiempos! La colina de los chopos todavía guarda muchos secretos, pero el más profundo de todos es sin duda el del alma de un país que, por muy poco, casi estuvimos a punto de llegar a ser.

Aquellos carismáticos jóvenes coincidieron con el cinematógrafo, el aeroplano, el teléfono y el bugatti. Chicos con pantalones de pliegues, corbatas de pajarita y jerséis blancos de pico. Parecía que habían venido al mundo sólo a divertirse. Brillantes, listos, elegantes, bohemios, vanidosos, soñadores, narcisistas. La edad de Plata. Sin embargo, cada uno tenía dentro su propio pozo trágico. Lorca, Buñuel, Dalí, Salinas...

Todos los espejos tienen un lado oscuro, por supuesto. Indagué en los trapos sucios de aquella época rugiente y fabulosa de Madrid como quien mete la nariz en una alcantarilla. Recorrí sus calles, me colé en sus fiestas, asistí a sus veladas... Pero sobre todo me pregunté quién sería y cómo sería la mujer sin disfraces ni señas ni retratos que había inspirado el poema.

No crean, no fue fácil dar con ella. Pero al final la encontré. Descubrí lo que quería descubrir. Al fin y al cabo la resolución del enigma siempre está en el fondo de uno mismo. El peligro, la traición, la venganza, el miedo, la derrota, el amor, la muerte y todas esas cosas.

No en palacios de mármol,

no en meses, no, ni en cifras,

nunca pisando el suelo:

en leves mundos frágiles

hemos vivido juntos...

Una vez esta mujer rubia y extranjera que no pisaba palacios de mármol escribió o dijo algo que me dio que pensar. Algo que al parecer ocurría al otro lado de una ventana una tarde de invierno mientras fuera nevaba. Algo tan poco verosímil que por fuerza tenía que ser verdad, aunque a mí nunca me ha ocurrido nada parecido. Quizá es algo que sólo le ocurre a las personas elegidas o a las que de verdad lo merecen.

Ella, desde luego, lo merecía. Tenía sus propios fantasmas, era joven e inteligente, devoraba libros y en el interior le ardían muchas cosas a la vez. Alguien especial. Debía serlo de veras para inspirar tantos poemas. Aunque como todos sabemos, el amor no es un verso libre.