¡Coño 'e tu madre!

¡Coño 'e tu madre!

Si la libertad no se respira en la calle, que es de todos, no existe. Así de sencillo.

COÑO 'E TU MADRECarlos Alejándrez 'Otto'

En mis haraganeos por el Mercado de Maravillas, descubro cada semana un nuevo bar venezolano, en el que el olor a sancocho despierta el día. Tras haberme entregado a un té assam y media barrita de pan con mi aceite de acebuchina, me sorprende que tantos parroquianos latinos se despierten ya con sustanciosos platos de cuchara. Hay quien malicia que debe de ser para quitarse la resaca, pero yo bien sé que, para algunos, esa será su primera comida, y puede que la última, de la jornada.

Los sueldos de muchos hijos del exilio, tan rotos como sus horarios, dan para poco más. Los tenderos y la hostelería, madre y madrastra que recibe a tanto necesitado, suelen ignorar la generosidad.

No es que la historia se repita, es que los historiadores se copian, recuerda con sorna el viejo chiste. Pues si así es, añado, ya podían mejorar un poco el argumento con cada vuelta, porque estamos mareados ya de ser la peonza que somos, huyendo de la penuria y olvidando que hemos olvidado.

También hay quienes nunca recuerdan ni lo vivido ni lo contemplado, y reaccionan con asco ante los emigrantes a los que vieron partir y a los que vieron llegar.

No hace mucho he sabido que la ONU calcula que más de siete millones de venezolanos han dejado su país obligados por la situación que este sufre. Sé que todo lo que tenga que ver con la Venecia tropical (los palafitos en el lago de Maracaibo recordaron al conquistador de turno la ciudad italiana —no esta documentado que los indígenas agasajaran al intruso con un bellini— y ya tuvo su bautizo la criatura), está atravesado por la polémica y no hay comentario al respecto que no sea pura propaganda.

Aunque puede que la necesidad de petróleo que ha generado la guerra consiga que el gobierno venezolano deje de ser la encarnación de Satanás en la tierra.

En cualquier caso, que tan ingente cantidad de personas emprendan la diáspora debiera bastar para que callasen los propagandistas de uno y otro lado y aceptaran la realidad: algo no va bien cuando un país rico expulsa así a los suyos, ni iba bien en el pasado cuando tanto se ha extendido el odio entre los desiguales.

Porque, según me dice una de mis colaboradoras, persona eficaz y elegante donde las haya, que también abandonó el país en el penúltimo momento (“si hubiera esperado unos días más me tendría que haber ido a pie hasta Colombia”), el gobierno de Chávez no emprendió las reformas imprescindibles movilizando a toda la población, sino declarando a una mitad enemiga irreconciliable de la otra y estableciendo un sistema de oscura impunidad para con los excesos del poder. Ella, de cuya sinceridad no dudo, me habla de grupos de partidarios envalentonados por el ron que emprendían “la caza del burgués” por los barrios que antaño fueron de prestigio, lúdica actividad que terminaba con unos cuantos apaleados por su mala costumbre de andar por la calle. Yo, que conocí, cierto que a menor escala, algo parecido cuando los cachorros fascistas, hijos de un cristo coronado (como para no ser republicano), se empleaban a fondo en la limpieza de barrios “degradados” (Malasaña y Chueca sobre todo), no puedo aceptar ninguna justificación, ni siquiera el hambre, para ejercer la brutalidad.

Si la libertad no se respira en la calle, que es de todos, no existe. Así de sencillo.

Tal es el nivel de inseguridad al que se ha llegado, aunque bien sé que no es exclusivo del país, que la gente que camina por las aceras está únicamente pendiente del traicionero ronroneo de la moto que se acerca por la espalda para arrancar del desprevenido lo que la mano alcance, el bolso, las gafas, el teléfono (siempre el malo, que el de verdad se lleva escondido en lo más recóndito).

Ni a una Miss que se cruzara le harían caso, no fuera a venir el asalto tras el regalo para la vista.

Más me duele, si cabe, lo que me cuenta uno de los jóvenes camareros del bar en el que desayuno entre listas de compra y lamentos por la fe y el dinero puestos en caballos aletargados. El chaval apaña cafés y chispazos de anís mientras se procura la convalidación de sus estudios, de los que tanto esperaba cuando partió.

“Dos veces he pagado por los pecados de mis padres: la primera fue allá, cuando me llegó la furia de tantos años de pobreza de otros en un país con recursos suficientes para haber acabado con la miseria, en la que resultaba muy cómodo disponer de cualquier persona, de su trabajo sin horarios y sin dignidad, a cambio de calderilla.”

“La otra fue cuando me largué; entonces tuve que soportar el odio de los hermanos americanos (aquí hizo un gesto para que no me quedaran dudas de la ironía), hartos de la prepotencia venezolana que iba regalando billetes por todas partes y exigía trato de gran señor. ¿Sabía que en América nos llamaban los “tabaratos” porque esa -tá barato- era la respuesta que dábamos a cualquier precio, insignificante siempre para nuestros petrodólares? Al menos, los españoles, a los que tanto despreciaban mis abuelos y mis padres porque los vieron bajar del barco con la maleta de cartón, no distinguen los acentos nacionales. Eso me permite formar parte de la gran comunidad de los sudacas de mierda.”

En homenaje a ellos, hice para mis hijos un pabellón criollo, excelso plato que lleva consigo el calor de los ranchos en que se sirve, cercanos al mar Caribe, entre sudorosas botellas de cerveza Polar. Para ello, es preciso desmenuzar, después de cocida, carne de vaca, de plebeyo pollo o de nuestro guarro cotidiano, sofreírla con las especias pertinentes, y servirla en compañía del arroz y las caraotas (alubias negras y pequeñas), perfumadas con un saludo de panela al final del proceso. 'Panela' es el nombre que recibe en algunos países latinos el azúcar moreno de caña sin refinar. En Venezuela lo llaman 'papelón', y no es pequeño el que hace en el guiso. El remate de tan sabroso cajón de sastre (y de desastre si el cocinillas es un asamantecas) lo pone el imprescindible plátano frito. Cuando se los pedí al venezolano que marea las frutas de tanto arreglar los montones (sus pirámides de manzanas y peras simulan el sostén de una Miss), y ya que me los cobra a precio de petróleo, me mostré exigente .

-¡Elígeme bien el plátano, eh! que a mí me gusta maduro.

-¿Maduro? ¡Coño 'e tu madre!

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”