John Verdon alerta de las ‘fake news’ al servicio del poder y los brotes racistas

John Verdon alerta de las ‘fake news’ al servicio del poder y los brotes racistas

AOL

Por John Verdon

WMagazín publica en primicia el comienzo de la nueva novela del autor estadounidense: 'Arderás en la tormenta'. Verdon empieza su gira por España y su obra promete convertirse en uno de los fenómenos de la Feria del Libro de Madrid.

Presentación WMagazín. David Gurney, uno de los detectives literarios convertido en fenómeno global vuelve en una sexta entrega con Arderás en la tormenta(Roca Editorial). John Verdon, su creador, le da nueva vida para abordar el tema de las llamadas fake news, la elaboración de noticias falsas, a la carta y al servicio del poder, y el despertar de los brotes racistas en Estados Unidos. Arderás en la tormenta alerta sobre esta mala praxis del periodismo y sus riesgos para la sociedad. Verdon, saltó a la fama en 2010 con su debut novelístico Sé lo que estás pensando, que refrendó un año después con No abras los ojos. Ahora llega su sexto thriller y su aura de suspense más comprometido con el presente.

John Verdón (Estados Unidos, 1942), traducido a más de veinte idiomas, empieza hoy en Madrid su periplo por España y su novela promete convertirse en uno de los títulos de la 77ª Feria del Libro de Madrid . El autor firmará libros en la feria el 9 y 10 de junio, último día de la cita editorial. "La imaginación sensacional de Verdon construye un pandemonio de crímenes internacionales. Deseemos larga vida a Verdon", dijo Justo Navarro, escritor y gran lector y conocedor del género negro y policial, en el diario español El País hace unos años.

WMagazín avanza en primicia los dos primeros capítulos de su última novela

Arderás en la tormenta

Dave Gurney estaba ante el fregadero de la cocina de su granja, con uno de los coladores de Madeleine en las manos. Con sumo cuidado, vaciaba en él un tarro muy antiguo de vidrio teñido, que contenía una especie de guijarros marrones recubiertos de una costra de barro.

Al limpiarlos de tierra, vio que eran más pequeños, de un color más claro y también más uniformes de lo que parecía en principio. Puso una toallita de papel en la encimera del fregadero y vertió sobre ella el contenido del colador. Cogió otra toallita y la aplicó meticulosamente sobre los guijarros hasta secarlos; luego los llevó, junto con el tarro, desde la cocina hasta el escritorio de su estudio y los colocó al lado de su portátil y de una gran lupa. Encendió el ordenador y abrió el documento

que había creado con el programa de gráficos arqueológicos: un sistema que había adquirido hacía solo un mes, poco después de encontrar los restos de un antiguo sótano de piedra en el bosquecillo de cerezos situado por encima del estanque. Lo que había descubierto hasta ahora inspeccionando el lugar le impulsaba a creer que ese sótano había servido quizá de cimiento de una construcción de finales del siglo xvii o principios del XVIII: tal vez la casa de un colono en lo que entonces debía de haber sido una región fronteriza salvaje.

El programa arqueológico le permitía superponer una retícula a escala sobre una foto actual de la zona del sótano, y luego marcar las cuadrículas con códigos para indicar la ubicación exacta de los objetos que había encontrado. Una lista adjunta enlazaba los códigos de identificación con la descripción verbal y las fotografías de cada uno de los objetos halla­ dos. Entre estos objetos, ahora había dos ganchos de hierro, que, según lo que decían en Internet, se empleaban para estirar pieles de animales; un utensilio modelado con un hueso largo, que servía probablemente para desollar y rascar las pieles; un cuchillo con el mango negro; los restos oxidados de varios eslabones de una cadena de hierro; y una llave también de hierro.

Prácticamente sin darse cuenta, había empezado a contemplar aquellos pocos objetos, apenas iluminados por sus escasos conocimientos del periodo histórico al que estaban asociados, como los primeros e incitantes fragmentos de un rompecabezas: como una serie de puntos que debían conectarse con la ayuda de otros puntos todavía por descubrir.

Después de anotar la ubicación de su último hallazgo, cogió la lupa para examinar el tarro, que era de un cristal azulado y ligeramente opaco. A juzgar por las fotos que había en Internet de otros recipientes similares, el tarro concordaba con su estimación de la época de los cimientos.

A continuación se concentró en los guijarros. Sacó un clip del cajón del escritorio, lo desdobló hasta convertirlo en un alambre más o menos recto y lo utilizó para mover uno de los guijarros, girándolo y dándole vueltas bajo la lupa. Parecía relativamente pulido salvo en una de sus facetas, que consistía en un hueco diminuto con unos bordes afilados. Prosiguió con el segundo guijarro, en el que identificó la misma estructura; y luego con el tercero y el cuarto, así como con los cuatro res-

tantes. Esa minuciosa inspección revelaba que los ocho, sin ser idénticos, tenían la misma configuración básica.

Se preguntó cuál podría ser el significado de eso.

Luego se le ocurrió que quizá no fueran guijarros.

Podían ser dientes.

Dientes pequeños. Posiblemente de un niño.

Si era así, le venían inmediatamente otras preguntas a la cabeza: preguntas que le impulsaban a volver al yacimiento para excavar un poco más.

Justo cuando se levantaba, Madeleine entró en el estudio. Echó un vistazo rápido a los objetos esparcidos sobre la toalla de papel, con ese leve rictus de repugnancia que cruzaba su rostro cada vez que pensaba en la excavación que ahora tenía bloqueado el sendero que tanto le gustaba. Tampoco ayudaba

que la forma que Gurney tenía de abordar esa excavación le recordara a la actitud con la que solía abordar una escena del crimen en el pasado, en su época de detective de homicidios de la policía de Nueva York.

Una de las fuentes constantes de tensión de su matrimonio era esa grieta siempre abierta: una grieta entre el deseo de Madeleine de que ambos cortaran con su pasado en la ciudad, para abrazar incondicionalmente una nueva vida en el campo, y la incapacidad (o la resistencia) de Gurney para deshacerse de una vez de su actitud profesional, de esa necesidad de estar siempre investigando algo.

Ella adoptó una alegre sonrisa, con firmeza.

—Hace una mañana preciosa de primavera. Voy a caminar por el viejo sendero de la cantera. Volveré dentro de un par de horas.

Gurney esperó a la siguiente frase. Normalmente, después de informarle de que iba a salir, Madeleine le preguntaba si quería acompañarla. Y, normalmente, él ponía una excusa relacionada con alguna tarea pendiente. La verdad pura y dura era que caminar por el bosque no le proporcionaba la misma sensación de paz que a ella. Su propia sensación de paz, un sentimiento íntimo de fuerza y de confianza en sí mismo, no surgía tanto de disfrutar del mundo que le rodeaba como de averiguar qué ocurría y por qué. La paz a través de la investigación, a través del descubrimiento, a través de la lógica.

Esta vez, sin embargo, ella no le invitó a acompañarla. Se limitó a añadir con una evidente falta de entusiasmo:

—Ha llamado Sheridan Kline.

—¿El fiscal del distrito? ¿Qué quería?

—Hablar contigo.

—¿Qué le has dicho?

—Que habías salido. Ha llamado antes de que volvieras a casa con estas cosas —dijo Madeleine, señalando los guijarros

con forma de diente—. No ha querido dejar ningún mensaje.

Ha dicho que volvería a llamar a las once y media.

Gurney alzó la mirada hacia el reloj de la pared. Eran las once menos cuarto.

—¿No te ha dado ninguna pista de lo que quería?

—Parecía bastante tenso. Quizá tenga que ver con los disturbios de Whiter River.

Él reflexionó un momento.

—No veo cómo podría ayudarle en ese asunto.

Madeleine se encogió de hombros.

—Es solo una suposición. Pero sea lo que sea, seguramente no te lo dirá claramente. Es una víbora. Ve con cuidado.

2

Mientras Madeleine se ataba los cordones de sus botas de montaña en el vestíbulo, Gurney se preparó una taza de café y salió a sentarse en una de las sillas del patio de piedra caliza, junto al plantel de espárragos.

Desde el patio se podían ver los pastos bajos, el granero, el estanque y la carretera local apenas transitada que iba a morir en las veinte hectáreas de bosques y campos de la propiedad. En realidad, hacía mucho que el lugar no era una granja en activo, y lo que Madeleine llamaba «pastos» no pasaban de ser unos prados cubiertos de maleza. El abandono les había conferido, si acaso, una belleza más natural, especialmente ahora, a principios de mayo, con la primera explosión de flores silvestres expandiéndose por toda la ladera.

Madeleine salió por las puertas cristaleras que daban al patio con una cazadora fucsia de nailon entreabierta encima de una camiseta verde amarillento. Ya fuera por la exuberante sensación del aire primaveral o por la simple expectativa de la excursión, su humor había mejorado a todas luces. Se inclinó sobre la silla de madera y le dio un beso en la cabeza.

—¿Seguro que oirás el teléfono desde aquí?

—He dejado abierta la ventana.

—De acuerdo. Nos vemos dentro de un par de horas.

Gurney alzó la vista hacia ella y entrevió en su suave sonrisa a la mujer con la que se había casado veinticinco años antes. Le asombraba la rapidez con la que podía cambiar el tono de su relación: cómo podían cargarse de tensión los gestos e incidentes más ínfimos, y qué contagiosos llegaban a ser los sentimientos que generaban.

La miró alejarse entre las altas hierbas, con su chaqueta brillando al sol. Enseguida desapareció en el bosque de pinos en dirección al viejo camino que conectaba una serie de canteras de piedra caliza a lo largo de las estribaciones del norte. De repente casi habría preferido que ella le hubiera dicho que la acompañara, que la llamada de Kline hubiera de llegarle al teléfono móvil y no a la línea fija de la casa.

Miró el reloj. Sus especulaciones sobre los objetos hallados en el viejo sótano enterrado quedaron totalmente eclipsadas por los esfuerzos que hizo por imaginar qué quería el fiscal del distrito, y hasta qué punto serían oscuras sus intenciones.

A las 11:30, Gurney oyó el rumor lejano de un coche que subía por la estrecha carretera, más abajo del granero. Al cabo de un minuto, un reluciente Lincoln Navigator negro pasó entre el granero y el estanque, pareció vacilar un instante en el punto donde terminaba la superficie de grava y luego ascendió

pesadamente por la pista cubierta de baches de la granja, entre las hierbas salvajes de los pastos, hasta la explanada de la casa, donde se detuvo junto al polvoriento Outback de Gurney.

La primera sorpresa fue comprobar que era el propio Sheridan Kline quien bajaba del enorme todoterreno. La segunda, que se bajara del asiento del conductor. Había venido en el coche oficial, pero sin recurrir a los servicios de su chófer: una novedad singular, pensó Gurney, para un hombre al que le encantaban los privilegios de su cargo.

Vestido impecablemente, Kline dio un par de tirones rápidos para alisar las arrugas de sus pantalones. A primera vista, parecía haber perdido estatura desde su último encuentro, diez meses atrás, durante el complicado proceso legal del caso Peter Pan. Era una impresión extraña. Su presencia, por otro lado, constituía un desagradable recordatorio de aquella historia. Había muerto mucha gente en el desenlace de la investigación, y Kline se había mostrado bastante dispuesto a acusar a Gurney de homicidio imprudente. Pero en cuanto había quedado claro que los medios preferían presentar al expolicía como un héroe, Kline se había sumado a esa versión con un caluroso entusiasmo que a Madeleine le había parecido repulsivo.

Ahora, mirando alrededor para estudiar el terreno, Kline se acercó al patio con una sonrisa impostada.

Gurney se levantó para recibirlo.

—Creía que ibas a llamar.

Kline siguió con aquella sonrisa.

—Cambio de planes. He tenido que pasar por White River para reunirme con el jefe Beckert. Solo queda a sesenta kilómetros; cuarenta y cinco minutos de trayecto sin tráfico. Así pues, ¿por qué no hacerlo cara a cara? Siempre es mejor así. Gurney señaló el Navigator con la cabeza.

—¿Hoy no tienes chófer?

—«Conductor», David, no «chófer». Soy un funcionario público, por el amor de Dios. —Hizo una breve pausa. Irradiaba una energía inquieta, nerviosa—. Conducir suele relajarme.

—Había un tic casi imperceptible en la comisura de esa sonrisa.

—¿Has venido directamente desde White River?

—De una reunión con Beckert, como te decía. Y es de eso de lo que quiero hablar contigo. —Señaló las sillas—. ¿Por qué no nos sentamos?

—¿No prefieres que entremos?

Kline hizo una mueca.

—No, la verdad. Hace un día precioso. Paso demasiado tiempo encerrado en un despacho.

Gurney se preguntó si temía que pudiera grabar la conversación, si consideraba el patio un lugar más seguro. Quizás esa fuera la razón de que hubiera evitado el teléfono.

—¿Café?

—No, ahora no.

Gurney le indicó una silla, tomó asiento frente a él y esperó.

Kline se quitó la chaqueta de su traje gris (parecía caro), la dobló pulcramente sobre el respaldo y se aflojó la corbata antes de sentarse en el borde de la silla.

—Permíteme que vaya directo al grano. Como te puedes imaginar, nos enfrentamos a un tremendo desafío. No debería ser algo totalmente inesperado, dadas las proclamas incendiarias de esa pandilla de la UDN, pero una cosa así siempre supone cierto shock. Tú estuviste veinticinco años en la policía de Nueva York, así que ya me imagino cómo te debe de haber sentado.

—¿Cómo me ha sentado... el qué?

—El asesinato.

—¿Qué asesinato?

—Joder, ¿tan aislado vives en estas montañas? ¿Ni siquiera te has enterado de las manifestaciones que ha habido en White River durante toda la semana?

—¿Por el primer aniversario de esa muerte en un control de tráfico? ¿El caso Laxton Jones? Imposible no enterarse de la historia. Pero no he estado atento a las noticias esta mañana.

—Anoche mataron de un disparo a un agente de White River. Mientras intentaba impedir que los disturbios raciales se desmandaran del todo.

—Joder.

—Sí. Exacto.

—¿Y sucedió durante una manifestación de la Unión de Defensa Negra?

—Por supuesto.

—Creía que eran un grupo no violento.

—¡Ja!

—Ese agente al que dispararon, ¿era blanco?

—Claro.

—¿Cómo lo...?

—Un francotirador. Un tiro mortal en la cabeza. Alguien que sabía muy bien lo que hacía. No fue un idiota ciego de coca con una pistola barata. Fue algo planeado. —Kline se pasó nerviosamente los dedos por su pelo corto y oscuro.

A Gurney le llamó la atención la reacción emocional del fiscal del distrito: algo natural entre la mayoría de la gente, pero llamativa en un político tan frío y calculador. Por lo que sabía de él, aquel hombre evaluaba todo lo que sucedía en función de si podía favorecer o entorpecer sus ambiciones personales.

En el aire había una pregunta obvia. Kline la formuló justo cuando Gurney iba a plantearla.

—Te preguntarás por qué estoy hablándote de este asunto, ¿no? —Se removió en el borde de la silla para mirarle a los ojos, como si creyera que esa mirada directa era esencial para transmitir una impresión de franqueza—. He venido porque quiero tu ayuda, Dave. Mejor dicho, porque necesito tu ayuda.

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Este artículo se publicó originalmente en la web de WMagazín, la revista literaria online dirigida por el periodista Winston Manrique Sabogal, un espacio para conversar con sosiego sobre literatura, donde él es cronista de encuentros, reportajes y entrevistas a ambos lados del Atlántico, y los lectores son los coautores, con sus lecturas y comentarios

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