La maldad de la buena gente

La maldad de la buena gente

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Sobre los bajos estándares de la bondad humana.

No eres un malhechor, ergo eres un benefactor.

En el ámbito religioso, conseguir la canonización resulta extremadamente difícil. En sociedades pseudolaicas como la nuestra, en cambio, somos exquisitamente caritativos a la hora de valorar a la gente común, que se gana sin esfuerzo el paraíso terrenal: todo el mundo es buena gente. Los argumentos suelen ser inapelables: Fulanito es muy buena gente, se hace querer y es amigo de sus amigos. Los lugares comunes se aceptan como tales (como topicazos), pero denotan un estándar bajísimo sobre lo que se espera de la condición humana. Basta con no ser un cabronazo o alguien ruin para que recibamos el apelativo de buenazo o bella persona.

Si la sociedad tuviera que expresarse en una escala Likert con valores pares (por ejemplo, puntúe su amistad de uno a cuatro, sin que haya un valor intermedio), el ciudadano de a pie se salvaría porque le otorgaríamos normalmente un tres. Si no tenemos nada importante que decir, eso ya es algo bueno. Si las religiones son naturalmente optimistas sobre la vida ultramundana, el buenrollismo social contemporáneo es optimista respecto a la valía de sus miembros. Piénsatelo dos veces antes de criticarme por escribir este artículo: ¡En el fondo soy buena gente!

La cuestión del "fondo" es de lo más sangrante: ni siquiera tenemos que aparentar ser buenos, basta con que haya un residuo de bondad en algún rinconcito de nuestro inconsciente (¿Y quién no lo tiene, si muchos piensan, con Rousseau, que somos buenos por naturaleza?).

La banalidad del bien

No culparé a Hannah Arendt de esta situación tan flower power porque ella habló de la banalidad del mal, no de la banalidad del bien. Además, ella seguro que también era buena gente. Pensaba que la falta de conciencia moral es la verdadera expresión de la iniquidad. El mal, como tal, no es más que la ausencia de bien (eso pensaba Sócrates, que era muy majete). Asimismo, el bien no es más que la ausencia de mal (algo que se considera válido, aunque esto termine siendo un argumento circular en toda regla). Si tu mejor amigo no te apuñala por la espalda, ya puedes gritar a los cuatro vientos que es buena gente.

Esta idea de la banalidad del bien la aprendí de un amigo mío que no debía de ser muy buena gente. ¿Qué persona de buen corazón pensaría que no todos somos buena onda? Hablando en serio, veo mucha más bondad en las instituciones que en las personas. Las constituciones, la declaración universal de los derechos humanos o la protección social de la socialdemocracia son hipóstasis de la bondad real de ciudadanos que se atrevieron a sobrepujar a individuos que solo se dejaron llevar por la corriente. La grandeza moral de las sociedades modernas (la irrupción del sufragismo, por ejemplo) nace de la lucha titánica de aviesos ciudadanos que creyeron que no bastaba con ser buena gente (eso es lo que quieren los machirulos: buenas mujeres que sean sumisas).

La bondad de la mala gente

El progreso social se consiguió en parte a la "mala gente" que rompió con los estándares autocomplacientes de bondad (de inacción, en realidad), con ese laissez faire del espíritu buenista de quien no quiere problemas con nadie (¡He ahí su natural bonhomía!). Los historiadores y los filósofos de la historia podrían callarme la boca por criticar de forma anacrónica a los bonachones del mundo. No les culpo: ¡Los malos historiadores también son buena gente! ¡Los revisionistas sobre todo! ¡Y los demagogos! Todos buena gente... una gentuza de puta madre.

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Andrés Lomeña Cantos (Málaga, 1982) es licenciado en Periodismo y en Teoría de la Literatura. Es también doctor en Sociología y forma parte de Common Action Forum. Ha publicado 'Empacho Intelectual' (2008), 'Alienación Animal' (2010), 'Crónicas del Ciberespacio' (2013), 'En los Confines de la Fantasía' (2015), 'Ficcionología' (2016), 'El Periodista de Partículas' (2017), 'Filosofía a Sorbos' (2020), 'Filosofía en rebanadas' (2022) y 'Podio' (2022).