La piel del oso
La piel del oso.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.

Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.

Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.

Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.

 
 
 

Ha sido un buen disparo.

A través del visor, ha podido observar cómo saltaba un geiser de sangre justo en la cruz del cuello y cómo se desplomaba sobre sus patas.

No ha podido contener un grito de júbilo. Ha sido una muerte limpia, como lo son las muertes ajenas.

El guarda le palmea la espalda al tiempo que comienza a reprocharle en su español entreverado de italiano, de inglés, de algo que podría ser latín o que podría ser un golpe de tos.

- ¡Tenía que haber esperado a que saliera del matorral! ¡No está bene! ¡Una cierva preñada! ¡No Good! ¿Qué hacemos alora! Y no grite tanto, que no es un oso.

Enric desencara el arma, expulsa el casquillo y apoya el rifle en un árbol sin encajar el cerrojo. A continuación, bebe un trago del aguardiente de ciruelas con que cargó su frasco antes de salir del hotel y enciende un purito. El guarda calla, esperando una invitación que no llega. Resignado, saca un chusco cigarrillo del paquete que se arruga en el bolsillo del pantalón y fuma con ansiedad, como si los quince minutos que han transcurrido desde el anterior hubiesen durado siglos.

Enric mira al animal, apenas un bulto entre la maleza lejana, al que, imagina, ya se acercan las hormigas con curiosidad.

-Diles a tus compinches que le arranquen el coño, el útero y la cabeza y los entierren. Con el resto del bicho pueden hacer lo que quieran. Ya ves qué fácil.

- ¿Te vas a ir sin trofeo, señor Enrique?

-¿Trofeo? No colecciono cuernos.. Una vez he disparado, el bicho no me importa. Y me llamo Enric. En-ric. ¿capisci?

-Ho capito, señor Enrich.

Los demás se fotografían sosteniendo la cabeza del animal, esgrimiendo el rifle para que sirva como referencia de la envergadura de la cornamenta. Algunos exhiben las calaveras en su casa o disimulan conservando las patas y los lomos en congeladores. Toda la parafernalia de los trofeos le parece hipocresía. Asume que lo que le ha llevado hasta allí es el acto de matar. Cazar es engañar al instinto de la presa hasta ocupar la posición desde la que la bala llegará al blanco. Fingir interés por un animal al que se ha vencido le suena a sensiblería, a excusa vergonzante.

Quien visitase su casa, no encontraría más rastro de sus monterías que alguna pella de barro que no hubiera advertido la criada.

-Oye, Velkan… esto ha sido demasiado fácil. El animal no ha venteado siquiera, y eso que tú has hecho más ruido que la puta de anoche. ¿No me estaréis echando piezas amaestradas?

Velkan ríe. Es parte de su trabajo, reír a las ocho de la mañana mientras patea el suelo helado y anhela un trago para entrar en calor.

-No, señor Enrich. Animales salvajes, pero muy confiados. Casi nadie viene por aquí. Casi nadie caza.

-Esto me recuerda al submarinista que le enganchaba los atunes a Franco.

- ¿Franco?

-Nuestro Ceaucescu. Igual de bajito, pero con voz de pito oxidado.

Velkan vuelve a reír, ocultando el nerviosismo que le provoca el que todavía se hable así del líder. Aún es demasiado pronto.

-Dicen que detrás de Ceaucescu iba un francotirador que disparaba al tiempo. Una vez no sincronizó el tiro y tuvieron que convencer al líder de que había sido el eco. No lo sé; él nunca vino por aquí, señor Enrich.

-Enric.

-Enrich. Bene.

Al menos, Velkan y sus compañeros pueden resarcirse a la hora del almorzar, cuando el patrón les paga un par de copas a cada uno, aunque no ofrece los anhelados cigarritos aromáticos que ninguno de los tres había visto hasta ese día. Han comido mamaliga, esas gachas sólidas e insípidas, zurcido durante siglos de los agujeros del hambre, y sarmale, hojas de col enrolladas sobre carne adobada. Comida típica, caricatura de los banquetes que nunca se permitieron los campesinos.

Los más viejos recordaban cómo disponían los funcionarios mesas repletas de manjares, a las que se sentaban los pueblerinos para ser filmados en una de sus celebraciones. La película sería mostrada en los noticiarios.

Pero la comida volvía a los camiones antes de que nadie pudiera ni siquiera arrancar una lasca.

- ¿Está bueno, señor Enrich?

-Tiene un pase. Me recuerda a los canelones de los domingos, pero en la forma –dijo con un mohín de asco.

Enric aclara la voz y acerca su rostro al de Velkan, que no tiene más reacción que la misma sonrisa tras la que se ha ocultado todo el tiempo.

-Mira, Velkan, todo esto es muy bonito: los ciervos grandes, los jabalís grandes… ¡collons! ¡si hasta los cargolls son como conejos! Pero quiero un poco de emoción, que más que cazando, me parece que estoy en una barraca de feria.

- ¿Y qué quieres, señor Enrich?

-Un oso.

Velkan retrocede y bebe de su copa, pero no altera la sonrisa de muñeco de ventrílocuo tras la que no hay pensamiento, ni siquiera ficción.

-Imposible un oso. Vero. Imposible. No por aquí. El oso está protegido. Yo no puedo.

-Te pago lo que sea.

-Es mi trabajo, señor Enrich. Yo cuido de ti y de animales. Podrían despedirme.

Enric se recuesta en su silla entre crujidos de madera agonizante. El licor de ciruelas se revuelve en el estómago, y la cara de payaso sin gracia de Velkan le levanta dolor de cabeza. Claro que se cazan osos en Rumanía; los mismos que le recomendaron el viaje (“putas de las buenas, juergas baratas y tiros a discreción”) le habían mostrado fotografías en las que posaban junto a las fauces inertes de ejemplares en los que aún se adivinaba la ferocidad.

-Mira, Velkan. Te lo voy a decir claramente, que me da que hablas español mejor de lo que muestras: no me toques los collons. Me vas a conseguir un oso a cambio de un fajo de billetes que tengo por aquí. Me han hablado de monterías por las zonas del este en que los ojeadores se envuelven los pies en pieles a falta de calzado.

-Eso son habladurías -se justifica Velkan, mintiendo- vosotros pensáis mal de nuestra pobreza.

-Y acertamos. Dime dónde vamos a ir a por el oso. Y no te preocupes por tu trabajo; con lo que has hecho en estos dos días puedes acabar en la cárcel si me voy de la lengua.

-Eres muy listo usted.

-Por si no lo sabes, en mi país soy fiscal. Y no de los blanditos, precisamente.

Velkan repliega un poco los labios; para él, la ley es un misterio que no puede desentrañar. Para él, la ley es peligrosa. Que quien está frente a él forme parte de la ley no es bueno, aunque sea de otro país. Quién sabe si los hilos telefónicos por los que hablan los fiscales y los jueces atraviesan las fronteras. Y no quisiera enfrentarse a un tipo como el señor Enric interrogándolo en un tribunal.

-Señor Enrich, yo conozco a una persona que puede ayudarte. Es un viejo guarda retirado, que vive en una cabaña perdida con su nieto. No le costará mucho dinero, pero tienes que prometerme que no contará nada. ¿Bene?

-Bene, pero como me vuelvas a llamar Enrich te pongo de cebo para el oso. Y espero que no pretendas engañarme con un animal borracho, que sé de quién lo hace.

-Espera un momento, tengo que hacer una llamada para que avisen a Emil.

Enric intenta relajar la situación.

- ¿Emil? ¿Cómo Cioran?

- ¿Quién es ese? ¿un futbolista?

-No hombre, un filósofo.

- ¡Ah! Tú dices Choran, que es como se pronuncia. El hijo del cura. Algo he oído, de él, pero aquí no está bien visto. Se marchó a Francia. Mala gente.

-Pues en España está de moda. Triste. Muy triste. Todo el día dando la matraca con que no vale la pena escribir y que hay que suicidarse. Pero me da a mí que se va a morir de viejo y con los dedos en las teclas de la máquina.

Mientras espera el regreso de Velkan, Enric fuma con desgana y medita sobre el tiempo desigual. Las miserables casuchas que ha encontrado en el camino, los rostros de desconsuelo y poca comida en el plato, las ropas ajadas e insuficientes para el frío que todavía no ha llegado, son las mismas que contempló en el Bergadá en los años cincuenta, cuando era un crío al que su padre llevaba de secretario a las cacerías y sentía la ansiedad en la mirada de los niños de la comarca, pendientes de que una buena jornada les deparase la carne sobrante, o que algún cazador bondadoso les brindase el taco. Se suponía que el tiempo había borrado tanta miseria, pero ahora comprende que los relojes padecen fronteras. O que no se ve lo que no se desea volver a ver.

-Ya está resuelto. Le dirán que vamos mañana y nos buscará el rastro del oso en el bosque.

Cuando salen de la fonda, Enric se sorprende al ver la camioneta vacía.

- ¿Y la cierva?

-Se la hemos vendido al carnicero.

Hace rato que dejaron atrás el último camino practicable, y ahora la camioneta avanza sorteando troncos y pedruscos y algún conejo despistado. Velkan ha montado de nuevo su sonrisa inexpresiva y conduce mientras habla sin parar. Los tumbos dan un extraño y enervante ritmo a su charla.

-Emil es un desgraciado. Su hija se marchó a Bucarest a buscar trabajo y acabó de prostituta en tu país. Creo que en Barcelona. Al principio mandaba algo de dinero al viejo para que cuidara del niño que le dejó, pero hace un par de años se perdió el contacto. Para escapar del hambre, volvió a rastrear al oso. Está prohibido. A veces he pensado en denunciarlo. Los superiores me lo agradecerían, pero me da pena. Mucha pena.

-Un país alegre, vamos.

- ¿Alegre? Lo más divertido que tenemos es la leyenda de Drácula. Pero no me negarás que nuestros paisajes son muy hermosos, señor Enrich.

Enric bufa con desgana ante el pobre entusiasmo del guarda de caza.

-No me creo que pienses que me importan un carajo los paisajes bucólicos. Además, ya me harté de verlos en aquella película vuestra, Cuerno de cabra.

-Esa película no es rumana.

-Lo que tú digas, guaperas.

Si no hubiera tenido tanta mugre, si los muros de adobe no mostrasen grietas por las que rezumaba el agua fétida, si el terreno que la rodeaba no hubiera estado infestado de basuras viejas y detritus resecos, si el óxido no hubiera cubierto goznes, azadas y escudillas, aquella cabaña podría haber pasado por un aprisco en el que aún se refugian los pastores de la meseta.

El interior es aún peor. Iluminado por un cabo de vela al que apenas le queda sebo para mantener la llama constante, no se alcanza a distinguir cada objeto; no hay modo de saber qué bulto es mueble y cuál persona. Huele a lentitud y a carne rancia, a sudor de enfermedad y a trapos mugrientos.

Cuando los ojos se acostumbran, Enric alcanza a vislumbrar al viejo, encorvado sobre un jergón en el que un bulto pequeño deforma la manta de arpillera dejando a la vista nada más que el pelo ensortijado de un niño.

El ruido que escucha, y que en un primer momento creyó chillido de ratón, lo exhala el viejo. Son sus sollozos.

Velkan se acerca a él y parece preguntarle algo. La conversación en su endiablado idioma se alarga en imprecaciones. Enric cree oler los miasmas que expele la boca cariada del anciano. Asqueado, enciende uno de sus puritos y lo coloca justo bajo su nariz.

Velkan le informa de lo dicho, con los ojos enrojecidos y la voz a punto de romperse.

-Una gran desgracia, señor Enrich. Vino un oso hace dos días y mató a la única cabra que le quedaba, de ella sacaba la leche con que alimentaba al niño. Ahora no tiene nada para darle de comer, salvo algunas raíces.

-Pues vamos a por el oso, lo matamos y se acabó el problema.

Velkan niega con grandes aspavientos.

-Imposible. Imposible. El oso se ha perdido en lo más profundo del bosque, demasiado lejos para encontrarlo. No hay oso.

Cada gemido del viejo se convierte en una vaharada putrefacta que despierta las náuseas de Enric. Con urgencia, porque siente que se le está pegando el aire a la piel y ni mil baños podrán sacárselo, Enric mete la mano en el bolsillo, saca unos pocos billetes y los deja en la mesa.

-Que se quede con esto y compre comida. Tú, sácame de aquí y ni menciones lo que ha ocurrido. Te has quedado sin dinero porque yo me he quedado sin oso. Y búscame rápido algo a lo que disparar, aunque sea una vaca o una señal de tráfico.

A punto de arrancar, Velkan abre la puerta de la camioneta.

-Me he dejado el tabaco dentro. No tardo más que un minuto.

-Toma del mío, coño.

-No, señor Enrich. Fumar del tabaco de otro da mala suerte. Ahora vengo.

Y echa a correr hacia la cabaña, en la que entra apartando la hoja del portón con violencia y sorprendiendo al viejo Emil, que bebe a gollete de una botella.

-No vuelvas a entrar así. Creí que el ricachón me había descubierto.

-Tranquilo, que ese por nada del mundo volvería a entrar aquí. ¿Qué? ¿Cómo ha ido?

-Calderilla. Maldito tacaño. A ver si la semana que viene hay más suerte.

Entrega a Velkan tres ralos billetes que este se guarda mientras sonríe, esta vez con desvaimiento y cinismo.

-No sueñes, que los próximos son escoceses.

Emil retira del jergón el pelele de pelo fingido y lo arroja a la mesa.

-Tengo que arreglarlo. Ya tiene algunas calvas.