De Oriente a Belén: por qué los conflictos actuales dejarían a Jesús sin regalos de Reyes Magos

De Oriente a Belén: por qué los conflictos actuales dejarían a Jesús sin regalos de Reyes Magos

Guerras, integrismo, yihadismo, fronteras y ocupación. A Melchor, Gaspar y Baltasar sólo les faltaba una pandemia para no poder acercarse al portal.

Los Tres Reyes Magos. DE AGOSTINI PICTURE LIBRARY via Getty Images

Hace 2022 años, los tres Reyes Magos de Oriente emprendieron un viaje peligroso. Cada cual con un origen pero todos con la misma meta, tomaron juntos una senda plagada de salteadores de caminos, barreras naturales, lenguas desconocidas e incertidumbre, apenas con una estrella por guía, hasta llegar a un humilde portal en Belén. Allí había nacido un niño que merecía sus desvelos y sus regalos.

En pleno siglo XXI, los peligros han cambiado, pero ahí siguen, perennes. Oriente Medio y Asia Central no son el paradigma de la paz y la calma en el planeta. Ni los nuevos medios de transporte ni la globalización y la hiperconexión les permitirían salvar los obstáculos que suponen las guerras, el integrismo, el yihadismo y la ocupación. Un año más, no habría ni oro, ni incienso ni mirra (esas sustancias tan sospechosas), sino persecución y abandono. No es algo imaginario, no depende de fábulas ni de historias construidas a lo largo de las centurias, sino que es el pan de cada día para millones de personas que arrastran conflictos enquistados en la región. Sin magia. Con dolor.

De dónde vienen los Reyes

Sabemos que los Reyes vienen de Oriente, pero no podemos afinar bien de dónde, si nos atenemos estrictamente a lo que dice la Biblia. En el Nuevo Testamento, es Mateo el único que hace referencia a ellos, la única fuente ortodoxa que los cita. Expresamente, su capítulo II (versículos 1 a 12) dice así:

“Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos magos procedentes del Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo: ”¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle” (...). Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Y entrando en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra. Avisados en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino”.

Es muy poco. No hay ninguna referencia más en los textos sagrados. No se afirma en Mateo que sean reyes, ni que sean tres, ni cuáles son sus nombres, procedencias ni características físicas, ni que llegasen un 6 de enero al campo de los pastores de Beit Sahour. Todo se concreta varios siglos más tarde, en evangelios apócrifos y, sobre todo, en textos de doctores de la Iglesia Católica del siglo V y VI. El papa León I El Magno fue quien dijo que eran tres, fijando la tradición, pese a que ramas como la armenia hablan de hasta 12 magos, como los apóstoles, y Beda El Venerable recoge más tarde sus nombres y el color de su pelo y su tez, aunque pronto empezó a relacionarse a cada rey con uno de los tres continentes conocidos entonces (Europa, Asia y África) para hablar de la universalidad de la fe cristiana.

Así se fueron sumando detalles con el paso de los siglos, que acabaron por cuajar en la historia de estos tres varones que regalaron al niño símbolos de realeza (oro), divinidad (incienso) y sufrimiento y muerte (mirra) y que más que magos en el sentido en que usamos hoy esta palabra, debían ser “hombres de ciencia”, “sabios”, posiblemente astrónomos, quizá astrólogos y alquimistas. Señores listos que se acercaban al nuevo culto naciente.

Los añadidos de otros investigadores -sin excesiva fundamentación científica- y las relecturas de la Iglesia ampliaron el escueto relato original. Si tomamos los países actuales, con sus fronteras reconocidas, y trasladamos estos estudios posteriores, se calcula que los reyes procederían de Afganistán (quizá Pakistán), Irán e Irak, esto es, Asia Central y la antigua Persia y Babilonia.

Por la zona y el momento histórico descrito, se cree posible que profesaran el zoroastrismo, una religión fundada por Zoroastro -más conocido en Europa como Zaratustra- que defiende, po ejemplo, el libre albedrío del hombre para elegir entre el bien y el mal, hasta el rendimiento de cuentas final de la muerte.

La tradición de los Reyes Magos no es universal en el cristianismo. Se mantiene como un elemento más de las Sagradas Escrituras, complementario, pero donde cobró fuerza fue en España o en territorios que estuvieron bajo su influencia como Flandes (donde ha ido perdiendo fuerza pero aún protagoniza misas especiales) y América Latina (donde se mantiene muy viva en países como México, Argentina, Venezuela o Costa Rica). Se celebra el día 6 de enero con la Epifanía, el momento en el que Jesús toma una presencia humana en la tierra, es decir, “se da a conocer”.

Una ruta plagada de riesgos

Extranjeros, de religión extraña y minoritaria, perseguida, con otro color de piel, otros rasgos faciales... Tan extranjeros eran los Reyes Magos entonces como ahora, solo que antes era más fácil galopar sin alambradas ni checkpoints ni burocracia. Su ruta transita por países mayoritariamente musulmanes, tanto suníes como chiíes, algunos de ellos con extremistas dominando el terreno, otros con yihadistas armados, otros en guerra abierta, directamente.

Empezamos por Afganistán. Desde agosto pasado, los talibanes dominan el país. Ya lo hicieron entre 1996 y 2001, pero los atentados del 11-S en EEUU y el cobijo que le dieron a los terroristas de Al Qaeda que lo ejecutaron llevaron a Washington a invadir el país y echarlos del poder. Sin embargo, 20 años de presencia internacional ha servido para poco. Tenemos en la retina las imágenes de los aviones atestados partiendo de Kabul, huyendo de Kabul, con el rabo entre las piernas. Los islamistas ganaron terreno en el último año hasta hacerse con la capital y el Gobierno.

La sharia islámica es su ley. Se hicieron los buenos -de palabra- al llegar, pero han acabado mostrando su rostro de siempre: persecuciones, detenciones, torturas, fusilamientos, degollamientos. Fuera las mujeres de la escena, fuera los pensadores y los científicos. Ni un mago puede sobrevivirles. Ni a ellos ni a sus fanáticos amigos de Al Qaeda, a los que siguen dando apoyo, ni a los señores de la guerra, asaltadores o contrabandistas que son sus acólitos y les sirven para mantener el control de las regiones más remotas.

Si algún rey procediera de Pakistán, encontraría las cosas algo mejor, ya que la violencia ha caído en picado en los últimos años gracias a las operaciones de las fuerzas de seguridad en las zonas tribales y en ciudades como Karachi, pero siguen los atentados suicidas (amortiguados por la pandemia y el encierro) y la persecución sectaria está a la orden del día, igualmente por la presencia de talibanes del país vecino y la imposición de la ley islámica. Ser diferente y sacar los pies del tiesto como que tampoco.

En Irak, los reyes deberían cruzar por las líneas del frente abierto en la guerra contra el Estado Islámico, en un intento del Gobierno local, apoyado especialmente por EEUU, de neutralizar a los yihadistas. Los estadounidenses se van a ir del país, tras su llegada en 2003 en busca de armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, pero el problema con los islamistas, rebajado en los últimos meses, persiste.

No es el estado fallido que es Afganistán, pero tampoco vive en calma, porque los atentados son recurrentes: el ISIS fue derrotado en 2017, tras haber controlado amplias zonas del país desde 2014, pero sus remanentes todavía siguen llevando a cabo ataques, sobre todo contra las fuerzas de seguridad iraquíes y hasta miembros del Gobierno. Sigue habiendo miles de desplazados por este choque. También hay tensión en las calles en protesta contra los resultados de las elecciones de octubre, que ganó el influyente clérigo chií Muqtada al Sadr.

En Irán hay un nuevo presidente desde 2021. Se llama Ebrahim Raisí y es aún más fanático que su predecesor, Hassan Rohaní. Así que las cosas cambian poco. La República Islámica y el poder de los ayatolás se mantiene vivo. Nada que no cumpla con sus preceptos es aceptado, de ahí los cientos de activistas por los derechos humanos o periodistas encarcelados.

Un outsider como esos magos de los que hablamos no tendría futuro, acabaría en la cárcel como mínimo, si no víctimas de desapariciones forzadas, tortura y otros malos tratos “con impunidad y de forma generalizada y sistemática”, dice Amnistía Internacional. “Las minorías étnicas y religiosas sufren violencia y discriminación arraigada”, añade. Los guardianes de la moral no los verían con buenos ojos.

  Soldados israelíes, desplegados en uno de los accesos a Belén (Cisjordania). Pacific Press via Getty Images

Guerra abierta y ocupación

Seamos optimistas. Los tres reyes cruzan esos avisperos y se acaban reuniendo. Toca poner rumbo, juntos, hacia Palestina. La estrella apunta a Belén. Queda un buen trecho. Hay que ir por Jordania, o quizá Siria si vienen por la frontera del norte, y luego a Israel y a Cisjordania. Complicado.

En el caso de que lleguen a los dominios de Bachar el Assad, deberían adentrarse en un país en guerra desde 2011. La primavera siria contra el dictador se convirtió en guerra civil y, también, en lucha abierta contra el ISIS y así sigue, enquistada tras 11 años. Se han reducido los combates abiertos y los bombardeos, porque Assad y sus aliados rusos controlan la mayor parte del territorio, pero la contienda no ha acabado y quedan reductos rebeldes. Acumula ya más de medio millón de muertos y 2,1 millones de civiles heridos. 13 millones de personas están desplazadas de sus hogares, al menos la mitad fuera del país.

Pese al hundimiento del califato del Daesh, siguen quedando en la zona grupos armados yihadistas, por lo que la persecución sectaria y el terrorismo siguen siendo un riesgo añadido.

Jordania es, sin duda, el tramo más fácil del viaje, uno de los países más estables de Oriente Medio. Algunos la llaman ‘la Suiza árabe’, pero hay que salvar muchas distancias. Cruzar por su tierra no tendría riesgos para su integridad. La estabilidad política está asegurada con una monarquía que cortocircuita las críticas, aunque sigue habiendo movimientos populares que piden más derechos y se ha notado la tensión de atender a cientos de refugiados sirios, más de 650.000 en un estado con 6,5 millones de habitantes. Críticos son también islamistas como los Hermanos Musulmanes, el grupo opositor de más peso y que suele atacar duramente las políticas del Gobierno del reino respecto a Israel, por ejemplo, con manifestaciones frecuentes. Nada especialmente reseñable. Un respiro.

Los reyes caminarían hacia el Mar Muerto -que sí aparece expresamente en algunas referencias sobre los magos, aunque medievales, muy posteriores al momento de la adoración- y es entonces cuando el pasaporte les pasaría factura, posiblemente. Veamos: un iraní tratando de cruzar un paso fronterizo que controla Israel al otro lado... Como que no. Ambos países siguen siendo enemigos irreconciliables. Irán es el demonio para Tel Aviv, un país cuyos líderes propugnan la destrucción de Israel. Israel enarbola esa bandera, la del miedo a la aniquilación, para mantener las espadas en alto. Las relaciones entre ambos están completamente rotas. Cualquier visita es bloqueada, bilateralmente. Imposible pasar.

Un afgano, un iraquí... Quizá. Pero vienen más problemas. Cruzan y ya están en suelo controlado por Israel, pero ellos necesitan entrar en Cisjordania, que es donde se encuentra Belén, a escasos kilómetros al sur de Jerusalén. Cisjordania llega hasta la frontera con Jordania, pero no es Palestina quien controla ese acceso, así que la comitiva deberá cruzar controles militares para entrar en suelo internacionalmente reconocido como palestino, pero ocupado por Israel desde 1967, cuando la Guerra de los Seis Días.

Los extranjeros pueden pasar a Cisjordania como turistas -no así a Gaza, el otro gran territorio palestino, bloqueado desde que Hamás ganó las elecciones en 2007-, pero los palestinos necesitan un permiso especial para poder entrar o salir de la jaula. Esos salvoconductos se otorgan por motivos de salud, estudio, trabajo o visitas religiosas y son ridículamente escasos.

Los reyes pueden seguir caminando mirando la estrella, cruzando el cegador desierto, hasta que se topan con las colonias en las que residen ilegalmente casi 600.000 israelíes -son datos de la ONU-, y llegan al checkpoint, al control militar empotrado en el muro de hormigón que aísla Cisjordania. Un muro-valla de más de 70 kilómetros, condenado por la Justicia internacional. A ver qué explicaciones dan sobre lo que van a hacer, a quién van a ver y lo que llevan en el morral, aunque es peor el control de salida (hay que pisar de nuevo suelo israelí) que el de entrada.

Si entrasen, que ya es difícil, y fuesen al valle de los Guardianes de la Noche donde estaban los pastores aquella noche de hace más de 2.000 años verían justo las lomas donde viven hasta ministros de Israel, las buenas carreteras de los colonos, las alambradas y los puestos de control, al alcance de la mano. Si subieran al portal de Belén, se encontrarían con una Natividad recién restaurada pero vacía, porque la ocupación y, ahora, las limitaciones del coronavirus, han impedido la entrada de visitantes, hundiendo la economía local, porque el 80% de sus habitantes depende de ese sector.

Bastante desolador. Muy poco esperanzador. Y el niño, sin regalos.