La mascarilla
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La mascarilla

El padre desciende por sus recuerdos y, espantando una mosca de tristeza, quisiera que su criatura no creciera jamás.

La mascarillaCARLOS ALEJANDREZ 'OTTO'

Ismael se aburre, por más que su padre intente llamar su atención hacia cada cuadro. El niño revolotea mientras da discretos toques de rodilla a la bolsa en la que lleva la pelota, la estratagema con que su padre lo ha convencido para ir a ver la exposición.

-Luego vamos a jugar al fútbol al parque. Yo iba por la Fuente del Berro cuando era joven, nada más llegar a Madrid. Verás qué bien pinta Mezquita Gullón, mi paisano; conoce como ninguno el color de la tierra. Tenemos que ir más por Zamora, aunque ya no estén los abuelos. Quiero que te sientas bien en tu

sitio, cariño. Porque Madrid está bien, ya lo creo —y le acarició la nuca— pero no es nuestro lugar. No es lo mismo que jugar junto al Duero a la sombra de un fresno, no me compares, escuchar el reloj del cuco y ver como madura la cebada.

-¿Qué es un cuco?

-El pájaro, Ismael. El de los relojes —y canturrea a través de las manos  ahuecadas— Cu-cú, cu-cú.

-¿Y la cebada?

-Hijo mío, yo no sé qué os enseñan en el colegio. Es un cereal. A veces lo desayunas, pero ya aprenderás a disfrutarlo.

Y, elevando la mano, se bebe una jarra de aire.

El padre se detiene ante un óleo de mediano tamaño en el que una encina parece suspendida en el aire, sin raíces que la esclavicen ni paisaje que la apellide; queda tan solo el esfuerzo vital del árbol por permanecer (en su ser, maquina rememorando a Spinoza).

-Mira este, qué maravilla, Ismael. Ahora, cuando salgamos, vamos a buscar una encina en el parque; y esta Semana Santa, las veremos de verdad, grandes y hermosas, cuando paseemos por el campo de Carrascal. En pocos años,

podrás leer a García Calvo, a Claudio y a León Felipe. Cuando se tiene una patria como la nuestra, hay que disfrutarla.

-Papá, vamos a jugar ya, que luego no da tiempo.

El padre consiente y ambos salen a la plazoleta desde la que se disemina el entramado de arterias que riega el parque de paseantes, algunos tan impacientes como Ismael.

A veces piensa que, a este parque pequeño, quebrado y bellísimo, deberían prohibir el acceso a niños, perros, corredores y parejas de novios. Nadie que no anhelara estar solo debería poder recorrerlo.

Camino de la explanada en la que menudean los partidillos, al pasar por los columpios, Ismael le pide permiso para jugar en ellos y, sin esperar respuesta, se lanza a subir el Himalaya del tobogán. El padre desciende por sus recuerdos y, espantando una mosca de tristeza, quisiera que su criatura no creciera jamás.

Si ahora Ismael encuentra un compañero de peloteo entre la turba de nenes, él podrá quedarse a un lado releyendo un libro de Umbral.

“¡Qué bueno es, coño! No me extraña que quisiera hablar de él”.

Al otro lado de la glorieta, sentada en un banco, una mujer lee un periódico despreocupada, minuciosa, elegante. La mascarilla oculta su boca y su nariz, y la vista gacha hacia las páginas impide que pueda ver sus ojos, pero algo en su postura, en sus manos, en el pelo ensortijado, asciende como la hiedra por las paredes de la memoria del hombre.

-Pero no puede ser.

Ha escuchado su propia frase, dicha en voz alta, como si la hubiera pronunciado otro. Claro que no, piensa. Es ridículo que aparezca justo en este parque, más de treinta años después, cimbreándose en su quietud como una espiga sin viento. Claro que no. Pero cuando ella levanta la vista buscando a alguno de

los niños que corretean como conejos, los ojos lo hieren como un cuchillo de obsidiana.

No puede ser, vuelve a decirse. Ojos verdes hay muchos: hasta una leyenda de Bécquer y una canción que cantaba la Piquer tienen los ojos verdes. Pero lo que se pregunta es por qué no quiere que sea Marga, la Maga de sus dieciséis años, Cortázar mal leído y los poemas que se perdieron con los apuntes del

instituto. La Maga de las tardes pasadas en bares sin historia, cines de reestreno y las sombras conspiradoras del Retiro o de este mismo parque. La Maga que un día volvió a ser Marga, la muchacha que se despidió de él con un beso en la mejilla por lo que fuera que había sucedido que la había convencido de que era mejor dejarle, sin compadecerse de su llanto irrefrenable y

ahogado, en aquel banco.

Lo demás fue tiempo e insomnio; “si tú la luz te la has llevado toda, ¿cómo voy a esperar nada del alba?”, le susurró, y aún perdura, su paisano Claudio Rodríguez.

Sus miradas se encuentran mientras ella busca a alguien que, desde luego, no es él. Avergonzado, baja sus ojos hasta enfocar sus pies, calzados con las deportivas coloreadas que forman parte del uniforme de las madres en el parque. Recuerda, y en el mismo momento siente el dolor de haber llegado a perder semejante recuerdo, como la esperaba a la salida del Metro jugando a adivinarla por los zapatos que salían del paso subterráneo antes de que la escalera la mostrase por completo. Y recuerda el día en que ella, advertida del juego, recorrió aquellos últimos metros descalza para confundirle.

Y piensa que no quiere que sea Marga porque, si lo fuera, estaría dispuesto, algo de su interior se lo musita, a acercarse a ella y perderlo todo, hasta a Ismael, hasta su tierra de Zamora, por volver a llorar como lloró aquella noche. A cambio de nada.

La mujer convoca a un hombre que juega en la pradera con dos niños pequeños. Los cuatro se encaminan hacia la salida de la calle Peñascales.

- ¡Ismael!

El niño se acerca corriendo, extrañado por la voz apremiante con que su padre lo ha llamado.

-Venga, cielo, vamos a ver si comemos pronto, que hoy juega el Madrid con horario chino y hay que verlo.

Ismael lo retrasa en su intento de alcanzarla en la pendiente de salida; tampoco consigue adelantarla en el lateral de la parroquia.

-¿Por qué vamos por aquí, papá?

-Quiero pasar por el estanco, que hoy me voy a fumar un puro con el partido.

Ni siquiera en los escalones de Peñascales consigue acercarse a ella. Pero, cuando arriba a la calle Doctor Esquerdo, la Maga, bruscamente, se gira, se baja la mascarilla, se besa las yemas de los dedos y le envía el beso con un leve soplido.

-¿Estás llorando, papá?

-Qué va; es la puñetera mascarilla….