Carta a mi profesor

Carta a mi profesor

"A las novelas se les pone, como mínimo, dos veces el punto final".

La sastrería de Scaramuzzelli.ROCA EDITORIAL

Apreciado maestro don Gregorio:

Se lo dije, que la coma del vocativo y los dos puntos a continuación del nombre se los iban a desterrar del encabezado de las epístolas, hoy devoradas por los anglicismos informales del email. La suya era una de esas batallas que no se libran para ganar, sino para resistir el mayor tiempo posible, que es justo, como sabe, mi propósito con la historia del manuscrito que le envié: retener en una fábula a un padre y a un hijo antes de que uno los dos se marche para siempre.

Le pido disculpas por desaparecer durante estos cuatros años. Cuando le hice llegar el borrador de La sastrería de Scaramuzzelli, allá por septiembre de 2018, no imaginaba lo lejos que me encontraba todavía del texto definitivo, de la obra que ahora habita las librerías. La inexperiencia como novelista, por ser mi debut, me hacía pensar que el final de un trabajo tan intenso no podía suponer el comienzo de otro casi terebrante, y menos viniendo de una trayectoria que daba cierta confianza para una publicación inmediata: reconocimientos literarios, una prestigiosa beca de creación, varias críticas favorables y el teléfono de algún agente literario interesado en seguirme la pista. Pero usted fue sincero, don Gregorio, me avisó de que estábamos a mitad de camino: “A las novelas se les pone, como mínimo, dos veces el punto final. Quite lo superfluo, haga de los capítulos más débiles aquellos que por orgullo querría releer. Los escritores de raza se descubren en las revisiones”.

Cuánto agradezco sus palabras, don Gregorio, porque no solo quité los excesos, sino que me alejé de la obra para comprender el auténtico proceso de la reescritura. Los jóvenes de hoy en día desconocemos el concepto de la espera, de la reflexión, tal vez por las exigencias de este modelo actual de consumo; y no, don Gregorio, las prisas nunca fueron buenas consejeras. Ningún clásico de los que tanto nos gustan a los dos nació de la imprudencia, y para escribir algo certero hay que sumarse a la corriente de Juan Ramón Jiménez, invertir semanas en encontrarle un sustituto al término imperfecto. Que se lo digan si no a su semitocayo, a Juan Rulfo, que se rumorea que recortó más de cien páginas de su gran obra, Pedro Páramo.

Los escritores de raza se descubren en las revisiones

No se alarme, don Gregorio, que yo no arranqué tantas, la esencia continúa siendo la que usted leyó, incluso el primer capítulo: el sastre Barros Scaramuzzelli aparece en Tonleystone para cumplir la profecía del fabricante de tejidos Joseph Langhorne. ¿Se acuerda? Era la clave, porque anunciaba que algún día llegaría alguien para cambiarlo todo. Aunque le añadí algo, don Gregorio, no al inicio, sino al desenlace. Porque usted conoce que esta novela es autoficción, que escondí mi vida o me basé en ella, que a Patty la imaginé sufridora, como a mi madre; que la obsesión de William por la luz es mi obsesión por comprender la realidad de nuestro mundo; que mi viaje a Inglaterra, del que tanto le hablé, cimienta el relato en el que la irrupción de la alta costura corrompe la sociedad. Pero lo que me faltó e incorporé después, don Gregorio, es la ausencia, la pérdida que no se repara y que debemos arrastrar hasta el fin de nuestros días. Y yo perdí, don Gregorio, y necesitaba contarlo. No quiero darle más detalles, que entonces le arruino la nueva lectura. Un spoiler, así lo llaman los modernos.

Me despido ya, debo preparar la presentación en la Feria del Libro de Majadahonda. Le ruego, otra vez, que me perdone por no haberle escrito antes, aunque ojalá encuentre en esta elipsis un motivo por el que estar satisfecho de su alumno. Javier Marías manejaba estas interrupciones como nadie, y a él he decidido dedicarle una de las dos citas que abren la novela. La otra es para Antonio Gala.

Por cierto, algún día de estos le mandaré un audio de WhatsApp, no vaya a ser que en la palabra escrita no alcance a ver la madurez de la voz. Recuerdo que en clase se quejaba de que la suya estaba siempre ronca, y que se alegraba de que con tantas restricciones ahora fumase menos, pero que también la prohibición del tabaco había sido la prohibición del silencio, de la pausa. No se preocupe, don Gregorio, que yo las seguiré haciendo. Es la única manera de que estos enanos, a los que me sumo, puedan subirse todavía a hombros de gigantes como usted.

Guillermo Borao es autor de ‘La sastrería de Scaramuzzelli’ (Roca Editorial), una oda a los sueños, a la vida y a la esperanza. Una fábula vestida de novela que nos recuerda el valor de las pequeñas cosas, nos cuestiona quiénes somos, y se rinde al amor por la familia. Ya en librerías.