Demasiados reyes

Demasiados reyes

"¿En qué momento decidieron que tenían derecho a llevarse lo ajeno, a huronear con las necesidades de los débiles?".

Demasiados reyes.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Resulta difícil olvidar al paisano que, con tanta ilusión como esfuerzo, viajó a Granada para conocer, por fin, su eterno palacio, adormecido en el tiempo por la nana de sus fuentes.

De vuelta al pueblo, y cuando le preguntaron impacientes, respondió consternado:

-¿La Alhambra? Como “toas” las alhambras, pero… ¡qué arboleda!

En el umbral de los ochenta, visité el mitificado Disneyworld con mi convulsa piara de niños. Mientras ellos se desfogaban por precipicios mecánicos, yo me adormecía pensando en el lejano hipódromo de Kentucky con su óvalo de gloria.

Abrumado por la espiral de tiendas (uno hubiera podido pasar de una a otra como de piscina en piscina el nadador de Cheever) en las que se repetían los repelentes muñecos, cuando conseguía liberar a los míos, y en justa venganza, iba trastocando los nombres de los coloristas, deambulantes actores. Así, llamé Donald a Mickey, que agitó la cola; Pluto a Goofie, que me ladró complaciente, y Daisy a Dumbo, que hizo oídos sordos.

Cuando me interpelaron mis currantes al volver a Viridiana, farfullé:

-¿Disneyworld? Como todos los disneyworlds, pero… ¡qué naranjales!

Al menos, lo agradeceré siempre, me permitieron contemplar el proceso de trabajo de los animadores, tan diferente entonces. Lápices y espejo eran su instrumental; antes de cada trazo, el dibujante mostraba su mímica al espejo en busca de los gestos que ninguna acotación puede indicar.

Usurpé esa curiosa idea, que, cuarenta años después, me sigue funcionando cuando me emperro en atrapar en la cuartilla la las vidas, los rictus, los movimientos de quienes habitan mis relatos,

Al menos, ahora sé que no estoy solo.

Compadecí al chaval que sacó la espada de la piedra, tramposo sortilegio que no elige al legítimo rey, sino que libera el mecanismo de retención cada tantos tirones. Tras la euforia inicial, se tomó tan en serio su destino regio que, años más tarde, exigía privilegios y pleitesía a quienes lo rodeaban. Dado que no hay Formación Profesional específica para monarcas legendarios, no hubo manera de hacer carrera del chaval, que dedicó su vida al sableo y la componenda, sin un leve ademán de humildad o remordimiento.

Arturos de cartón piedra hay más por estos lares que hormigas en un rastrojo. Me los encuentro cada día, negándose a esperar su turno en una cola, ocupando todos los asientos a su alcance en el autobús o manteniendo su teléfono encendido durante el recital. Puedo también incluir en esta categoría a quienes les molesta tanto la conversación ajena como bajar el volumen de la propia, a los que agreden la pradera con los Cuarenta Principales… a los que consideran que una victoria futbolística es razón suficiente para patear papeleras y mear en los parterres.

Por no hablar de los tipos que tienen la grosería, la incultura y la soberbia por virtudes de la patria.

Mención especial merece el youtuber que se largó a Andorra por un quítame allá estos impuestos y aprovechó su primera emisión desde el país para pedir un aeropuerto (¿por qué no pidió el mar?)

Por cierto, no estaría de más meter la cuchara en lo que se guisa por aquellas montañas, cocina de frontera que ha sabido conjugar lo mejor de ambas vertientes y que se ha enriquecido con lo que los emigrantes han ido aportando.

Nuestros reyes de Camelot de saldo bien podrían enterarse de una vez de que la emigración viene porque la necesitamos y nos enriquece. Gracias a que nos marchamos y a quienes vinieron, pudimos dejar atrás el precario puchero de Aldonza, verduras de las eras, y aspirar al de las bodas de Camacho abriéndonos a la gran despensa del mundo.

Arturo por Arturo, quizás los más repelentes sean quienes tienen por suficiente mérito ser hermano, cuñado, hija o amiguete del gestor de turno (o ser el gestor de turno en persona) para trapichear con los bienes públicos, arramblar con unos cuantos millones y exhibirlos con impudicia ante el público, que, ahora más que nunca, sabe que la cuesta de enero llega hasta diciembre.

De las mariscadas y los volquetes de putas de antaño a los yates y relojes de oro de hogaño, la sarta de hurtos y saqueos conforma ya un collar de tantas vueltas que necesitaría un cuello de mujer jirafa.

Siempre he querido hacer a semejantes individuos algunas preguntas, aunque nunca he sido tan ingenuo como para esperar respuesta:

¿En qué momento decidieron que tenían derecho a llevarse lo ajeno, a huronear con las necesidades de los débiles?

¿Qué sentían cuando el informativo mostraba las colas ante el Banco de Alimentos? ¿Se limitaban a abrir otro magnum de champagne? ¿Se reían o hacían una higa con el mando a distancia?

¿Cuándo sacaron de la piedra la solemne espada que les concedía el privilegio divino?

¿Han probado a trabajar?