El prado
CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.

Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.

Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.

Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.

-No tenías que haberte retirado, Sebas. Es absurdo que tenga que buscarte cada vez que necesito una idea tuya; luego, el tira y afloja: tú que te haces el remolón, yo que te invito a comer… al final, todo sale bien y yo me voy con la idea que necesitaba y tú con los cuartos en el bolsillo. Tendrías que haber seguido en la agencia. Tampoco estás tan mayor.

Sebas toma apenas un sorbo de vino y juguetea con los caracoles más que los come mientras piensa que quizás Tomás tenga razón, que no debiera haberse jubilado; sería más fácil sobrellevar los días, que se le han vuelto demasiado largos y obsesivos, si los interrumpiera la disciplina del despacho y las reuniones.

-Además, que tampoco fue tanta la bronca. Nos invitaron a presenciar la rapa das bestas, o cómo se llame la fiesta esa, tú no quisiste ir y ya está. Oye, que te perdí perdón. Me pasé, vale, pero sigo sin entender por qué te pusiste así.

-Ya te lo dije, Tomás: no me gustan los caballos.

Los camareros retiran los platos. Sebas enciende un cigarrillo mientras Tomás cata el 904 que el sumiller le presenta.

-Soberbio, realmente soberbio. Aunque, por otro lado, reconozco que me gustan estas comidas contigo. Pero tampoco puedo hacerlas a menudo, que los creativos que tengo ahora se mosquean si tiro mucho de ti.

-¿Tan malos son?

Tomás le roba un pitillo a Sebas antes de responder. El gesto que hace delata al fumador de rubio enfrentado al Habanos.

-Son de lo mejor de las últimas hornadas, desde luego. Por algo la agencia crece y crece, pero no es como cuando empezamos tú y yo. Ahora vienen con título universitario y la cabeza llena de teorías. Y les falta magia. Tu magia, Sebas. La echo en falta, de verdad. Sobre todo, ahora, Con esto del Quinto Centenario, las Olimpiadas y la Expo, la publicidad institucional se ha disparado. Todos los organismos quieren su campaña, y la quieren ya. Hace falta músculo, instinto, genialidad. Ahora mismo, el Ministerio ha abierto concurso para una campaña de concienciación sobre el cáncer de mama. Apenas tenemos una semana para presentarla.

-Peliagudo. Muy peliagudo.

-Ya te digo. Por muy modernos que diga el sevillano que nos hemos vuelto, no está el horno para sacar tetas. Y me consta que toda la competencia va a tirar de testimonios reales.

Reciben los segundos con regocijo. Sebas empieza a devorar su cordero con tranquilidad, pero también con glotonería; le brillan los ojos como a un niño ante el chocolate, y los cierra para deleitarse cada vez que se acerca la copa a los labios.

Casi no hablan mientras comen; luego, apenas lo justo para rechazar el postre y pedir dos cafés y dos copas de brandy.

-¿Quieres un puro?

-Ahora no, que me adormece.

Sebas revuelve su café durante medio minuto y lo bebe de un trago. Luego, da un sorbo al brandy y enciende un cigarrillo.

-La Maja Desnuda, las Tres Gracias, la Afrodita de Botticelli, la Venus de Tiziano. Ahí tienes tus tetas. Todas ellas con la cabeza rapada. Eso es primordial. Si quieres, bórrales un pecho. El lema ha de jugar con la pintura, algo así como “el cáncer no respeta el arte de vivir”. Pero esa vuelta se la tienes que dar tú.

Tomás lo mira con fijeza y ansiedad, como si quisiera atrapar ese momento para siempre, sabedor de que no volverá a repetirse. Le cuesta hablar, iniciar un gesto, mover las manos.

-Es… prodigioso. Sí, prodigioso. ¿Cómo? ¿Cómo lo haces? ¿De dónde has sacado semejante idea?

-Del prado.

-Del Prado, claro. Mira que vivo cerca, y mira que me lo digo siempre: Tomás, tienes que ir, que es una joya mundial. Pero nada. No sé si habré estado más de dos veces en toda mi vida.

Tomás levanta la copa y ofrece el brindis, que Sebas, con el gesto algo más sombrío de lo esperable, acepta.

-Lo has vuelto a hacer. Eres único. Tienes que volver para que aprendan todos de ti. Joder, lo has vuelto a hacer.

-Sí. Lo he vuelto a hacer.

A quien le pregunta, Sebas le dice que lo hace para esquivar el calor. Nadie se ha fijado nunca en la fecha en que aparece con la cabeza rapada al cero: el dieciocho de julio. Y a nadie le contará nunca que se afeita el cuero cabelludo en su casa, mientras tararea el Cara al sol y llora, y moquea, y estrella el puño varias veces contra el lavabo. Los mismos puñetazos que daba su madre contra la mesa de la cocina mientras imploraba a sus hermanas que no lo dejaran salir de la casa.

-¡Que no se acerque al prado! ¡Sobre todo, que no se acerque al prado! Lo atáis a la cama si hace falta, pero que no vaya. Por lo más sagrado. Ya me salgo yo a la puerta de la calle. No les voy a dar el gusto de entrar y sacarme a rastras. No se atrevían cuando mi marido estaba en el monte, pero, desde que los cazaron a traición, las viudas somos parte de los festejos. Que no salga el niño, que mañana será diecinueve y habrá pasado todo.

¿Cuántos años duró esa tortura? Media docena. También los verdugos se cansan del sadismo. Y Sebas esperó en su habitación, escuchando los himnos patrios desfigurados por la lejanía, los gritos que no alcanzaba a entender, dieciocho de julio tras dieciocho de julio.

Hasta que le dio el cuerpo para escaparse por la ventana y esconderse tras la higuera más lejana del prado.

Entonces pudo ver como su madre y las otras eran llevadas a empujones hasta la fuente; como las obligaban a arrodillarse entre escupitajos y puñados de bosta tirados a la cara. No eran muchos, en realidad: los de Falange, los señoritos del Casino, algunos de los aparceros, que sabían que les convenía formar parte del auto de fe, y las viudas de aquellos a los que la partida había ajusticiado. En una esquina del cuadro, el cura rezaba distraídamente y la pareja de civiles vigilaba no se sabía qué. Al día siguiente, se dedicarían a preguntar a los ausentes por qué no habían acudido al acto de exaltación patriótica, cuyo clímax llegaba cuando alguno de los oficiantes sacaba unas oxidadas tijeras de esquilar y empezaba a rapar la cabeza de todas aquellas putas rojas, sin querer evitar las heridas en el cuero cabelludo o los golpes con el canto de metal contra las sienes.

Luego las hacían beber ricino y las dejaban allí, llorando el pecado de estar vivas, de tener hijos, de labrar las fanegas más míseras del municipio.

Mientras, la fiesta seguía con una misa de acción de gracias y un vermut con baile en la plaza.

Pero aquellas mujeres se quedaban en el prado, doloridas y sucias, hasta que se ponía el sol, como pencos desollados a la espera del matarife, como viudas de maquis derrotados, como jirones de piel enferma.

Sebas coge la maquinilla. La campaña saldrá bien; eso, al menos, lo tiene claro. La primera lágrima, la primera maldición, se sobreponen a un pensamiento fugaz: todo lo que ha hecho, todo lo que será todavía capaz de hacer, todo lo que ha soñado y todo lo que no puede olvidar, está todavía allí.

En el prado.