El fracaso como una de las bellas artes

El fracaso como una de las bellas artes

El fracaso tiene un lado positivo. Muy positivo. Vamos a sincerarnos: aquí nunca nos han caído bien los ganadores. Es más, no los tragamos. En algunos países como Estados Unidos, el culto al éxito une a sus ciudadanos más que cualquier fe y "perdedor" es el insulto más hiriente que se puede hacer. Aquí el triunfador nos produce urticaria.

Hace una eternidad (es decir, unos seis o siete años) éramos un país de ganadores: crecíamos casi al cinco por ciento, nuestra economía era el pasmo de los periódicos extranjeros, concentrábamos la mayor cantidad de grúas por metro cuadrado de Europa y nuestros deportistas arrasaban en todas las grandes competiciones. En poco más de una generación habíamos pasado del botijo y el borrico al dúplex alicatado hasta el techo y el Mercedes. Ahora que toda aquella euforia empieza a ser un borroso recuerdo, a muchos nos queda poco más que un regusto amargo. Como penitentes, más de cuarenta millones de personas se preguntan todas la noches por qué hicieron o dejaron determinadas cosas durante esa última década prodigiosa. El que más o menos tiene una sensación de un fracaso, de no haber aprovechado la marea favorable, de haber sido más cigarra que hormiga, de haber dejado la escuela por el andamio, de no haber invertido bien, de haberse dejado liar por el banco o la suegra para comprar un piso que ahora no podemos pagar. Incluso no faltan los que se duelen de no haber robado aun un poco más. Pero parémonos a pensar un poco, ¿es tan malo el fracaso? Los optimistas nos responderán que no, que es estupendo, que aprendemos mucho más de él que del éxito. Si quieren mi opinión, esta es una más de las falacias de los libros de autoayuda: en el supuesto caso de que volvieran las vacas gordas, en un par de años se nos habrían olvidado las dosis de ricino que nos ha hecho tragar esta crisis y estaríamos haciendo las mismas tonterías que antes. Sin embargo, yo creo que el fracaso tiene un lado positivo. Muy positivo. Vamos a sincerarnos: aquí nunca nos han caído bien los ganadores. Es más, no los tragamos. En algunos países como Estados Unidos, el culto al éxito une a sus ciudadanos más que cualquier fe y "perdedor" es el insulto más hiriente que se puede hacer. Aquí el triunfador nos produce urticaria. Podemos llegar a tolerar a un Amancio Ortega o a un Rafa Nadal, pero siempre y cuando sean lo suficientemente listos, como lo son, para no restregarnos yates o novias top model por los morros. El perdedor, el quijote, sin embargo, es alguien cercano, como nosotros mismos, que lo intentó y le salió mal, reflejo de nuestras inseguridades y errores. Eso sí, lo único que le pedimos es que fracase usted con estilo, con elegancia. "El tío ahora es aparcacoches pero lleva la misma sonrisa que cuando era director general", dirán. Buena cara y buen ánimo ante todo. Y nada de contar penas, que de esas ya tenemos todos los bolsillos llenos. Como decía un cartel que vi el otro día en un bar, "aquí se viene a beber, no a hablar de la crisis". Si respeta estas simples reglas será usted un perdedor respetado y querido, un éxito como fracasado. Lo cual no deja de ser una bonita paradoja.