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Pocos saben desde cuándo aplaudimos para mostrar aprobación o entusiasmo

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Algunos incluso llegaron a pagar por ovaciones bien organizadas.

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Algunos incluso llegaron a pagar por ovaciones bien organizadas.

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Algunos incluso llegaron a pagar por ovaciones bien organizadas.

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Algunos incluso llegaron a pagar por ovaciones bien organizadas.

Público aplaudiendoGetty Images

El aplauso es una de esas costumbres humanas tan comunes que cuesta imaginar un mundo sin ellas. Aunque no existe una fecha exacta de su invención, se cree que el ser humano comenzó a aplaudir hace miles de años, incluso antes de contar con un lenguaje articulado. 

El sonido de las palmas pudo haber servido para llamar la atención, advertir sobre peligros o simplemente jugar. Hoy sabemos que algunos primates usan gestos similares, al igual que ciertas especies marinas, como las focas grises, que lo hacen para mostrar fuerza.

De la Biblia a Roma

En la Biblia, los aplausos aparecen mencionados como un acto de alegría o adoración. Y en la Antigua Roma adquirieron un valor más político y teatral. Era habitual que, al terminar una obra, los actores invitaran al público a aplaudir con la palabra “plaudite”. De ahí proviene el término “aplauso”. 

Para los emperadores romanos, el sonido de las manos chocando no solo era una muestra de aprecio ya que también servía como una especie de encuesta de popularidad. Algunos incluso pagaban por ovaciones bien organizadas. Se dice que Nerón contrataba a miles de personas para que aplaudieran con fuerza durante sus intervenciones públicas.

Una herramienta escénica y un vínculo social

Con el paso del tiempo, este fenómeno se profesionalizó. En Francia, en el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, personas que asistían a funciones con el único fin de animar al público e iniciar las ovaciones. Más que una expresión espontánea, el aplauso se convirtió en una herramienta escénica. Su eficacia radica en algo tan muy simple como que es es fácil, produce un sonido fuerte con poco esfuerzo y está socialmente aceptado en casi cualquier contexto.

Aplaudir también es una forma de comunicarse en grupo. El acto de aplaudir en conjunto tiene una dimensión emocional. En eventos multitudinarios, muchas personas comienzan a aplaudir por inercia, sin pensarlo demasiado. Hay algo contagioso en el sonido, una especie de eco social que se extiende casi automáticamente.

¿Por qué no dejamos de aplaudir?

Investigadores como Richard Mann, de la Universidad de Uppsala, han observado que los aplausos colectivos siguen patrones similares a los de la propagación de una enfermedad. Basta que una persona empiece para que la acción se reproduzca por todo el auditorio. Y una vez iniciado, hay otro curioso fenómeno que es que cuesta ser el primero en detenerse.

El aplauso, en definitiva, es más que un gesto de aprobación. Es una forma de participar, de marcar el final de algo, de agradecer, de pertenecer. A lo largo de los siglos, ha servido como medio de expresión emocional y también como símbolo de poder. 

El aplauso es una de esas costumbres humanas tan comunes que cuesta imaginar un mundo sin ellas. Aunque no existe una fecha exacta de su invención, se cree que el ser humano comenzó a aplaudir hace miles de años, incluso antes de contar con un lenguaje articulado. 

El sonido de las palmas pudo haber servido para llamar la atención, advertir sobre peligros o simplemente jugar. Hoy sabemos que algunos primates usan gestos similares, al igual que ciertas especies marinas, como las focas grises, que lo hacen para mostrar fuerza.

De la Biblia a Roma

En la Biblia, los aplausos aparecen mencionados como un acto de alegría o adoración. Y en la Antigua Roma adquirieron un valor más político y teatral. Era habitual que, al terminar una obra, los actores invitaran al público a aplaudir con la palabra “plaudite”. De ahí proviene el término “aplauso”. 

Para los emperadores romanos, el sonido de las manos chocando no solo era una muestra de aprecio ya que también servía como una especie de encuesta de popularidad. Algunos incluso pagaban por ovaciones bien organizadas. Se dice que Nerón contrataba a miles de personas para que aplaudieran con fuerza durante sus intervenciones públicas.

Una herramienta escénica y un vínculo social

Con el paso del tiempo, este fenómeno se profesionalizó. En Francia, en el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, personas que asistían a funciones con el único fin de animar al público e iniciar las ovaciones. Más que una expresión espontánea, el aplauso se convirtió en una herramienta escénica. Su eficacia radica en algo tan muy simple como que es es fácil, produce un sonido fuerte con poco esfuerzo y está socialmente aceptado en casi cualquier contexto.

Aplaudir también es una forma de comunicarse en grupo. El acto de aplaudir en conjunto tiene una dimensión emocional. En eventos multitudinarios, muchas personas comienzan a aplaudir por inercia, sin pensarlo demasiado. Hay algo contagioso en el sonido, una especie de eco social que se extiende casi automáticamente.

¿Por qué no dejamos de aplaudir?

Investigadores como Richard Mann, de la Universidad de Uppsala, han observado que los aplausos colectivos siguen patrones similares a los de la propagación de una enfermedad. Basta que una persona empiece para que la acción se reproduzca por todo el auditorio. Y una vez iniciado, hay otro curioso fenómeno que es que cuesta ser el primero en detenerse.

El aplauso, en definitiva, es más que un gesto de aprobación. Es una forma de participar, de marcar el final de algo, de agradecer, de pertenecer. A lo largo de los siglos, ha servido como medio de expresión emocional y también como símbolo de poder. 

El aplauso es una de esas costumbres humanas tan comunes que cuesta imaginar un mundo sin ellas. Aunque no existe una fecha exacta de su invención, se cree que el ser humano comenzó a aplaudir hace miles de años, incluso antes de contar con un lenguaje articulado. 

El sonido de las palmas pudo haber servido para llamar la atención, advertir sobre peligros o simplemente jugar. Hoy sabemos que algunos primates usan gestos similares, al igual que ciertas especies marinas, como las focas grises, que lo hacen para mostrar fuerza.

De la Biblia a Roma

En la Biblia, los aplausos aparecen mencionados como un acto de alegría o adoración. Y en la Antigua Roma adquirieron un valor más político y teatral. Era habitual que, al terminar una obra, los actores invitaran al público a aplaudir con la palabra “plaudite”. De ahí proviene el término “aplauso”. 

Para los emperadores romanos, el sonido de las manos chocando no solo era una muestra de aprecio ya que también servía como una especie de encuesta de popularidad. Algunos incluso pagaban por ovaciones bien organizadas. Se dice que Nerón contrataba a miles de personas para que aplaudieran con fuerza durante sus intervenciones públicas.

Una herramienta escénica y un vínculo social

Con el paso del tiempo, este fenómeno se profesionalizó. En Francia, en el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, personas que asistían a funciones con el único fin de animar al público e iniciar las ovaciones. Más que una expresión espontánea, el aplauso se convirtió en una herramienta escénica. Su eficacia radica en algo tan muy simple como que es es fácil, produce un sonido fuerte con poco esfuerzo y está socialmente aceptado en casi cualquier contexto.

Aplaudir también es una forma de comunicarse en grupo. El acto de aplaudir en conjunto tiene una dimensión emocional. En eventos multitudinarios, muchas personas comienzan a aplaudir por inercia, sin pensarlo demasiado. Hay algo contagioso en el sonido, una especie de eco social que se extiende casi automáticamente.

¿Por qué no dejamos de aplaudir?

Investigadores como Richard Mann, de la Universidad de Uppsala, han observado que los aplausos colectivos siguen patrones similares a los de la propagación de una enfermedad. Basta que una persona empiece para que la acción se reproduzca por todo el auditorio. Y una vez iniciado, hay otro curioso fenómeno que es que cuesta ser el primero en detenerse.

El aplauso, en definitiva, es más que un gesto de aprobación. Es una forma de participar, de marcar el final de algo, de agradecer, de pertenecer. A lo largo de los siglos, ha servido como medio de expresión emocional y también como símbolo de poder. 

El aplauso es una de esas costumbres humanas tan comunes que cuesta imaginar un mundo sin ellas. Aunque no existe una fecha exacta de su invención, se cree que el ser humano comenzó a aplaudir hace miles de años, incluso antes de contar con un lenguaje articulado. 

El sonido de las palmas pudo haber servido para llamar la atención, advertir sobre peligros o simplemente jugar. Hoy sabemos que algunos primates usan gestos similares, al igual que ciertas especies marinas, como las focas grises, que lo hacen para mostrar fuerza.

De la Biblia a Roma

En la Biblia, los aplausos aparecen mencionados como un acto de alegría o adoración. Y en la Antigua Roma adquirieron un valor más político y teatral. Era habitual que, al terminar una obra, los actores invitaran al público a aplaudir con la palabra “plaudite”. De ahí proviene el término “aplauso”. 

Para los emperadores romanos, el sonido de las manos chocando no solo era una muestra de aprecio ya que también servía como una especie de encuesta de popularidad. Algunos incluso pagaban por ovaciones bien organizadas. Se dice que Nerón contrataba a miles de personas para que aplaudieran con fuerza durante sus intervenciones públicas.

Una herramienta escénica y un vínculo social

Con el paso del tiempo, este fenómeno se profesionalizó. En Francia, en el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, personas que asistían a funciones con el único fin de animar al público e iniciar las ovaciones. Más que una expresión espontánea, el aplauso se convirtió en una herramienta escénica. Su eficacia radica en algo tan muy simple como que es es fácil, produce un sonido fuerte con poco esfuerzo y está socialmente aceptado en casi cualquier contexto.

Aplaudir también es una forma de comunicarse en grupo. El acto de aplaudir en conjunto tiene una dimensión emocional. En eventos multitudinarios, muchas personas comienzan a aplaudir por inercia, sin pensarlo demasiado. Hay algo contagioso en el sonido, una especie de eco social que se extiende casi automáticamente.

¿Por qué no dejamos de aplaudir?

Investigadores como Richard Mann, de la Universidad de Uppsala, han observado que los aplausos colectivos siguen patrones similares a los de la propagación de una enfermedad. Basta que una persona empiece para que la acción se reproduzca por todo el auditorio. Y una vez iniciado, hay otro curioso fenómeno que es que cuesta ser el primero en detenerse.

El aplauso, en definitiva, es más que un gesto de aprobación. Es una forma de participar, de marcar el final de algo, de agradecer, de pertenecer. A lo largo de los siglos, ha servido como medio de expresión emocional y también como símbolo de poder. 

El aplauso es una de esas costumbres humanas tan comunes que cuesta imaginar un mundo sin ellas. Aunque no existe una fecha exacta de su invención, se cree que el ser humano comenzó a aplaudir hace miles de años, incluso antes de contar con un lenguaje articulado. 

El sonido de las palmas pudo haber servido para llamar la atención, advertir sobre peligros o simplemente jugar. Hoy sabemos que algunos primates usan gestos similares, al igual que ciertas especies marinas, como las focas grises, que lo hacen para mostrar fuerza.

De la Biblia a Roma

En la Biblia, los aplausos aparecen mencionados como un acto de alegría o adoración. Y en la Antigua Roma adquirieron un valor más político y teatral. Era habitual que, al terminar una obra, los actores invitaran al público a aplaudir con la palabra “plaudite”. De ahí proviene el término “aplauso”. 

Para los emperadores romanos, el sonido de las manos chocando no solo era una muestra de aprecio ya que también servía como una especie de encuesta de popularidad. Algunos incluso pagaban por ovaciones bien organizadas. Se dice que Nerón contrataba a miles de personas para que aplaudieran con fuerza durante sus intervenciones públicas.

Una herramienta escénica y un vínculo social

Con el paso del tiempo, este fenómeno se profesionalizó. En Francia, en el siglo XVI, surgieron los aplaudidores de contrato, personas que asistían a funciones con el único fin de animar al público e iniciar las ovaciones. Más que una expresión espontánea, el aplauso se convirtió en una herramienta escénica. Su eficacia radica en algo tan muy simple como que es es fácil, produce un sonido fuerte con poco esfuerzo y está socialmente aceptado en casi cualquier contexto.

Aplaudir también es una forma de comunicarse en grupo. El acto de aplaudir en conjunto tiene una dimensión emocional. En eventos multitudinarios, muchas personas comienzan a aplaudir por inercia, sin pensarlo demasiado. Hay algo contagioso en el sonido, una especie de eco social que se extiende casi automáticamente.

¿Por qué no dejamos de aplaudir?

Investigadores como Richard Mann, de la Universidad de Uppsala, han observado que los aplausos colectivos siguen patrones similares a los de la propagación de una enfermedad. Basta que una persona empiece para que la acción se reproduzca por todo el auditorio. Y una vez iniciado, hay otro curioso fenómeno que es que cuesta ser el primero en detenerse.

El aplauso, en definitiva, es más que un gesto de aprobación. Es una forma de participar, de marcar el final de algo, de agradecer, de pertenecer. A lo largo de los siglos, ha servido como medio de expresión emocional y también como símbolo de poder. 

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Soy redactora en El HuffPost España, donde te cuento las historias más curiosas y te intento ayudar a encontrar esos detalles que marcan la diferencia en la vida cotidiana.

 

Sobre qué temas escribo

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Mis artículos son un surtido de historias curiosas, viajes, cultura, estilo de vida, naturaleza, ¡y mucho más! Mi objetivo es despertar tu curiosidad y acompañarte con lecturas útiles y entretenidas.

  

Mi trayectoria

Soy madrileña, pero con raíces en Castilla-La Mancha. Estudié Periodismo en la Universidad Ceu San Pablo, aunque siempre digo que mi verdadera escuela ha sido El HuffPost, el lugar donde escribí mis primeras líneas como periodista. Empecé como becaria y ahora colaboro en este medio que me ha visto crecer.


Mi pasión por el periodismo nació en la infancia, cuando dibujaba las portadas de los medios deportivos y soñaba con convertirme en una de aquellas reporteras que veía en la televisión.

 


 

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