'La conquista de México' o el encuentro de dos culturas

'La conquista de México' o el encuentro de dos culturas

La ópera pivota sobre las figuras de Hernán Cortés y Montezuma, cuyo tratamiento por parte de Wolfgang Rihm no es histórico sino simbólico: encarnan los principios masculino y femenino, que armonizan fuerzas opuestas y complementarias que ellos sintetizan y equilibran.

Aunque al hablar de la conquista de México todavía hay tesis que insisten en poner el acento en la destrucción que entrañó. "Existe también -afirma Gerard Mortier- otra perspectiva del hecho: la que supone el encuentro de dos culturas y dos visiones distintas del cosmos". Esta es la perspectiva que adopta el polifacético compositor alemán Wolfgang Rihm en su ópera La conquista de México, cuyo estreno en España tendrá lugar el 9 de octubre en el Teatro Real (con representaciones hasta el 19 de octubre). La obra se centra en el encuentro entre Hernán Cortés y Montezuma, es decir, entre la civilización cristiano-europea y la precolombina. Como señala Mortier: "A un lado, la cultura española, en pleno apogeo, y en el otro la azteca, en plena decadencia".

La obra pivota sobre las dos figuras de Hernán Cortés y Montezuma, cuyo tratamiento por parte de Rihm no es histórico sino simbólico: encarnan los principios masculino y femenino, que armonizan fuerzas opuestas y complementarias que ellos sintetizan y equilibran. El choque entre ambos principios, sin embargo, está destinado a la recíproca aniquilación. Como elemento de mediación entre ambos principios, Rihm introduce la figura histórica de Malinche, la nativa que actúa de intérprete entre los españoles y los indios. Resulta suficientemente elocuente que la intérprete tenga un papel mudo: no dice ni una sola palabra, porque la comunicación entre ambos mundos parece imposible. La presencia inquietante de esta traductora muda subraya la incapacidad total de aceptar la alteridad y la distancia atrozmente destructiva que subyace entre ambos principios. Con ello, Rihm se adentra en un conflicto de una actualidad lamentablemente rabiosa, en el camino actual hacia la globalización e integración-desintegración de tantas culturas diversas.

El punto de partida de Wolfgang Rihm, artista prolífico y poliédrico de vastísima cultura, son los textos de Antonin Artaud sobre México, que pretendían desenmascarar la violencia del colonialismo y, al mismo tiempo, abogar por la superioridad del paganismo de aquellos indios capaces de vivir en armonía con el orden natural. "Para mí -escribe Artaud en su Carta abierta a los gobernadores de los estados de México-, la cultura de Europa ha fracasado y considero que, con el desarrollo desenfrenado de sus máquinas, Europa ha traicionado a la verdadera cultura; yo, a mi vez, me declaro traidor a la constitución europea del progreso. Los ritos y las danzas sagradas de los indios son la más bella forma posible de teatro y la única que, en realidad, puede justificarse".

En los años veinte y treinta del siglo XX, Artaud teorizó sobre un ideal de representación escénica encaminado a suprimir la centralidad de la palabra y de la psicología del personaje, los dos elementos esenciales de los cimientos del teatro occidental. Para él, el teatro debía partir de la fisiología del actor. El espectáculo teatral (el teatro de la crueldad, que él inventó) se debía convertir en una especie de rito mágico donde la acción sobre el escenario permitiera sumir al espectador en un horizonte violentamente anárquico e irracional. La conquista de México se convirtió, para Artaud, en una especie de metáfora de la destrucción de un orden moral establecido sobre principios espirituales, del final de un equilibrio entre el hombre y el universo, aniquilado por el concepto de progreso que él detestaba. "Yo creo en una fuerza que duerme en la tierra de México -escribía Artaud-. Y es para mí el único lugar en el mundo en donde duermen fuerzas naturales que pueden servir para los vivos. Yo creo en la realidad mágica de estas fuerzas, lo mismo que se cree en el valor saludable y curativo de ciertas aguas".

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Nadja Michael caracterizada como Montezuma. Foto: Javier del Real/Teatro Real.

La ópera de Rihm se divide en cuatro partes. En la primera México espera con gran tensión el momento de la invasión pero es incapaz de reaccionar, con un Montezuma paralizado y hundido en disputas estériles sobre el zodíaco con sus sacerdotes. A la realidad del país centroamericano de esta primera escena, se opone una segunda escena centrada en la imagen idealizada de México que tienen Hernán Cortés y los conquistadores, como dice Mortier, un momento "de mutua fascinación". En la tercera parte, la revolución ha invadido no sólo todos los niveles de la sociedad, sino también la conciencia de Montezuma. Un rey que, según los primeros mensajes de los conquistadores, estaba dispuesto a ofrecerles cualquier cosa de su reino siempre y cuando abandonasen la idea de verle: de acuerdo con una ley ancestral, el rey no podía aparecer en público. Se ha consumado el choque con la jerarquía orgánica de la monarquía azteca y su concepción del equilibrio del universo se ha visto aniquilada. La cuarta y última parte presenta la abdicación de Montezuma y la confusión que se adueña de todos. Entre cada una de las partes, se intercala el poema del mexicano Octavio Paz La raíz del hombre, a modo de meandros de un gran río que aportan momentos de calma a lo largo de la tortuosa aventura entre el antiguo y el nuevo mundo.

A esta estructura teatral tan poco convencional, se añade un procedimiento compositivo opuesto al habitual. En la ópera tradicional, la construcción dramática pasa por la formalización del libreto. Esta es la base del trabajo del compositor. Wolfgang Rihm propone en esta obra una inversión del procedimiento y deja que sea el proceso de composición el que establezca las pautas en las que se tendrá que distribuir la materia verbal. Es decir, comienza por la música, y después distribuye el texto a lo largo de la composición.

Del mismo modo, el tratamiento vocal de los personajes se escapa radicalmente de lo convencional. De hecho, en sintonía con los textos de Artaud, los personajes no se abordan desde lo psicológico, sino que forman parte de un rito en el que desempeñan un papel simbólico. Por esto el personaje de Montezuma no es un papel operístico al uso sino una presencia vocal femenina multiplicada mediante tres voces muy contrastadas: una soprano dramática, una soprano ligera y una contralto. A este personaje que sintetiza el mundo vocal, melódico, fluido, casi averbal de lo femenino (el México de Montezuma) se opone el mundo brutal, violento, hablado, ruidoso de lo masculino encarnado por Hernán Cortés y los conquistadores. Como el de Montezuma, también el personaje del español se nos presenta desdoblado, a cargo de un barítono y de dos voces de recitadores, portadores de acción, de ideas, mucho más que de psicología individual. Sólo al final de la ópera, en el momento de la terrible Noche triste, rodeados de víctimas, las voces de las mujeres y de los hombres dejan de oponerse y forman un coro mixto a imagen de la destrucción final.

Se ha calificado de escultural el tratamiento del sonido de Rihm en esta fascinante partitura que, como todas las del compositor, rompen con el purismo y la rigidez del serialismo de la postguerra. No es extraño que el autor tienda a hablar de su obra en términos tridimensionales. En primer lugar por la disposición espacial de los instrumentos, divididos en tres grupos. Los dos primeros se encuentran situados enfrente del público, pero el tercer grupo se encuentra diseminado por la sala, rodeando al público desde islas de sonido en un efecto envolvente sobre el espectador muy en la línea de lo que soñaba Artaud para su teatro de la crueldad. El tratamiento del sonido permite imaginar -como señala Gerard Mortier- "lo deslumbrante que debió ser cuando los españoles descubrieron por primera vez, desde las montañas, la ciudad de Tenochtitlan".

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