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Más allá de la música: cuando el festival de Glastonbury se convierte en trinchera política

Más allá de la música: cuando el festival de Glastonbury se convierte en trinchera política

De los cánticos contra el Ejército de Israel del dúo Bob Vylan al mítico 'Oh, Jeremy Corbyn', el festival lleva décadas siendo la caja de resonancia del activismo cultural.

DJ Provaí, miembro del grupo de rap irlandés Kneecap, en su concierto de Glastonbury.
DJ Provaí, miembro del grupo de rap irlandés Kneecap, en su concierto de Glastonbury.LEON NEAL

En su más de medio siglo de vida, el festival de Glastonbury ha sido mucho más que una cita anual con lo mejor de la música anglosajona. Desde sus comienzos en una granja de Somerset, entre el barro, las tiendas de campaña y un espíritu cercano a una comuna, ha servido también como altavoz de causas sociales, como catalizador del descontento de la población y como espejo de las tensiones políticas que vive el Reino Unido. Pero este 2025, por primera vez en su historia, la policía británica ha abierto una investigación a raíz de lo que se ha gritado desde uno de sus escenarios.

La polémica estalló el sábado, cuando el dúo punk Bob Vylan encendió al público que se había citado ante el escenario West Holts con un cántico que no figuraba entre las letras de sus canciones. “Death, death, death to the IDF” (“Muerte, muerte, muerte a las FDI”), proclamó el vocalista, Bobby Vylan, provocando que los miles de asistentes en el público acabasen coreando la consigna mientras las cámaras de la BBC lo emitían en directo en internet. En solo unas horas, el episodio ya ocupaba titulares de la prensa, corría como la pólvora en las redes sociales y los comunicados sobre el asunto se pisaban uno detrás de otro hasta que, a última hora del domingo, la policía británica anunciaba que se abría una investigación para determinar si los gritos podrían ser constitutivos de un delito de odio.

La polémica crecía todavía aún más en Glastonbury 2025 con el concierto de Kneecap, el grupo de rap irlandés que no solo defendió a uno de sus miembros (Mo Chara, citado por la justicia británica por exhibir una bandera de Hezbolá en un concierto de Londres), sino que animó al público a "provocar disturbios" en la que será su próxima comparecencia en los juzgados de Reino Unido. Para rematar, otro de sus integrantes se despachó a gusto contra el primer ministro británico, que días antes ya había pedido que la organización se atreviese a cancelar su actuación: "El primer ministro de vuestro país, no del mío, dijo que no quería que tocáramos. Así que al diablo con Keir Starmer", dijeron en el escenario.

El propia Starmer respondía a las acusaciones, con dureza, después de su actuación, con la condena tanto de los cánticos de Bob Vylan como de un “lamentable discurso de odio” del dúo punk, además de exigir explicaciones a la BBC por haber emitido las imágenes en directo. "No hay excusa para este tipo de discurso de odio. Dije que Kneecap no tenía que haber dado el concierto y eso también se aplica a cualquier otra actuación en la que haya amenazas o incitación a la violencia”, afirmó el primer ministro británico, horas después de la actuación de los dos grupos y que la televisión pública británica, que no retransmitió el de Kneecap, había incluido un aviso en pantalla sobre el lenguaje ofensivo, acabó por retirar los conciertos de su plataforma online.

La organización del festival también salió al paso de la polémica, aunque únicamente lo ha hecho en relación a las proclamas lanzadas durante el concierto de Bob Vylan. Emily Eavis, su directora, lamentaba que el dúo punk “se había pasado de la raya” y recordó que “en Glastonbury no hay lugar para el antisemitismo, el discurso de odio ni la incitación a la violencia”. En ningún momento mencionó directamente a Kneecap, cuya actuación también está bajo investigación policial.

No es la primera vez: Banksy, Corbyn, Jay-Z…

Pero lo que ha ocurrido en la edición de este año no es un giro inaudito, sino un capítulo más en la historia de un festival donde los contenidos políticos siempre han tenido, para bien o para mal, su espacio. En los años 70 y 80, los beneficios se donaban a la Campaña por el Desarme Nuclear y en cada esquina del recinto convivían escenarios improvisados con grupos de activistas que repartían octavillas y que organizaban asambleas. En 2006,  Banksy instalaba uno de sus murales más famosos: "Bombing for Peace is like Fucking for Virginity", una crítica tan sencilla como incómoda sobre la guerra de Irak

Dos años más tarde, en 2008, el rapero Jay‑Z hizo historia al convertirse en el primero en ser cabeza de cartel del festival. Pero antes de, incluso, subirse al escenario principal tuvo que escuchar cómo Noel Gallagher, de Oasis, lo acusaba de no encajar en el “espíritu” de Glastonbury. El marido de Beyoncé, en cambio, respondía a los ataques con ironía: salió al escenario con una guitarra colgada al cuello y abrió su actuación con una versión burlona de Wonderwall, el gran éxito del grupo de Manchester, dejando atrás un debate racial, de clase y otros prejuicios que opacaba la música. 

Sin embargo, el momento de mayor contenido político, más que explícito, llegó en 2017, cuando Jeremy Corbyn, que entonces era líder del Partido Laborista, apareció en uno de los escenarios, vitoreado como si fuera un estrella del rock. “Oh, Jeremy Corbyn”, coreaba el público al ritmo del Seven Nation Army de los White Stripes, en uno de los momentos más icónicos y, es posible, que uno de los más polémicos que se han visto en la historia del festival de Glastonbury, cuando Corbyn habló de esperanza, juventud y justicia social, pero no hacía falta que pidiera el voto: la imagen ya lo decía todo. Aquello fue un mitin cultural, con cámaras, barro y épica de estadio.

Y no solo han sido estos. A lo largo de los años, el festival de Glastonbury ha prestado su altavoz a decenas de causas: el cambio climático, la igualdad racial, el Brexit o Palestina, desde la convicción de que el arte no debe limitarse únicamente al entretenimiento sino que un escenario también puede ser una plataforma política.

Libertad de expresión, pero ¿hasta dónde?

Lo que cambia este año no es el contenido, sino su recepción. Porque ahora, por primera vez, dos grupos del festival se ven inmersos en una investigación policial por lo dicho en un escenario. Los gritos contra el Ejército israelí han generado condenas institucionales, alertas diplomáticas y exigencias de responsabilidad editorial a la BBC. La música ya no suena sola. Su eco rebota en despachos oficiales, en tribunales, en redacciones y en platós. El escenario, ese espacio de libertad que durante décadas parecía a salvo de todo, ha entrado de lleno en la lógica de la política exterior.

El dilema, claro, no es nuevo. ¿Cuánta libertad cabe en un festival cuando lo que se grita no es una letra, sino una consigna? ¿Dónde está el punto exacto en que la denuncia legítima roza o cruza la incitación? Glastonbury lleva décadas transitando esa frontera, construyendo su identidad a base de incomodidad, pero también de compromiso. Lo que este año ha demostrado es que esa frontera ya no la marca la organización ni los artistas, sino la presión pública, el clima político y las consecuencias legales.

Aun así, sería ingenuo pensar que Glastonbury puede o debe renunciar a su naturaleza política. La utopía que lo vio nacer no desaparece porque moleste. Pero sí exige una pregunta que ahora resuena con más fuerza que ningún bajo: ¿cuánta libertad somos capaces de sostener cuando lo que se dice en un escenario deja de ser simbólico y empieza a tener consecuencias reales?