Historia de un adiós

Historia de un adiós

Reino Unido no volverá a ser el Imperio con el que sueñan Farage, Johnson y los 16 millones de votantes que han apoyado el Brexit. No volverá a ser la nación que modeló el mundo en el siglo XIX, no volverá a ser el actor global que dicta las normas. Tampoco lo será la Unión Europea, coja tras un divorcio con una de sus partes fundamentales sobre todo en política exterior. El voto favorable a abandonar la Unión abonó la historia de un adiós basando en la soberbia, el orgullo, la protesta y la melancolía.

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Foto: EFE

Se fueron por la puerta de atrás, envenenando el debate y dejando una Europa tocada y partida justo en su peor momento. Se fueron y nos dejaron una Unión Europea que ya no podrá volver a ser sinónimo de Europa. No lo era, la Europa geográfica siempre fue más grande que la Unión; pero lo aceptábamos y dejábamos que nuestro yo emocional lo usara sabiendo que, en el fondo, agradecía que pudiéramos ser 'algo' todos juntos.

Perdieron los jóvenes, las personas urbanas y las abiertas a un mundo cambiante. Ganaron los asustadizos, los del miedo al diferente y los nostálgicos de un pasado que ya no puede regresar. Reino Unido se partió en dos en varios sitios: jóvenes y mayores, Inglaterra-Gales y Escocia-Irlanda del Norte, urbanos y rurales y, sobre todo, los del siglo XXI que pudo ser y los del siglo XX que nunca dejaron de serlo.

Perdieron los conservadores de Cameron, los laboristas de Corbyn y los liberal-demócratas de quién sabe quién. Perdió Jo Cox. Perdió la idea de las identidades compartidas, el sueño de paz e integración, la lección histórica que estaba dando Europa al resto del mundo hasta el 23 de junio de 2016. Perdimos los que creemos que el mundo ya no volverá a ser el mismo que en los siglos pasados porque será mejor, los que pensamos que somos demasiado interdependientes como para desentendernos los unos de los otros, los que pensamos que las fronteras son líneas borrosas que trataban de dividirnos a los que éramos iguales, a los que vivíamos igual, a los que veíamos el mundo de la misma forma. Ganaron los conservadores de Boris Johnson, los nacionalistas de Nigel Farage, los partidos eurófobos a lo largo y ancho de todo el continente.

Ganó Le Pen, ganó Wilders, ganó Trump. Ganaron todas las fuerzas que están enmendando a la globalización en coaliciones de clases medias occidentales perdedoras de procesos que no entienden. Ganaron los que quieren preservar sus comunidades como eran, como han sido siempre, y que se niegan a competir en un mundo globalizado porque están siendo derrotados. Ganaron todos los nostálgicos del nacionalismo, del Imperio Británico victoriano, los nostálgicos de una grandeza nacional cimentada sobre la soberanía que siempre termina dando carta blanca a las élites para hacer lo que quieran.

Los europeos, los que quedamos, nos quedamos perplejos. Sabemos que esta Unión renquea, se mueve herida y ya no apasiona.

Pero es 2016. Reino Unido no volverá a ser el Imperio con el que sueñan Farage, Johnson y los 16 millones de votantes que han apoyado el Brexit. No volverá a ser la nación que modeló el mundo en el siglo XIX, no volverá a ser el actor global que dicta las normas. Tampoco lo será la Unión Europea, coja tras un divorcio con una de sus partes fundamentales sobre todo en política exterior. El voto favorable a abandonar la Unión abonó la historia de un adiós basando en la soberbia, el orgullo, la protesta y la melancolía. En el funesto cualquier tiempo pasado fue mejor.

Es mentira. No solo cualquier tiempo pasado no fue mejor, es que este presente es nuestro mejor presente en toda nuestra historia como civilización. El Brexit se plantea como una solución, como una vía de escape a los largos años de crisis económica que muestra su cara política más amarga. Pero es una solución de ayer, basada en las ideas de grandeza de un pasado idealizado, en el miedo al diferente y, sobre todo, en la exaltación nacionalista de una población que necesita certidumbres en los tiempos de la incertidumbre.

Reino Unido da un paso hacia un territorio desconocido. Abandona un club que le había preparado reglas a medida, donde difícilmente podría encontrarse incómodo. Pero se va. Igual que David Cameron, que también se va mientras Boris Johnson espera ansioso su turno. Los laboristas se quedan desconcertados, tras una campaña muy irregular a favor del remain. La Unión Europea ve cómo se sienta el más temido de todos los precedentes y los tres millones de ciudadanos europeos que viven en Reino Unido se quedan desamparados.

Los europeos, los que quedamos, nos quedamos perplejos. Sabemos que esta Unión renquea, se mueve herida y ya no apasiona. Sabemos que no es la Unión que querríamos. Pero también sabemos que genera lazos y no cadenas, que abre ventanas y que no pone barrotes. Que nuestra sociedad es más rica porque es más europea, que intentamos vivir como nos gusta vivir. Que reímos, que salimos, que viajamos. Que nos hacemos mayores en una Unión que es hoy ya parte de nuestra realidad diaria. Una Unión que tenemos que repensar, reformar y arreglar; pero que es nuestra Unión. El mayor espacio de libertad y seguridad del mundo. El mejor sitio para nacer.

Es un adiós amargo, pero es un adiós. Sea como sea, y pase lo que pase, no reconoceremos a nuestra Europa en muy pocos años. Reino Unido tendrá otro primer ministro que negociará con unos líderes europeos muy diferentes. Algunos serán eurófobos, algunos estarán apoyados por partidos extremistas. Algunos serán europeístas, pero seguro que serán más débiles. Pero algunos británicos, sobre todo ingleses, han decidido seguir su camino en solitario. Quizá, si hacemos las cosas bien, algún día nos volvamos a encontrar. Algún día, cuando las nieves del tiempos hayan plateado nuestra sien, pero nos reconozcamos como europeos en un mundo que no se va a sentar a esperar a que nos pongamos de acuerdo.

Fue ¿bonito? mientras duró.