La ira de los alemanes
Alemania ha sido desde los años 50 y hasta ayer una auténtica locomotora europea en lo económico. Pero ahora es lógico que surjan dudas sobre la capacidad

El mandato de Scholz tras la retirada política de Merkel ha sido de los más breves de la historia de la moderna Alemania (arrancó el 8 de diciembre de 2021 y concluirá en semanas, en cuanto se termine de preparar la ‘grosse koalition’) ha puesto de relieve las tremendas debilidades de la primera potencia europea, muy fragilizada por la gestión de la antigua canciller, formada a los pechos de Kohl en un conservadurismo inmovilista y bien poco creativo (Kohl la llamaba mein mädchen, mi chica).
No hay espacio en estas líneas para enumerar y describir íntegramente las debilidades de la larga etapa de dieciséis años de Merkel al frente de Alemania (2005-2021), quien sin embargo se benefició a su llegada de algunas reformas sociales y laborales muy útiles que realizó el excanciller socialdemócrata Schröder antes de su salida de la primera línea. Pero, en términos generales, la decadencia alemana se debe a los exagerados afanes de ortodoxia financiera de Merkel -la gran crisis de 2008 fue afrontada, a instancias de Alemania, con duros criterios de rigor presupuestario que arrinconaron a los países más debilitados y causaron gran sufrimiento en varios estados periféricos-; por su escasa iniciativa a la hora de innovar y de promover la investigación y el desarrollo industrial; por su precipitación impertinente al renunciar demasiado pronto a la energía nuclear sin preparar una opción alternativa cuando Alemania tan solo disponía de los suministros energéticos de Rusia, que ejercía por este medio un control inconveniente sobre el Oeste europeo; por ciertas decisiones controvertibles que no podían ser pacíficamente asimiladas, como el ingreso súbito de un millón de sirios, huidos de la güera civil de ese país. Asimismo,la obsesión de Merkel por el rigor y el equilibrio presupuestarios ha demorado en exceso la equiparación de la Alemania oriental con la occidental, y en la actualidad, 25 años después de la reunificación, la distancia socioeconómica entre ambos territorios es todavía abismal, con la consiguiente decepción de los habitantes de la antigua República Democrática Alemana, que se sienten discriminados, postergados e incluso ignorados.
En este marco de atonía, Alemania ha retrocedido en términos de PIB en los últimos dos años (el 0,3% en 2023 y el 0,2% en 2024) y los presagios son muy negros, toda vez que la industria automovilística alemana, que ocupa el liderazgo europeo desde los años sesenta y que fabrica unos seis millones de vehículos al año (el 35% de la producción europea). está perdiendo el tren de la electrificación frente a otros mercados (los asiáticos), sin que se vean signos de reacción capaces de detener la decadencia.
Este dibujo de la realidad no puede disociarse, evidentemente, de los resultados de las elecciones alemanas del pasado domingo, en que la extrema derecha prorrusa de Alternativa para Alemania (AfD) consiguió el 20,8% de los votos, porcentaje que duplica el de las últimas elecciones y que sitúa a este partido en el segundo lugar del ranking. AfD ha ganado en prácticamente todos los distritos electorales de la antigua RDA, en tanto CDU (y CSU en Baviera) ha sido el primer partido en la antigua RFA. Curiosamente, en Berlín ha ganado las elecciones Die Linke, la extrema izquierda.
Con estos datos, es evidente que los dos partidos tradicionales sobre los que se sustentó la moderna Alemania surgida de la Segunda Guerra Mundial no han sido capaces de mantener el rumbo, de guiar a Alemania por entre las procelas de la modernidad, caracterizada por grandes cambios tecnológicos, por la necesidad de respuesta al cambio climático y por la urgencia de contener a un populismo estéril e infecundo que amenaza con laminar el gozoso sistema de libertades que la humanidad edificó después de las dos guerras mundiales.
Alemania ha sido desde los años 50 y hasta ayer una auténtica locomotora europea en lo económico, y ha compartido con Francia, mediante el activo eje francoalemán, el liderazgo político de la Unión. Pero ahora es lógico que surjan dudas sobre la capacidad de Alemania de recuperar la fuerza y el protagonismo y perdidos.
Algunos pensamos que la eclosión de la extrema derecha en Europa, cuyo despegue tuvo lugar durante la gran crisis que arrancó en 2008 y que frustró las expectativas optimistas de crecimiento y desarrollo perpetuos -eran los tiempos del “fin de la historia” del equivocadísimo Fukuyama- se basa sobre todo en la irritación de unas sociedades frustradas por la impericia, la falta de habilidad, la incapacidad crónica de las elites gobernantes ante unos problemas que se han enfocado y resuelto pésimamente, con gran coste para el bienestar colectivo.
No tiene sentido que unas sociedades europeas dotadas de potentes estados de bienestar y gobernadas con ecuanimidad y transparencia opten por figuras y personajes histriónicos como Trump, Putin, Orban, Abascal o Musk. Si Occidente rectifica, si la UE sitúa en su lugar a Trump -Francia ha comenzado hacerlo, por cierto-, si se aborda con plena dedicación el futuro incierto que nos hace guiños desde el mañana, podremos seguramente evitar una nueva decadencia que reproduzca la de los penumbrosos años treinta del pasado siglo, cuando empezaba a presumirse el estallido que no tardó en llegar. De cualquier modo, tendrá que ser muy intenso el esfuerzo que nos permita salir del atolladero.