La venganza de un Estado perdedor

La venganza de un Estado perdedor

La sentencia generará dolor y rabia, pero sobretodo confirma la voluntad del Estado por renunciar a resolver el conflicto por la vía del diálogo y el pacto.

Independentistas movilizados este lunes tras conocerse la sentencia del Tribunal Supremo. PAU BARRENA via Getty Images

Hay dos episodios en la historia reciente de Catalunya y de España que, dentro de unos años, ayudarán a entender por qué una parte sustancial de la sociedad catalana “desconectó” definitivamente con el Estado. El primero fue el 1 de octubre de 2017, cuando la Policía Nacional y la Guardia Civil reprimieron duramente a ciudadanos pacíficos que depositaban su voto en las urnas que el Estado había sido incapaz de encontrar, a pesar de invertir todos sus esfuerzos en ello. El segundo llegó ayer, con la desproporcionada sentencia que condena a entre nueve y trece años de cárcel a los líderes independentistas por sucesos “tan graves” cómo haber impulsado manifestaciones, haber organizado un referéndum o haber permitido el debate parlamentario. La falta de comprensión, flexibilidad y visión del Estado en su conjunto para abordar el conflicto catalán se ilustran perfectamente en ambos episodios: represión, castigo y venganza donde debería haber diálogo, seducción y generosidad.

La dura y cruel sentencia supone la confirmación de la desconexión para esta parte de la sociedad catalana, imposible de cuantificar en cifras o porcentajes por su transversalidad, pero que constituye una pieza fundamental en el conjunto de su plural población. No se trata sólo del independentismo convencido, que ya hace un cierto tiempo que abandonó cualquier relación sentimental con España, sino de otra parte significativa de Catalunya, no necesariamente independentista, que no logra entender el revanchismo y la venganza que practica el Estado y la falta de liderazgo que caracteriza a los líderes políticos españoles para resolver algo que sólo puede encauzarse por la vía del diálogo y la negociación. 

La sentencia causa dolor, ya que condena a personas pacíficas a unas penas injustas, desproporcionadas y exageradas. Supone una humillación sin paliativos e ilustra la sed de venganza de un Estado enfermo, que sólo sabe imponerse a través de la cultura de la autoridad y la sumisión. Pero al mismo tiempo, también provoca rabia e impotencia, tanto entre los que no esperaban nada de los magistrados del Supremo –a tenor de la manera en que la Justicia ha llevado a cabo este proceso– como entre los que guardaban una cierta esperanza en que el veredicto se hubiese elaborado en el contexto político y social en el que resulta imprescindible enmarcar los hechos. Entre la desobediencia que caracterizó a los líderes del procés (y que probablemente fuera motivo de inhabilitaciones) y la sedición dictada por la sentencia, con altas penas de cárcel, se ha escrito un relato que tiene un objetivo justiciero. España perseguida, una vez más, por los fantasmas de su historia.

La sentencia generará dolor y rabia, pero sobretodo confirma la voluntad del Estado por renunciar a resolver el conflicto por la vía del diálogo y el pacto.

La ceguera y la venganza del Estado es el revanchismo de la peor calaña, pero sobretodo representa la confirmación de su incapacidad por buscar una solución posible al conflicto. Con la sentencia, el Estado dinamita todos los puentes ficticios y expulsa directamente a dos millones de sus ciudadanos fuera de su abrazo. Las porras de hace dos años ya fueron un motivo suficiente para trazar este divorcio; la sentencia actual supone la confirmación del no retorno.

Y así, paso a paso en la torpeza constante de los líderes españoles por encontrar una solución al conflicto catalán: desde la operación centralizadora de Aznar hasta la sentencia actual, pasando por la decapitación del Estatut, la inacción de Rajoy y la represión del 1 de octubre. En cada episodio, la bolsa del independentismo –que hace veinte años era exigua– ha ido aumentado constantemente hasta la situación actual, que está en condiciones de ser mayoritaria (¡qué lo decida un referéndum pactado!).

Si el independentismo es un movimiento fuerte no es gracias a sus líderes políticos (que hace dos años fueron incapaces de frenar a tiempo y explicar la realidad a sus partidarios: que Catalunya no iba a ser independiente, como mínimo en ese momento); sino por la continua incapacidad de los diferentes gobernantes y del conjunto del Estado en saber encauzar una negociación efectiva y real. ¿Realmente hay alguien en el Madrid político que crea que el independentismo va a acabar a base de represión?

Lo lógico sería actuar para rebajar la tensión, tender la mano, ceder en parte sustanciales y, en consecuencia, reducir los partidarios de la independencia. En cambio, la respuesta, en cada caso, ha sido la contraria. Hasta el episodio actual, que ya no es sólo falta de voluntad, sino sed de venganza a través de un sentencia injusta y desproporcionada –convenientemente animada desde las instancias gubernamentales, legislativas y policiales–, que supone la confirmación de su falta de voluntad por resolver el conflicto. La venganza es el arma de los que son incapaces de utilizar la razón para resolver los problemas. Y es el primer signo de su derrota.

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